25 enero 2017

Domingo 29 enero: Homilías varias

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(A) La madre Teresa de Calcuta, que entregó su vida al servicio de los más pobres sin importarle ni el color de la piel, ni la religión, ni la clase social de tantos necesitados -a los que dedicaba todo su amor y toda su ternura-, recogió un día por la calle a una mujer que parecía estar muriéndose de hambre. Le ofreció un plato de arroz. Se quedó mirándolo un largo rato. La madre Teresa trató de convencerla para que comiera. Dijo entonces con sencillez y naturalidad: «Yo no… No puedo creer que sea arroz. Llevo mucho tiempo sin comer». No se quejó contra nadie. Contra nadie pronunció palabras amargas. Simplemente, no podía creer que fuera arroz.
Estos pobres sencillos, estos pobres que no odian ni maldicen a nadie, son los pobres de espíritu de los que nos habla el Evangelio de hoy, a los que Jesús llama dichosos porque de ellos es el reino de los cielos.
En el mundo no sólo hay hambre de pan. Hay también hambre de cariño, tal vez en nuestras propias familias.
Una noche, cuando la madre Teresa hacía un recorrido en busca de personas abandonadas, se encontró con un jovencito con cabello largo muy bien cuidado. Estaba sentado y pensativo. La madre Teresa le dijo: «No deberías estar aquí a esta hora. Deberías estar con tus padres. No es lugar apropiado para ti estar sentado aquí a estas horas y en una noche tan fría». Le miró a los ojos y le dijo: «Mi madre no me quiere porque tengo el pelo largo».
Esa era la única razón. ¡Un joven echado de casa por los suyos, por su propia madre! Quizá esa madre se preocupaba por los hambrientos de la India, de África o de Latinoamérica. Es posible que tuviera deseo de remediar el hambre de todos menos el hambre de cariño que tenía su propio hijo. Ignoraba que esa hambre existía en su propia casa, ignoraba que en su propia casa había un necesitado. ¡Ay! ¡Cuántas veces ignoramos detalles de amor que necesitan nuestros familiares, detalles de amor que lamentaremos no haberlos tenido cuando ya hayamos perdido a esos familiares!
La misma madre Teresa nos cuenta: Otra noche salimos por Calcuta y recogimos cuatro o cinco personas por las calles. Por su estado las llevamos a nuestra casa del Moribundo. Entre ellas había una anciana que se encontraba muy grave. Dije a las hermanas: «Yo me ocuparé de ella».
Cuando la puse en la cama, me cogió la mano mientras en su rostro aparecía una sonrisa maravillosa. Pronunció una sola palabra: «Gracias», al tiempo que se moría.
Hermanas y hermanos: cuando damos a los necesitados es mucho más lo que recibimos que lo que damos. Al otro lado tendremos una gran recompensa; pero ya en este mundo, cuando damos de corazón, la satisfacción que sentimos vale más que lo que damos.
La madre Teresa se sintió más que pagada por aquella palabra «gracias» y aquella sonrisa de la anciana moribunda. Esta anciana, en sus últimos momentos, vería en la madre Teresa un reflejo del amor de Dios, que la esperaba con los brazos abiertos. Que nadie diga que no es rico para poder dar. Todos podemos dar bondad, dar amor.
Dios nos habla de su amor por medio del sol que nos alumbra, del agua que bebemos, del aire que respiramos y de tantos otros dones. Pero Dios nos habla de una manera especial de su amor cuando alguien nos ama de verdad o cuando de verdad amamos a alguien.
Dios es amor y por lo tanto, pase lo que pase, debemos esperar siempre de Él lo mejor. Es verdad que a lo largo de la vida tenemos contratiempos y no por eso nos abandona Dios. También hay días nublados y a veces nos envuelven las sombras y no por eso nos abandona el sol.
Esta es nuestra fe; sin ella la muerte no tiene sentido. Con ella la muerte es la puerta que se abre a la eternidad feliz.

(B)
En una reunión para preparar una Eucaristía alguien dijo: “Se ve claramente que Dios prefiere a los pobres y a los sencillos». Entonces acordamos escribir con letras grandes en un panel junto al altar, para que lo vieran todos: «¡Señor, somos tus pobres!» Y comentaban que a Jesús se le acercaban los más pobres, la gente sencilla, los más despreciados, mientras que los ricos y los influyentes no tenían tanto entusiasmo en acercarse a Jesús, porque lo veían pobre y a favor de los pobres, y esto les sentaba mal hasta llegar a criticar a Jesús porque iba rodeado de esas personas. Es verdad que en Jesús se ve ese cuidado especial por los más pobres, por los que más sufren, por los más despreciados. y ese cuidado especial de Jesús y su cariño quedó reflejado en las bienaventuranzas del evangelio de este día.
Todas las bienaventuranzas empiezan proclamando: «Dichosos». Jesús quería decirles a los pobres cosas muy bonitas para que no se sintieran tristes, porque contaban con el cariño de Dios. A los pobres les dice que Dios les dará el Reino. A los sufridos les dice que poseerán la tierra. A los que lloran, que Dios los consolará. A los que tienen ganas de ser buenas personas les dice que se saciarán de bondad. A los misericordiosos les dice que serán tratados con misericordia. A los limpios de corazón les dice que verán a Dios. A los que trabajan por la paz, que se les dará un nombre bonito: hijos de Dios. Y a los perseguidos les dice que se pongan contentos, porque Dios tiene cosas muy hermosas preparadas para ellos en el cielo. Jesús quiere decir con todo esto que Dios tiene un destino hermoso para sus hijos más pobres, que Dios no los olvida, que no los abandona en sus sufrimientos, que cuentan siempre con el cariño de Dios. Y estas cosas las decía Jesús cuando tenía delante un «gentío» entre el que estaban pobres, gentes sencillas, hambrientos, despreciados y oprimidos. Algunos años después, san Pablo les pide a sus cristianos de Corinto que se fijen en su comunidad para que vean que allí no están los sabios ni los poderosos ni los aristócratas según el mundo. Allí está lo necio, lo despreciable, lo que no cuenta, y Dios lo ha escogido para anular lo que cuenta.
Con frecuencia yo también miro a las gentes de mi parroquia y no veo allí a los sabios según el mundo ni a los poderosos ni a los aristócratas. Veo gentes sencillas, curtidas por las penalidades y los desengaños, con conciencia de ser poca cosa en este mundo. Quizás nadie los tomó nunca en serio. Podemos decir también: «Señor, somos tus pobres». Y tengo conciencia de que Dios nos ha elegido para darnos su Reino, para que disfrutemos de su cariño y para humillar a listos y poderosos según el mundo. Estoy convencido de que nosotros, que no sabemos, que no tenemos medios, que nos sentimos incapaces, que somos gentes insignificantes, haremos cosas muy bonitas en nuestro entorno. Cada día la vida será más hermosa y nos sentiremos más a gusto. No nos tocarán las quinielas o la lotería. Seguiremos siendo pobres, pero contaremos con el cariño de nuestro Dios, que se vuelca en sus hijos. No nos gloriamos en nuestras capacidades, que no tenemos. Nos gloriamos en el amor gratuito de nuestro Dios, que no nos abandona en nuestras pobrezas. Y reconocemos que Dios también nos ha asignado a nosotros una tarea bonita: hacer presente el amor gratuito de Dios entre los pobres y las gentes sencillas. Jesús, en este evangelio, nos enseña un nuevo camino para ser dichosos. Lo disfrutaremos con la gracia de Dios.

(C)
Todos experimentamos que la vida está sembrada de problemas y conflictos que en cualquier momento nos pueden hacer sufrir. Pero, a pesar de todo, podemos decir que la «felicidad interior» es uno de los mejores indicadores para saber si una persona está acertando en el difícil arte de vivir. Se podría incluso afirmar que la verdadera felicidad no es sino la vida misma cuando está siendo vivida con acierto y plenitud.
Nuestro problema consiste en que la sociedad actual nos programa para buscar la felicidad por caminos equivocados que casi inevitablemente nos conducirán a vivir de manera desdichada.
Una de las instrucciones erróneas dice así: “ Si no tienes éxito, no vales». Para conseguir la aprobación de los demás e, incluso, la propia estima hay que triunfar.
La persona así programada difícilmente será dichosa. Necesitará tener éxito en todas sus pequeñas o grandes empresas. Cuando fracase en algo, sufrirá de manera indebida. Fácilmente crecerá su agresividad contra la sociedad y contra la misma vida.
Esa persona quedará, en gran parte, incapacitada para descubrir que ella vale por sí misma, por lo que es, aún antes de que se le añadan éxitos o logros personales.
La segunda equivocación es ésta: «Si quieres tener éxito, has de valer más que los demás». Hay que ser siempre más que los otros, sobresalir, dominar.
La persona así programada está llamada a sufrir. Vivirá siempre envidiando a los que han logrado más éxito, los que tienen mejor nivel de vida, los de posición más brillante.
En su corazón crecerá fácilmente la insatisfacción, la envidia oculta, el resentimiento. No sabrá disfrutar de lo que es y de lo que tiene. Vivirá siempre mirando de reojo a los demás. Así, difícilmente se puede ser feliz.
Otra consigna equivocada: «Si no respondes a las expectativas, no puedes ser feliz». Has de responder a lo que espera de ti la sociedad, ajustarte a los esquemas. Si no entras por donde van todos, puedes perderte.
La persona así programada se estropea casi inevitablemente. Termina por no conocerse a sí misma ni vivir su propia vida. Sólo busca lo que buscan todos, aunque no sepa exactamente por qué ni para qué.
Las Bienaventuranzas nos invitan a preguntarnos si tenemos la vida bien planteada o no, y nos urgen a eliminar programaciones equivocadas. ¿Qué sucedería en mi vida si yo acertara a vivir con un corazón más sencillo, sin tanto afán de posesión, con más limpieza interior, más atento a los que sufren, con una confianza grande en un Dios que me ama de manera incondicional? Por ahí va el programa de vida que nos trazan las Bienaventuranzas de Jesús.

(D)
Unos amigos me confidenciaban su dolor de padres al ver que sus hijos no les hacen caso. Se empeñan en vivir a su manera trasnochando hasta bien entrada la mañana, consumiendo de manera que no hay dinero que les llegue, durmiendo mal, comiendo peor, fumando mucho y, en consecuencia, llevando mal sus estudios. “A mí me va esta vida, papá; es lo que hacen todos los compañeros; yo soy feliz así y punto”. En algunos casos, he sabido de padres, cuyo hijo mayor es modélico y feliz, que lo han esgrimido como argumento para el hijo desmadrado. Un compañero testimonió que en una ocasión en que su hermano había llegado muy tarde, como dormía en la misma habitación, le despertó, y al ver que venía un tanto “cargado”, le espetó a bocajarro: “¿No te das lástima destrozando tu vida de esta manera?”. De momento, el reproche del hermano le resbaló, pero, al despertar, sereno ya, se convirtió en un revulsivo que le cambió el corazón. Esto es lo que, en cierta medida, les falta a muchos ¿”cristianos”? Preferimos ser felices a nuestra manera.
¡Cuántas personas sin fe andan errabundas buscando el sentido de su vida por diversos caminos y formas: espiritualidad oriental, yoga, filosofías modernas, diversos maestros que salen al camino…! Viven atormentadas por la incertidumbre: “¿Habré dado con el camino verdadero o estaré equivocado?”. Nosotros sabemos que nos ha hablado el mismo Dios por su propio Hijo, el Maestro insuperable. Nos cuesta darnos cuenta de este privilegio. Él nos ofrece un sentido, una forma de vivir. Corremos el peligro de no valorarlo, de escucharlo como música muy oída, como orientaciones muy espirituales que no nos dicen gran cosa…
Cuando Gandhi leyó por primera vez las bienaventuranzas, le produjeron una grata y profunda emoción: “Esto es lo que
he estado buscando desde hace años, pero no acertaba a formularlo tan sabiamente”. Débil por una huelga de hambre, tuvo que pedir una silla porque se sentía desmayar por la emoción.
Jesús exclamaba: “¡Bienaventurados los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen por obra!” (Lc 11,28). ¡Bienaventurados nosotros que hemos podido escuchar estas palabras centrales de su Evangelio! Nos sale del hondón del alma la exclamación de Pedro: “Señor, ¿a quién vamos a ir si sólo tú tienes palabras de vida eterna?” (Jn 6,68).

UN CANTO AL AMOR
Jesús proclamó: “Toda la ley y los profetas se condensan en dos consignas: Amar a Dios con todo el corazón y al prójimo como a uno mismo” (Mt 22,40). En la última cena concentró todavía más su mensaje: “Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn 13,34). No se desdice al proclamar las bienaventuranzas, porque éstas no son más que variaciones del amor.
Bienaventurados los que confían en Dios y en los verdaderos valores humanos. Bienaventurados los que buscan el “ser” antes que el “tener” y consideran los bienes como un medio, no como un fin. Bienaventurados los que “comparten” y no “acumulan”,
Bienaventurados los que, llevados del amor, hacen suyas las penas y alegrías de los demás; los que, como aconseja Pablo, “lloran con los que lloran y ríen con los que ríen” (Rm 12,15), porque su corazón es ancho, luminoso y soleado, una casa hermosa y no una pobre madriguera.
Bienaventurados los sencillos, transparentes, sin segundas intenciones ni trampas, como niños según el evangelio, que se relacionan con los demás con confianza, como hermanos, porque se ahorran los sufrimientos de las sospechas, de los juicios temerarios, de miedos inútiles, y tendrán muchos y buenos amigos, vivirán en paz con la gente y gozarán del encuentro con Dios.
Bienaventurados los comprensivos, los misericordiosos que miran a los demás con sensibilidad de hermanos, porque tendrán el corazón en paz. El P. Granada afirmaba: “Hemos de tener para con Dios corazón de hijos, para con los demás corazón de madres, y para con nosotros corazón de juez”.
Bienaventurados los que, movidos por el amor a los maltratados y atropellados, dan la cara por ellos, por el vecino, por el compañero de trabajo, por el familiar, aunque les caiga algún bofetón. “Defendí a un vecino del portal con el que eran
injustos, me costó malas caras, silencios, pero no me importa; tengo la satisfacción y la paz de conciencia de haber logrado que le hicieran justicia”.
Bienaventurados los que saben comprometerse, los que construyen el Reino con su fidelidad profesional, con sus compromisos por una Iglesia y una sociedad mejores, porque
se librarán del hastío, no se contentarán con satisfacciones superficiales, tendrán la alegría de sentirse útiles y una vida con pleno sentido.
Jesús promete felicidad, bienaventuranza, con este programa de vida. Dice bienaventurados, pero muchos entienden: “Sí, bienaventurados y felices, pero en la otra vida”. Entienden que esta vida es como el negativo de la otra; lo que aquí está oscuro, allí estará claro, y los que aquí lloran, allí reirán. Pero no: lo que nos hará felices allí, nos hace felices también aquí; lo que es bueno para allí, es bueno para aquí. Lo que es fuente de felicidad para allá, es fuente de felicidad para acá. Es más, aunque sea una comparación demasiado materialista, hay que decir que las verdaderas alegrías de esta vida son los pinchitos del gran banquete de la gloria. Lo que pasa es que aquí lo tomamos en pequeñas raciones y a veces no del todo bien cocinado y sazonado. El Evangelio es el manual del verdadero humanismo y, por lo tanto, de la verdadera felicidad. Por eso, aunque se diera el imposible de demostrar que el cristianismo ha sido un sueño utópico, un piadoso engaño para ingenuos, habría que seguir viviendo el Evangelio porque es el mejor proyecto de vida.

FELICES LOS POBRES, LOS SENCILLOS Y SINCEROS
Sí, bienaventurados ya en este mundo los que no ponen
su seguridad en los bienes materiales, sino en los valores del espíritu. La excesiva preocupación por los bienes materiales crea dependencia, esclaviza y provoca incontables sufrimientos. Pablo escribe a su discípulo Timoteo: “Los que sueñan con hacerse ricos, caen en tentaciones, trampas y mil afanes
insensatos y funestos, que hunden a los hombres en la ruina
y en la perdición; porque la raíz de todos los males es el amor al dinero; por esta ansia algunos se desviaron de la fe y se infligieron mil tormentos” (1Tm 6,9). Los pobres, los que buscan
primordialmente los verdaderos valores, son felices. Preguntémoselo a Francisco de Asís que se desposó con la pobreza. San Antonio María Claret, pobre de solemnidad, testificaba: “No están tan contentos los ricos con su riqueza como yo con mi amada pobreza”. La madre Teresa de Calcuta, hablando desde su experiencia, afirmó: “La fe es pobreza; la pobreza es libertad; y la libertad es alegría”. Ésta es una experiencia que proclaman todos los pobres según el Evangelio. Es una realidad que se comprueba palpablemente en muchas personas que ponen los bienes materiales en el lugar que les corresponde, personas que podrían acumular para vivir con lujo y ostentación y que, sin embargo, prefieren compartir.
También los sencillos y sinceros son más felices. Tendrán que soportar desengaños, zancadillas; frecuentemente les tocará perder a nivel social, donde abundan los pillos y tramposos, pero en su corazón reina la paz profunda.
Por lo demás, como asegura Jesús, los sencillos y sinceros “verán a Dios”, gozarán de las experiencias humanas más profundas: amistad, comunión, convivencia gozosa, encuentro con Dios… Jesús oró con ternura: “Te doy gracias, Padre, porque revelaste estos misterios a los sencillos, mientras que han permanecido ocultos a los sabiondos” (Mt 11,25). El convertido C. Péguy decía bellamente: “Nos salvaremos por lo que quede en nosotros de niños”.

LA DICHA DE AMAR
Decía que las bienaventuranzas son variaciones sobre el amor. Y el amor necesariamente entraña felicidad. “Dios es amor” (1 Jn 4,8); no sabe hacer otra cosa que amar. Y es felicidad infinita. Sólo amando alcanzaremos felicidad. Por eso, quien vive encerrado en la madriguera de su egoísmo no puede ser feliz de ninguna manera por más que carcajee con todas sus ganas.
El amor es libertad. San Agustín afirmaba: “Ama y haz lo que quieras”. Confesaba Aranguren: “Creo que soy feliz, que he sabido poner las cosas importantes en su justo lugar; y en ese orden el amor ha ocupado el lugar de honor”. Revisando fichas de los que han vivido o viven heroicamente las bienaventuranzas, todos, absolutamente todos, han confesado o confiesan que son felices.
Nosotros mismos tenemos experiencias de felicidad cuando vivimos las bienaventuranzas. Muchos, que han cambiado el gusto de los pseudovalores mundanos por el de los valores evangélicos, testifican como el convertido Leonardo Mondadori: “Yo he pasado del vacío a la alegría”.
Las bienaventuranzas son diversas formas de saborear la felicidad ahora y siempre.

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