22 octubre 2016

La misa del domingo 23 octubre

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DOMINGO XXX DE TIEMPO ORDINARIO 
Jornada Mundial por la Evangelización de los Pueblos (DOMUND) 
23 de octubre de 2016 
Lecturas: 
 Eclesiástico 35,15b-17.20-22: El Señor es un Dios justo, que no puede ser parcial… contra el pobre… 
 2 Timoteo 4,6-8.16-18: El Señor me ayudó y me dio fuerzas para anunciar íntegro el mensaje… 
 Lucas 18,9-14: éste (el publicano) bajó a su casa justificado… 
Homilía: 
Las lecturas de este domingo tienen un claro protagonista: Dios justo y misericordioso. Siempre es así, pero hoy podemos despistarnos y dar un protagonismo, que no le corresponde, al publicano de la parábola del evangelio. La oración (y la espiritualidad de éste) remiten a un rostro de Dios, a la experiencia de un encuentro con Él.

El Génesis, primer libro de la Biblia, nos recuerda que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. Pero, si nos descuidamos, invertimos esta afirmación: hacemos a Dios a nuestra imagen y semejanza… Tenemos la tentación de aplicar a Dios nuestros esquemas humanos y sociales, frecuentemente discutibles, atribuyéndole nuestra concepción del poder y de la justicia… Pero Dios desborda todos nuestros presupuestos. Precisamente de la justicia divina habla hoy la primera lectura: “El Señor es un Dios justo”… Y el evangelio invita a contemplar cómo actúa la justicia de Dios en el publicano: éste “bajó a su casa justificado”… Es decir, los dos textos nos presentan a un Dios que, a diferencia de nosotros, hace consistir su justicia en su misericordia (W.Kasper). El Libro del Eclesiástico habla de un Dios justo que no puede ser parcial, pero las concreciones posteriores (“no es parcial contra el pobre, escucha las súplicas del oprimido; no desoye los gritos del huérfano o de la viuda”…) nos llevan a pensar que Él sí que “es parcial” con los pobres e indefensos… Y, desde la parábola de hoy, podríamos añadir que Dios también “es parcial” con los pecadores que acuden humildemente a Él.
Comprobamos, por tanto, que estos textos son un canto a la misericordia divina, que actúa en nosotros de un modo unilateral. Es lo que estamos celebrando a lo largo de este Año Jubilar de la Misericordia. Dios es un manantial de amor y no puede actuar contra sí mismo. Él será siempre fiel a su plan de salvación. La humanidad, cada uno de nosotros, el mundo que habitamos… son objeto de su amor misericordioso para siempre. “El Señor es un Dios justo” de este modo…
Pero Jesús nos narra una parábola que nos invita a vigilar nuestra actitud en relación a la misericordia divina. En el evangelio aparecen en claro contraste dos justicias: la humana (encarnada en la oración del fariseo) y la divina (que se revela en la oración del publicano y en su consiguiente justificación). Los dos personajes, el fariseo y el publicano, se nos muestran en oración. Se continúa, por tanto, el tema del evangelio del domingo anterior, en el que Jesús aparecía explicando a los discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse. La parábola de hoy sigue abundando en cómo ha de ser nuestra oración, y en cómo ésta ha de reflejar nuestra actitud ante un Dios justo y misericordioso.
El fariseo actúa desde los esquemas propios de la justicia humana, y piensa que la justicia divina es igual a ella. El fariseo, tenido por justo y bueno en la sociedad israelita, se exalta a sí mismo y desprecia al publicano que tiene a su lado (no soy “como ese publicano”) y a los que son como él. En rigor, es una justicia aparente, porque no es tal: se trata de la justicia del autoengaño, del orgullo, del desprecio al otro… El fariseo presume de una justicia (o de una religiosidad) inmovilista: se tiene ya por justo, no se siente como los demás; no reconoce que la fe es camino en el que hay luces y sombras, avances y retrocesos…; no tiene ante sí los propios pecados, que se engrandecen cuando los contemplamos en la presencia de Dios; no necesita la ayuda divina… El fariseo ora y da gracias a Dios, pero, en el fondo, está pidiéndole que reconozca sus méritos… Se trata de una oración fraudulenta, que no es la que Jesús enseñó.
Por el contrario, la oración del publicano es la del pecador que se siente como tal. Sus gestos ya hablan por sí mismos: se queda a distancia, baja la mirada, se golpea el pecho… Por esto no esconde su vida y, en presencia de Dios, levanta todas las caretas con las que normalmente escodemos nuestros pecados y debilidades. Su oración se centra en esta súplica: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. Su oración y religiosidad, por tanto, no responden a su convicción de ser una persona perfecta, sino a la de ser una persona en camino, convencida de su propia debilidad, necesitada de la ayuda de Dios. El publicano no puede presumir de sus méritos. Por esto, se pone en una actitud de acogida de la misericordia de Dios.
La Palabra que hemos proclamado debe ser una invitación a acercarnos a Dios sin caretas, con el corazón abierto, conscientes de nuestra pobreza y de la necesidad que tenemos de su presencia y de su ayuda. A veces entendemos nuestra fe en claves de “todo o nada”; pensamos que la fe se tiene o no se tiene… Sin embargo la fe es una realidad más compleja. Nuestra fe siempre es una realidad en camino. Santa Teresa de Jesús, cuya fiesta hemos celebrado hace pocos días, exclamaba poco antes de fallecer: “¡Señor mío y esposo mío!, ya es llegada la hora deseada…; ya es tiempo de caminar; vamos muy en hora buena; cúmplase vuestra voluntad”. Nuestra fe siempre se vive en este “tiempo de caminar”. Y nuestro camino está lleno de pecado, de debilidades… Éste es el único marco de vivencia de nuestra fe, de nuestra identidad como creyentes, de nuestra oración (“ten compasión de este pecador”)… En definitiva, este camino es la única aproximación posible al Dios de Jesús, que es amor misericordioso.
El que se percibe pecador y se sumerge en el amor misericordioso de Dios se siente capacitado, por gracia, para ser, a su vez, compasivo y misericordioso con los demás. Como el Papa Francisco nos ha recordado, el reconocer que la misericordia divina actúa en nosotros nos conduce a ser portadores de misericordia (obras de misericordia). Hoy es el domingo del DOMUND. Se nos recuerda la responsabilidad misionera de toda la Iglesia. Al igual que Pablo, cada uno de nosotros ha de confesar: “el Señor me ayudó y me dio fuerzas para anunciar íntegro el mensaje”. Esta confesión supone, por un lado, sentirnos necesitados de Dios, ver nuestros propios pecados, más que los ajenos, sentirnos solidarios con los otros… Y el sentirnos pecadores no es argumento alguno para abandonar nuestra responsabilidad en la participación de la misión de Cristo. Él nos quiere así, como somos, pero siguiendo tras sus pasos… Y cuenta con nosotros para anunciar el evangelio y para colaborar en su transmisión.
Carlos García Llata 

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