Autor:
Silvia García
Edades:
A partir de 4 años
Valores:
respeto, aceptación, aprendizaje
Jaime siempre bajaba a la playa con las palas. Le daba igual si iba con amigos, con sus abuelos o con sus primos mayores que nunca querían jugar con él. Él las cargaba en su mochila esperando ansioso la oportunidad de sacarlas y dar unos golpes.
A Jaime siempre le habían gustado mucho los deportes. No era de esos niños que se quedaban horas delante de la tele viendo dibujos. Era él quien le pedía a sus padres que le apuntasen a clases extraescolares en las que pudiese correr y saltar. Estaba muy contento porque, además de hacer ejercicio, dormía todas las noches de maravilla.
Jaime era un niño tan activo que, cuando llegaba el verano, aún buscaba más excusas para hacer cosas al aire libre. En la playa no podían faltar nunca las palas y, por supuesto, un par de pelotas. Tanto le gustaban que acabaron por conducirle a una de las mayores aventuras que vivió en su vida.
Todo ocurrió un día en el que había demasiada gente en la playa. Había tantísimas personas que su madre no le dejó sacar las palas por miedo a que molestase a alguien.
La cuestión es que Jaime, además de activo, era muy testarudo y cabezota. Así que insistió e insistió hasta que su madre le dejó irse a jugar a una zona arbolada alejada de la gente.
-No me importa ir solo, volveré pronto -le dijo a su madre para tranquilizarla.
En cuanto llegó al primer claro del bosque sintió como una brisa recorría su espalda. No era brisa marina, porque Jaime la conocía bien. Tampoco era perfume o el olor de la carne asándose en la parrilla. Era un olor natural, fresco y misterioso.
Sin soltar las palas de la mano, el niño se fue adentrando poco a poco en la zona arbolada. Estaba tan intrigado que llegó a perder la noción del tiempo.
De repente, Jaime dejó de sentir la brisa y notó como si el tiempo se detuviese. Delante de sus ojos, apareció una pala gigante de colores brillantes. Justo en medio, en letras enormes, se podía leer “juguemos”.
Al principio Jaime se asustó y pensó en volver corriendo hasta la arena. Después, se calmó y empezó a picarle la curiosidad. Le picó tanto que hasta se olvidó de la bolsa donde llevaba la palas y comenzó a acercarse a aquellas letras que le invitaban a jugar.
Jaime acercó la mano hasta tocar la primera letra, la J. En ese momento sintió como una especie de escalofrío recorría todo su cuerpo.
Cerró los ojos y, al abrirlos, ya no había bosque. Ante sus ojos, una gran explanada de bolas de colores saltando y brincando por todas partes. Cada una llevaba inscrito un mensaje: alegría, amor, risa, solidaridad, amistad, etc. Sin embargo, la que más botaba era una con letras brillantes y grandes.
Jaime, al acercarse, pudo leer en ella “jugar”. La identificó como su palabra favorita, esa que siempre repetía con las palas en la mano en busca de alguien con quien jugar. “Juega conmigo”, le decía a su hermano. “¿Queréis jugar un poco a las palas?”, les insistía a sus primos, “¿Por qué no jugamos a las palas?”, gritaba a su madre desde la habitación.
Al leer la palabra “jugar” en aquella bola que parecía destacar por encima de las demás, entendió su significado en toda su extensión. Comprendió que la gente no podía estar jugando constantemente con él, que tenían cosas que hacer o que simplemente, en ocasiones, no les apetecía. Y Jaime por eso no se tenía que enfadar. Entendió que tenía que aprender a jugar solo: coger un libro, hacer un puzle o a practicar con su yoyó. Seguro que, entre juego y juego, llegaba pronto alguien con quien poder jugar a las palas.
A Jaime siempre le habían gustado mucho los deportes. No era de esos niños que se quedaban horas delante de la tele viendo dibujos. Era él quien le pedía a sus padres que le apuntasen a clases extraescolares en las que pudiese correr y saltar. Estaba muy contento porque, además de hacer ejercicio, dormía todas las noches de maravilla.
Jaime era un niño tan activo que, cuando llegaba el verano, aún buscaba más excusas para hacer cosas al aire libre. En la playa no podían faltar nunca las palas y, por supuesto, un par de pelotas. Tanto le gustaban que acabaron por conducirle a una de las mayores aventuras que vivió en su vida.
Todo ocurrió un día en el que había demasiada gente en la playa. Había tantísimas personas que su madre no le dejó sacar las palas por miedo a que molestase a alguien.
La cuestión es que Jaime, además de activo, era muy testarudo y cabezota. Así que insistió e insistió hasta que su madre le dejó irse a jugar a una zona arbolada alejada de la gente.
-No me importa ir solo, volveré pronto -le dijo a su madre para tranquilizarla.
En cuanto llegó al primer claro del bosque sintió como una brisa recorría su espalda. No era brisa marina, porque Jaime la conocía bien. Tampoco era perfume o el olor de la carne asándose en la parrilla. Era un olor natural, fresco y misterioso.
Sin soltar las palas de la mano, el niño se fue adentrando poco a poco en la zona arbolada. Estaba tan intrigado que llegó a perder la noción del tiempo.
De repente, Jaime dejó de sentir la brisa y notó como si el tiempo se detuviese. Delante de sus ojos, apareció una pala gigante de colores brillantes. Justo en medio, en letras enormes, se podía leer “juguemos”.
Al principio Jaime se asustó y pensó en volver corriendo hasta la arena. Después, se calmó y empezó a picarle la curiosidad. Le picó tanto que hasta se olvidó de la bolsa donde llevaba la palas y comenzó a acercarse a aquellas letras que le invitaban a jugar.
Jaime acercó la mano hasta tocar la primera letra, la J. En ese momento sintió como una especie de escalofrío recorría todo su cuerpo.
Cerró los ojos y, al abrirlos, ya no había bosque. Ante sus ojos, una gran explanada de bolas de colores saltando y brincando por todas partes. Cada una llevaba inscrito un mensaje: alegría, amor, risa, solidaridad, amistad, etc. Sin embargo, la que más botaba era una con letras brillantes y grandes.
Jaime, al acercarse, pudo leer en ella “jugar”. La identificó como su palabra favorita, esa que siempre repetía con las palas en la mano en busca de alguien con quien jugar. “Juega conmigo”, le decía a su hermano. “¿Queréis jugar un poco a las palas?”, les insistía a sus primos, “¿Por qué no jugamos a las palas?”, gritaba a su madre desde la habitación.
Al leer la palabra “jugar” en aquella bola que parecía destacar por encima de las demás, entendió su significado en toda su extensión. Comprendió que la gente no podía estar jugando constantemente con él, que tenían cosas que hacer o que simplemente, en ocasiones, no les apetecía. Y Jaime por eso no se tenía que enfadar. Entendió que tenía que aprender a jugar solo: coger un libro, hacer un puzle o a practicar con su yoyó. Seguro que, entre juego y juego, llegaba pronto alguien con quien poder jugar a las palas.
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