Fernando Torres cmf
Hoy celebramos la fiesta de san Lorenzo. Vivió en el siglo III en Roma. Allí fue diácono de la Iglesia, especialmente encargado de la administración de los bienes de la Iglesia y de la atención y el servicio a los pobres. Hay una anécdota de su vida que puede que no sea realmente histórica pero que nos viene muy bien para expresar lo que tiene que ser la Iglesia.
Dicen las crónicas que el emperador de entonces perseguía a los cristianos pero, necesitado al mismo tiempo de dinero para financiar sus ejércitos, perseguía sobre todo a los cristianos pudientes. De paso que los eliminaba, se quedaba con sus riquezas, que pasaban a pertenecer al erario público. Es decir, al emperador. Por eso, también buscó apoderarse de los bienes de la Iglesia. Enterado de que Lorenzo era su administrador, le hizo llamar y le ordenó que en tres días le entregase todos los bienes que administraba. Lorenzo respondió afirmativamente. Y tres días más tarde se presentó ante el emperador seguido de una comitiva interminable de pobres y enfermos: todos aquellos a los que la Iglesia atendía y ayudaba, al tiempo que le decía que “estos son los tesoros de la Iglesia.”
La anécdota viene que ni pintada en estos tiempos que corren. Nos señala con claridad dónde tenemos que poner el verdadero tesoro de la Iglesia: cuanto más pobre, cuando más cercana a los pobres y marginados –independientemente de su fe, por supuesto–, cuanto más en actitud de servicio y entrega a los necesitados, más ricos somos, más auténticamente fieles al Evangelio de Jesús. Algo así es lo que quiere decirnos el papa Francisco, cuando nos pide que seamos una Iglesia en salida. No se trata sólo de abrir las puertas. No se trata sólo de acoger al que venga. Se trata de salir a buscar, de hacernos los próximos de los que sufren, de los marginados, de los pobres, de los que carecen de todo, de los que están vencidos por la injusticia.
Es lo mismo que expresa el Evangelio al decir que el cristiano tiene que ser como el grano de trigo que tiene que caer en tierra y dejarse morir, porque sólo así podrá dar fruto para la vida del mundo. Eso es lo que tiene que hacer el cristiano, como decía el Concilio Vaticano II: dar frutos en caridad para la vida del mundo. Eso no significa más que entregarse, dar la vida, ponerse al servicio del Reino. Para que todos tengan vida.
San Lorenzo entendió perfectamente dónde estaban las verdaderas riquezas de la Iglesia: en la cercanía a los pobres, trabajando codo a codo con ellos en la construcción de una sociedad más justa y más fraterna, en la construcción del Reino. Los bienes materiales no son más que medios para ese fin. Nada más.
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