27 agosto 2016

Comentario al Evangelio de hoy

A la paz de Dios:

La iglesia recuerda hoy a la madre, Mónica, y mañana al hijo, Agustín. Y yo recuerdo su despedida en el puerto de Ostia.

De las Confesiones de san Agustín, obispo

Hablábamos, pues, los dos solos, muy dulcemente y, olvidando lo que queda atrás y lanzándonos hacia lo que veíamos por delante, nos preguntábamos ante la verdad presente, que eres tú, cómo sería la vida eterna de los santos, aquella que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre. Y abríamos la boca de nuestro corazón, ávidos de las corrientes de tu fuente, la fuente de vida que hay en ti. Tales cosas decía yo, aunque no de este modo ni con estas mismas palabras; sin embargo, tú sabes. Señor, que, cuando hablábamos aquel día de estas cosas, y mientras hablábamos íbamos encontrando despreciable este mundo con todos sus placeres, ella dijo:

«Hijo, por lo que a mí respecta, ya nada me deleita en esta vida. Qué es lo que hago aquí y por qué estoy aún aquí, lo ignoro, pues no espero ya nada de este mundo. Una sola cosa me hacía desear que mi vida se prolongara por un tiempo: el deseo de verte cristiano católico, antes de morir. Dios me lo ha concedido con creces, ya que te veo convertido en uno de sus siervos, habiendo renunciado a la felicidad terrena. ¿Qué hago ya en este mundo?»

No recuerdo muy bien lo que le respondí, pero al cabo de cinco días o poco más cayó en cama con fiebre. Y, estando así enferma, un día sufrió un colapso y perdió el sentido por un tiempo.

Después, viendo que estábamos aturdidos por la tristeza, nos dijo:

«Enterrad aquí a vuestra madre.»

Luego, dirigiéndose a ambos, añadió:

«Sepultad este cuerpo en cualquier lugar: esto no os ha de preocupar en absoluto; lo único que os pido es que os acordéis de mí ante el altar del Señor, en cualquier lugar donde estéis.»

Habiendo manifestado, con las palabras que pudo este pensamiento suyo, guardó silencio, e iba luchando con la enfermedad que se agravaba.

El hombre y el viaje. Y el reparto. Ahí tenéis vuestros talentos: cinco, dos, uno. Cada cual según su capacidad. Es bueno saber que no todos recibimos lo mismo. Cada uno de nosotros recibimos lo nuestro. Mirar más allá: no hablamos de dineros, ni de cualidades personales, hablamos de otra cosa.

El de cinco y el de dos se ponen a desarrollar esos talentos. Y vuelve el dueño: “y cuando vuelva el guardián del universo a pedir cuentas, devolveré el trigo a su dueño…” (canta el Último de la Fila). Curioso que a los dos personajes les repite literalmente las mismas palabras.

Es curioso: el de cinco y dos al devolver lo suyo reciben la misma felicitación con las mismas palabras. Una vez más: lo que importa no es lo que se recibe sino cómo se desarrolla.

Y ¡ay! El de uno: el del miedo, el de las excusas, el que todo le parece cuesta arriba… Llanto y rechinar de dientes.

Hoy pienso en el gran regalo de la vida y de la fe: ¿cómo haré que fructifiquen?

Vuestro hermano y amigo

Óscar Romano

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