23 marzo 2016

Semana Santa, el centro del año

La celebración de cada semana fue la primera celebración cristiana
Aunque pueda parecer extraño, resulta que lo primero que hizo la primera comunidad cristiana no fue celebrar fiestas anuales, sino una fiesta semanal: EL DOMINGO. El domingo, semana tras semana, era el día en el que la comunidad se reunía, y celebraba el acontecimiento que constituía el fundamento de su fe: la Resurrección de Jesucristo. El pan y el vino de la Eucaristía era el momento central de su reunión, el momento que hacía presente al Señor que había amado hasta morir en la cruz y vivía ahora para siempre. Y junto con la celebración del pan y el vino, escuchaban la enseñanza de los apóstoles, y se comprometían mutuamente en la fidelidad a la Buena Nueva de aquel Jesús en quien creían y confiaban.
Así empezó todo, y esa celebración, la de cada semana, fue la primera celebración cristiana.

Al mismo tiempo, y eso hay que tenerlo en cuenta, aquellos primeros cristianos, que eran todos ellos judíos, participaban también de las celebraciones judías, tanto en la sinagoga como en el templo de Jerusalén. Y todos los años celebraban la fiesta de la Pascua, la cena pascual, como todos sus compatriotas.
Y ahí, en esa celebración anual de la Pascua judía, comenzaría muy pronto la celebración de la Pascua cristiana. Porque sin duda que aquellos seguidores de Jesús que se reunían para la cena pascual, debían recordar que fue en una cena como aquella que su maestro se despidió de ellos, y que aquellos fueron los días de su muerte, y que el domingo siguiente a su muerte comenzaron a experimentar su presencia, la alegría de su resurrección.
El Triduo Pascual
La Vigilia Pascual es la primera celebración del año cristiano.

Así pues, muy pronto, además de la celebración semanal de la resurrección que tenía lugar con la Eucaristía dominical, los cristianos empezaron a celebrar también, durante los días de la Pascua judía, una fiesta anual de la resurrección de Jesucristo.
Cuándo empezó exactamente a celebrarse esta fiesta no lo sabemos. Pero sí sabemos la forma que tomó esta celebración. Y es una forma muy semejante a la que nosotros seguimos manteniendo: la Vigilia Pascual.
Los judíos, que siguen el calendario lunar, celebran la Pascua el día de la primera luna llena de la primavera, en conmemoración del día en el que fueron liberados de la esclavitud de Egipto, guiados por aquel gran caudillo que fue Moisés. La Pascua judía, por tanto, no cae en un día fijo de la semana. Los cristianos, en cambio, comenzaron a celebrar la resurrección de Jesucristo la noche del sábado al domingo después de esta luna llena, porque fue al amanecer del domingo cuando se sitúan las primeras apariciones del Resucitado.
Y la empezaron a celebrar con una noche entera de vigilia, en la que se repasaban los grandes momentos de la historia de la salvación de Dios, y se celebraba la incorporación de nuevos miembros a la comunidad mediante el bautismo, y se terminaba con una gozosa celebración de la Eucaristía, la celebración de la presencia, en el pan y el vino, de Jesús vivo para siempre.
La Vigilia Pascual es la primera celebración del año cristiano. Y la comunidad la preparaba de forma muy intensa: con un ayuno de dos días, el viernes y el sábado; un ayuno que se terminaba comiendo el alimento más valioso, el pan y el vino de la Eucaristía que culminaba la noche de la Vigilia.
Esta preparación, los cristianos de Jerusalén la hacían de una forma especialmente emotiva. El viernes, aniversario de la muerte de Jesús, a la hora exacta de este aniversario, las tres de la tarde, iban al Calvario y allí veneraban el lugar en el que el Señor había entregado la vida, y recordaban el relato de su pasión. Y de ahí nació una celebración que también nosotros continuamos: el Viernes Santo, con la lectura de la pasión y la adoración de la cruz.
Y también, más adelante, los mismos cristianos de Jerusalén comenzaron a ir al lugar en el que Jesús se había despedido de sus discípulos y les había dejado la Eucaristía, y de este modo nació la celebración de la tarde del Jueves Santo.
Y así quedó constituido el núcleo central del año cristiano, lo que conocemos como Triduo Pascual.
Triduo significa tres, y se refiere a los tres días de la muerte (Viernes Santo), sepultura (Sábado Santo) y resurrección (Vigilia y Domingo de Pascua) de Jesús, con una introducción que es la celebración de la tarde del Jueves Santo, en la que la Eucaristía nos hace vivir sacramentalmente este misterio de muerte y resurrección.
Este núcleo central ha perdurado a lo largo de los siglos, si bien en algunas épocas históricas ha quedado como distorsionado, sobre todo porque se ha prestado más atención a la muerte de Jesús que a su resurrección. La mayor distorsión tuvo lugar cuando se perdió de vista la importancia de la Vigilia Pascual y dejó de celebrarse por la noche y pasó a la mañana del sábado, aunque los textos que se proclamaban y rezaban (en latín, y como no se entendían no desconcertaban a los asistentes) seguían hablando de la noche…
Afortunadamente, ahora, desde hace ya medio siglo, las cosas han vuelto a su lugar y celebramos los días centrales de nuestra fe con fidelidad a su origen y a su significado.
Los días iniciales de la Semana Santa
Estas celebraciones centrales de la fe, con los años, se enriquecieron con un tiempo de preparación, que es la Cuaresma, y con un tiempo de prolongación de la alegría pascual, que es el Tiempo de Pascua o Cincuentena Pascual.
La Cuaresma, en efecto, termina al mediodía del Jueves Santo, cuando empieza el Triduo Pascual, y el Tiempo de Pascua comienza con la Vigilia. Pero de hecho, el final de la Cuaresma es ya como un inicio de las celebraciones de la muerte y la resurrección de Jesús. Y los “culpables” de ello son también los cristianos de Jerusalén.
Porque, en efecto, además de ir el Jueves, Viernes y Sábado a visitar los lugares santos en donde habían sucedido los acontecimientos culminantes de la vida de Jesús, también en un cierto momento tuvieron ganas de recordar otro acontecimiento relevante: el de la entrada de Jesús en Jerusalén montado en un asno y aclamado con ramos y palmas. Y empezaron a organizar una fiesta en el Monte de los Olivos recordando aquel momento. Y así nació el Domingo de Ramos.
Nosotros, ahora, damos el nombre de Semana Santa a todo este conjunto de celebraciones que van desde el Domingo de Ramos hasta el Domingo de Pascua. Los primeros días de la Semana Santa son el final de la Cuaresma. Y a partir del Jueves Santo por la tarde, comenzamos el Triduo Pascual, la memoria de la muerte y la resurrección de Jesucristo, los días de nuestra salvación.
En estas líneas vamos a seguir, paso a paso la semana, para aprender a conocerla y vivirla con mayor riqueza.
Los actos populares de estos días
Durante los días de Semana Santa acostumbran a tener lugar, además de las celebraciones litúrgicas, otros actos populares: Via-crucis, procesiones, etc. Es una buena forma de seguir viviendo lo que celebramos en la liturgia, de hacer que penetre más en nuestro interior. Es necesario, eso sí, que esos actos populares estén de acuerdo con lo que estos días significan, y nos acerquen verdaderamente al camino de muerte y resurrección de Jesús.
El problema se plantea cuando, a veces, esos actos populares se convierten en más importantes que las propias celebraciones litúrgicas, o llegan incluso a desplazarlas. Habrá entonces que ir purificando la fe y los sentimientos de los que participan en dichos actos, y ayudarles a descubrir el valor de las celebraciones que nos unen con toda la Iglesia, y con las que vivimos máximamente lo que es el centro de nuestra fe.
Domingo de Ramos
Hoy, al empezar esta semana de la muerte y la resurrección de Jesús, recordamos su llegada a Jerusalén y su sorprendente entrada en la ciudad. Él no era muy conocido en la capital, porque su predicación había tenido lugar principalmente en su tierra, Galilea. Era conocido, eso sí, por los dirigentes religiosos y políticos, que sabían de aquel predicador que hablaba de Dios con gran convicción y, en nombre de Dios, cuestionaba muchas cosas… aquel predicador que tenía un gran éxito entre la gente sencilla, entre los que contaban poco, entre los pobres.
Jesús, como todo buen judío, sube a Jerusalén para celebrar la Pascua. Y al llegar a las puertas de la ciudad, pide prestado un asno, monta en él, y entra. Los seguidores que le acompañaban, y mucha otra gente, sobre todo niños, lo aclaman. Y aquella acción toma un gran significado, porque recuerda antiguas palabras proféticas que hablan de un rey que vendrá con sencillez, y que dirá palabras de paz. Jesús se presenta así, y lo hace consciente de que eso es una provocación que terminará llevándole a la muerte. Pero es una forma muy clara de decir cuál es el mensaje de Dios, cuál es la Buena Noticia que él trae.
Nosotros, hoy, recordando aquel hecho, aclamamos también a Jesús y lo reconocemos como nuestro único Señor. Pero lo hacemos también conscientes de que el camino de este nuestro Señor es el camino de la cruz. Por eso la celebración de este domingo tiene dos partes.
La procesión de los ramos

La primera parte de la celebración de este domingo recuerda la entrada de Jesús en Jerusalén
La primera parte de la celebración de hoy recuerda la entrada de Jesús en Jerusalén. Primero nos reunimos llevando cada uno nuestro ramo, aclamamos a Jesús con nuestros cantos, escuchamos el evangelio que nos narra los acontecimientos de este día, y recibimos la bendición de la persona que preside la celebración. Luego, nos dirigimos hacia la iglesia, con un espíritu de adhesión a este Jesús en quien creemos y al que queremos seguir. Y desde luego que proclamar esta adhesión a Jesús no es ningún acto floklórico ni superficial, sino que es algo que compromete, gozosamente, eso sí, toda nuestra vida.
La bendición y la procesión de los ramos es un acto que reúne a mucha gente. Gente que, seguramente, no es muy consciente del sentido que tiene esta celebración. Pero eso no significa que debamos pensar que no les va a servir para nada, ni tampoco significa que debamos recriminarles su poca fe. Su presencia en este acto, es una ocasión para proclamar, de forma sencilla y amable, lo que es más básico del ser cristiano: las ganas de seguir a Jesús, la felicidad que él nos da, la fuerza que su Evangelio tiene para nosotros.
Y aún cabe señalar otro aspecto. Lo importante de esta celebración no es conseguir un ramo bendito pensando que tendrá vete a saber qué virtudes. Lo importante es la procesión y la aclamación a Jesucristo, es recordar y renovar lo que hicieron aquellos que le recibieron en su entrada en Jerusalén y vivirlo como una afirmación de nuestra fe en él. El ramo, eso sí, puede conservarse como recuerdo de nuestra aclamación a Jesucristo, como un signo de la fe que hemos proclamado.
La misa
La procesión con los ramos nos conduce hacia la iglesia, y allí comenzamos la misa. Y cambia el tono. Seguimos afirmando y celebrando nuestra fe en Jesús, naturalmente, pero ya no lo hacemos con el clima de alegría y de aclamación que ha tenido la procesión, sino que ahora nuestra atención comienza ya a centrarse en lo que iremos viviendo durante toda la semana que hoy empezamos.
La misa de este domingo es una misa normal, como todos los domingos, pero el evangelio tiene un especial relieve: leemos el relato de la Pasión del Señor. Lo hacemos cada año según el evangelista del ciclo correspondiente (Mateo, Marcos o Lucas; el relato de Juan se reserva todos los años para el Viernes Santo), y esta lectura marca totalmente el clima de nuestra celebración.
Leer hoy la Pasión (acompañada de las otras dos lecturas y el salmo, que nos ayudan a prepararnos para vivir más a fondo lo que la Pasión significa), es adentrarnos ya de lleno en el momento más decisivo del camino de nuestro Maestro: el momento en el que se manifiesta totalmente, y llega hasta el final, su entrega por amor, esa entrega que nos abrirá el camino de la vida.
Y después de la lectura, el pan y el vino de la Eucaristía nos unirán a él, para que su vida sea nuestra vida.
Leer hoy la Pasión es adentrarnos ya de lleno en el momento más decisivo del camino de nuestro Maestro

Los días intermedios
El Lunes, Martes y Miércoles, y el Jueves Santo por la mañana, podríamos decir que son días de preparación inmediata al Triduo Pascual. Después del día intenso del Domingo de Ramos, un clima de mayor paz nos debe ayudar a entrar en los momentos decisivos de la vida de Jesús, los días de nuestra salvación.
Eso lo hacemos con la misa del Lunes, Martes y Miércoles, en que leemos profecías que nos hablan de un Siervo de Dios que, con su entrega, nos abrirá el camino de la vida. Y en el evangelio, distintas escenas nos van acercando al momento definitivo de la Pasión.
También lo hacemos con la celebración de la penitencia, personal o comunitaria, que es una magnífica preparación para vivir, renovados, la Pascua de Jesús.
También lo hacemos, si es posible, participando en la misa crismal, que el obispo celebra como preparación al Triduo Pascal, y en la que bendice los santos óleos que servirán para la celebración de los sacramentos a lo largo del año en toda la diócesis.
Y finalmente, lo hacemos preparándonos personalmente, buscando momentos de oración, de lectura de los textos de estos días, de silencio agradecido.
Jueves Santo

Al atardecer del Jueves Santo nos reunimos para recordar y celebrar la última cena de Jesús con sus discípulos
Al atardecer del Jueves Santo nos reunimos para recordar y celebrar la última cena de Jesús con sus discípulos. Su último encuentro con ellos antes de la pasión. Un encuentro que quiere resumir el sentido de todo lo que está a punto de ocurrir: su entrega hasta la muerte, su vida para siempre.
Nos podemos imaginar el ambiente que se viviría allí en el cenáculo, donde Jesús y los suyos se habían reunido para comer la cena pascual, aquella cena en la que los judíos conmemoraban, año tras año, la liberación de la esclavitud de Egipto. Un ambiente tenso, porque todos son muy conscientes de que las autoridades judías quieren eliminar a Jesús. Y un ambiente de gran afecto mutuo, porque ahora más que nunca aquellos discípulos se sienten unidos a su Maestro. Aunque les cueste tanto entender lo que él dice y hace.
En medio de aquel ambiente Jesús, que actúa como cabeza de familia, se levanta y realiza un gesto sorprendente: lava los pies a sus discípulos. Era algo que correspondía hacer a los esclavos. Y, haciéndolo él, les quiere enseñar cuál es el sentido de todo lo que él ha vivido, y cómo deben vivir también los discípulos: poniendo su vida al servicio de los demás, totalmente.
Y junto con ese gesto, realiza otro, aún más sorprendente. Toma el pan, toma el vino, y se lo da diciéndoles que aquel alimento es su Cuerpo y su Sangre, y anunciándoles que será para siempre su presencia en medio de ellos. Él, muerto por amor, resucitado por la fuerza de Dios, vivirá para siempre en medio de su comunidad. Y el pan y el vino será el sacramento de esa presencia. 
Allí, sentados a la mesa, Jesús les hablará una y otra vez del amor. Y Judas se marchará de la cena y venderá al Maestro por treinta monedas. Y cuando llegue la noche, se irán hacia el huerto de Getsemaní, donde Jesús vivirá la angustia ante lo que está a punto de sucederle y se pondrá, con toda confianza, en manos del Padre.
La celebración de esta tarde
Esta tarde celebramos la Eucaristía con una intensidad especial. Todos los sentimientos de Jesús y de los discípulos en aquella última cena están presentes en nuestra reunión. Por eso, el canto con el que empezamos debe ser un canto que nos hable de la entrega de Jesús hasta la muerte, y de la salvación que él nos da. Para situarnos de lleno, de todo corazón, en lo que vamos a vivir.
Luego, las lecturas nos harán revivir los acontecimientos del cenáculo que antes hemos comentado: la primera lectura nos habla de la cena pascual judía; la segunda, de la institución de la Eucaristía; el evangelio, del lavatorio de los pies a los discípulos.
Terminadas las lecturas y la homilía, el que preside la celebración imita a Jesús con el gesto que él hizo entonces: se agacha para lavar los pies de algunos miembros de la comunidad. El gesto resulta raro en medio de una celebración litúrgica, e incluso pintoresco. Pero merece la pena que dejemos que penetre en nuestro interior: la llamada de Jesús a poner la vida al servicio de los demás sigue resonando hoy, y con toda su fuerza. Y ser cristiano es escuchar esa llamada.
Y luego, entramos en la Eucaristía. Hoy, en el aniversario del día en que Jesús la instituyó para que acompañase la vida de la Iglesia a lo largo de los tiempos, la celebramos con una especial emoción. Porque sabemos que, en estos gestos sencillos, en
este alimento que recibimos con fe, se hace presente todo lo que Jesús es para nosotros: él es aquel a quien queremos seguir, él es aquel que ha muerto por amor, él es aquel que vive para siempre y nos da la fuerza y la gracia de su Espíritu.
Y termina la celebración. Termina con un rito peculiar: reservamos solemnemente el Cuerpo de Cristo para poder comulgar mañana, puesto que el Viernes Santo no celebramos la Eucaristía porque esperamos a celebrarla la Noche de Pascua. Y esta reserva nos ofrece una buena ocasión para la oración y el agradecimiento. Ante el pan que es Jesús presente en medio de la comunidad, nosotros afirmamos nuestra fe en él, y le agradecemos su entrega, y renovamos nuestra decisión de seguirle.
Esta noche, después de la celebración, merece la pena dedicar un tiempo a rezar, individual o comunitariamente, ante Jesús presente en la Eucaristía.
Esta tarde celebramos la Eucaristía con una intensidad especial. Todos los sentimientos de Jesús y de los discípulos en aquella última cena están presentes en nuestra reunión.
Viernes Santo
Celebramos el primer día del Triduo Pascual: el día de la muerte de Jesús
La celebración de la tarde de ayer nos introdujo en el Triduo Pascual, y hoy celebramos el primer día de ese Triduo: el día de la muerte de Jesús. 
Jesús, aquel que ha traído la Buena Nueva para los pobres, aquel que ha curado a los enfermos, aquel que ha renovado la vida de tanta gente, aquel que ha mostrado a un Dios que es Padre cercano y amoroso, ha sido detenido de noche, en Getsemaní, y ha sido conducido ante los tribunales judíos. Le acusan de blasfemo, de pretender hablar en nombre de Dios, saltándose las autoridades y las leyes religiosas de Israel. Y tienen razón: Jesús muestra a un Dios distinto, un Dios que tiene como primera ley el amor, por encima de cualquier otra clase de ley y de poder. Y luego Jesús será llevado a los tribunales romanos, acusado de lo mismo: de decir que lo único que vale es el amor, y en consecuencia, de cuestionar la autoridad misma del César.
Jesús será condenado a muerte. Judíos y romanos lo condenarán, y será torturado, y arrastrado hasta el suplicio terrible e ignominioso de la cruz.
Y nosotros, hoy, recordamos esa muerte. Hoy queremos vivir muy adentro el dolor de Jesús, y al mismo tiempo queremos vivir nuestra fe más profunda en él. Porque  creemos que su fidelidad al camino de Dios es, sin duda, un ejemplo admirable. Pero no es sólo eso: es mucho más. Su fidelidad al amor hasta la muerte ha roto el círculo de mal y de pecado en el que la humanidad estaba aprisionada. Alguien como nosotros, un hombre como nosotros, ha amado totalmente, ha sido fiel a Dios totalmente, ha vivido sin pecado totalmente.
Se ha roto el círculo. Un hijo de esta humanidad ha roto el círculo del mal y del pecado. Y todos nosotros, hermanos y hermanas suyos, podemos unirnos a él, pegarnos a él, y emprender con él el camino de la vida y la salvación. El camino de Dios.
Contemplando hoy la cruz de Jesús, afirmamos nuestra fe y nuestro agradecimiento. Y, en silencio, esperamos que el fruto resplandeciente de su vida nueva se abra en la noche santa de la resurrección.
La celebración de hoy
Hoy no se celebra la Eucaristía. Jesús muere en la cruz, y nosotros esperamos poder sentarnos a su mesa mañana por la noche, celebrando su resurrección.
La celebración la empezamos hoy en silencio. Todos de pie, recibimos al celebrante y a los ministros y luego nos arrodillamos ante Jesús que da la vida por nosotros.
Luego, escuchamos las lecturas de la Palabra de Dios. La primera lectura es una nueva profecía del Siervo de Dios que se rebaja hasta la muerte por el pecado del pueblo, y es exaltado por Dios. Y luego, el evangelio nos hace escuchar el relato impresionante de la Pasión según san Juan, en el que vemos cómo Jesús, con su muerte, aparece como vencedor del mal con su amor, y nos muestra cuál es el camino para vivir auténticamente la vida humana.
A continuación de las lecturas tiene lugar la oración universal, que hoy realizamos de una forma especialmente solemne. Ante Jesús muerto en la cruz, oramos largamente, lentamente. Y pedimos que la vida nueva que brota de la cruz de Jesús renueve a la Iglesia y a toda la humanidad.
Y llegamos al acto central de nuestra reunión. En medio de nuestra asamblea de creyentes, entra la cruz. Aquel instrumento de suplicio, hoy es  para nosotros el signo de la salvación. Y todos, uno a uno, nos acercamos a besarla, para manifestar que creemos de verdad en Jesús, que queremos que él nos salve, y que estamos dispuestos a seguir su camino.
Finalmente, llevamos al altar el pan de la Eucaristía que ayer reservamos. Y comulgamos con el Cuerpo de Cristo, en la espera de la celebración de la Pascua.
Hoy terminamos la celebración también en silencio, tal como la hemos empezado. Luego se quitan los manteles del altar, y todo queda desnudo. Sólo queda la cruz. Y cada uno de nosotros, sea en la iglesia ante la cruz, o sea en casa o en cualquier otro lugar, buscaremos algún momento de silencio para que lo que hoy celebramos penetre de verdad en nosotros.
Sábado Santo
“Un gran silencio envuelve la tierra; un gran silencio y una gran soledad”, escribía un autor antiguo hablando de este día. Y dice el misal: “Durante el Sábado Santo la Iglesia permanece junto al sepulcro del Señor, meditando su pasión y muerte”.
Jesús ha muerto, y nosotros, como nos dice el evangelio que hacían María Magdalena y las otras mujeres, contemplamos su sepulcro y nos dejamos llenar nuevamente de él: de todo lo que él ha dicho y hecho, de todo lo que le ha llevado hasta la muerte. Y en él, en su rostro, vemos reflejada toda la desolación, todo el sufrimiento de la humanidad: el de cada hombre y cada mujer, de todo lugar y época, y también nuestro propio sufrimiento. Y al mismo tiempo, en este rostro, vemos también reflejada toda la esperanza, porque la muerte no es el final, ni lo es el sufrimiento, ni la desesperanza, ni tampoco la opresión y la injusticia. Más allá, está el amor y la vida.
En el credo afirmamos que Jesús, crucificado, muerto y sepultado, “descendió a los infiernos”. Los “infiernos’, aquí, no significa el lugar de los condenados, sino el lugar de los muertos. En el Antiguo Testamento, imaginaban que los que morían iban a un lugar de oscuridad, de silencio y de incertidumbre. Jesús, muerto, también va a este lugar, porque su muerte es tan real como la de cualquier ser humano.
Pero Jesús no se quedará encerrado allí para siempre. Jesús, con la fuerza del amor de Dios, vencerá a la muerte y abrirá el camino de la vida para toda la humanidad. Y hoy, Sábado Santo, mientras contemplamos a Jesús en el sepulcro, vivimos en silencio y con espíritu de oración esta esperanza. La esperanza que esta noche vamos a celebrar.
LA PASCUA
El domingo después del drama del Calvario, todo cambió, todo fue nuevo
Primero fueron María Magdalena y las demás mujeres, luego Pedro, luego los apóstoles reunidos… Desde el amanecer de aquel domingo, el domingo después del drama del Calvario, todo cambió, todo fue nuevo. Aquel Jesús a quien habían seguido, que tanto les atraía, que tanto habían amado, aquel Jesús que había acabado sus días clavado ignominiosamente en una cruz, no quedó atrapado para siempre en la muerte. Jesús, gritan primero con temores y dudas y luego con una gran alegría, está vivo, ¡ha resucitado!
Ellos, dicen una y otra vez, lo han visto, han experimentado su presencia, y han recibido su mismo Espíritu. Y ahora empiezan a entender muchas cosas: empiezan a entender que realmente Dios estaba con él, que lo que él decía y hacía era realmente el camino de Dios, y que su misma muerte, tan inexplicable, era el máximo signo de cómo Dios ama y cómo Dios quiere que amemos. Y llegan a la convicción final: Jesús era la presencia de Dios en medio de los hombres, el Hijo de Dios hecho hombre.
Hoy es el día más grande del año. Es el día en que celebramos que el amor de Jesús ha vencido para siempre sobre el mal y el pecado y la muerte. Y es el día en que celebramos el camino de vida y de salvación que Jesús ha abierto para  nosotros. Por eso, la noche de  Pascua, la noche de la resurrección de Jesús, es la fiesta más  importante para los cristianos, la  fiesta de la que ningún cristiano -¡si le es posible!- debería dejar de participar.
La Vigilia Pascual
Esta noche es la gran fiesta, la primera fiesta del calendario. De noche encendemos un fuego, y este fuego rompe la oscuridad y da paso a la luz de Jesucristo, que nosotros aclamamos y seguimos. Y poco a poco, sin prisas -es demasiado importante lo que hoy ocurre como para que podamos tener prisa-, vamos celebrando la vida que se abre paso y que termina con la celebración exultante de la Eucaristía, cuando Jesús resucitado se nos da él mismo, con toda su vida, con todo su amor que ha vencido a la muerte. Los pasos que sigue la Vigilia son estos:
El rito de la luz. Abrimos la celebración con este rito que nos muestra tan significativamente lo que hoy celebramos. La luz de Jesús resucitado está en medio de nosotros, y nosotros nos sentimos profundamente atraídos por él y le seguimos, y tomamos luz de su luz, y proclamamos nuestra fe en él. Y, todos de pie, escuchamos el pregón que nos anuncia que, realmente, la muerte y el pecado han sido vencidos, y Jesús está vivo en medio de nosotros, y Dios el Padre merece toda gloria y alabanza para siempre.
La vigilia de lecturas. Con el espíritu pacificado y tranquilo, nos disponemos a contemplar la amplia historia del amor de Dios. Siete lecturas del Antiguo Testamento (aunque a veces se dejan de leer algunas) nos llevan a recordar los grandes momentos de este camino que conduce a la salvación de Jesucristo: la creación del mundo, la liberación de Israel de la esclavitud, los anuncios proféticos de un mundo nuevo lleno del amor de Dios… Todo nos conduce hacia este momento culminante: san Pablo nos anuncia la vida nueva del bautismo, luego cantamos la alegría del Aleluya, y finalmente escuchamos la Buena Nueva del evangelio: “Sé que buscáis a Jesús, el crucificado. No está aquí: ¡ha resucitado!”.
El bautismo. El bautismo, dice san Pablo, es sumergirse con Jesucristo en la muerte y resucitar con él a una vida nueva. Al principio, los primeros cristianos celebraban siempre el bautismo en esta noche. Es el momento en que más sentido tiene celebrarlo. Por ello, si es posible, hoy se celebran bautizos. Y todos, año tras año, renovamos aquel momento en el que comenzó nuestro camino de unión a Jesucristo, aquel momento en el que empezamos a ser cristianos. Pedimos a Dios que nos reafirme en este camino, y nos comprometemos a serle fieles.
La Eucaristía. Y llegamos al momento culminante. Jesús no es sólo un recuerdo, ni es sólo alguien que nos muestra una forma de vivir. Jesús es alguien que está aquí, vivo para siempre, y se nos da como alimento para que vivamos plenamente unidos a él y nuestra vida sea su misma vida. Su camino de amor, su muerte en la cruz, su resurrección salvadora, se convierten en alimento para nosotros. Y esta Eucaristía que nos acompaña a lo largo del año, hoy, noche de Pascua, tiene para nosotros el mayor valor y la mayor riqueza.
La despedida. Hoy, para despedir la celebración, nos dirán gozosamente: “Podéis ir en paz, Aleluya, Aleluya”. Y nosotros, con la misma alegría, daremos gracias, y nos felicitaremos, y nos sentiremos llamados a llevar el amor de Jesucristo a todas partes, todos los días, en toda nuestra vida.

EL DOMINGO DE RESURRECCIÓN
Las celebraciones de estos días concluyen con el domingo de resurrección. La Vigilia Pascual es desde luego el gran momento, la gran fiesta. Pero el domingo esta fiesta continúa.
La celebración de la Eucaristía de este día es un anuncio gozoso de la victoria de Jesús sobre la muerte, y de la vida nueva que él inicia. En el salmo proclamamos: “La piedra que desecharon los arquitectos, es ahora la piedra angular”. Y realmente es así. Jesús y su camino de amor fueron rechazados, destruidos. Pero el amor de Dios es más fuerte que todo el mal del mundo, y ahora nosotros nos podemos reunir para afirmar, una vez más, nuestra fe en él, que vive para siempre y nos acompaña siempre. Y podemos cantar, con el antiguo himno que decimos hoy antes de escuchar el evangelio: “Lucharon vida y muerte en singular batalla y, muerto el que es la Vida, triunfante se levanta”.
Jesucristo, “muriendo destruyó nuestra muerte, y resucitando restauró la vida”. Y nosotros lo celebramos con toda la alegría.
Cincuenta días de fiesta
El domingo de Pascua iniciamos un tiempo de cincuenta días en honor del Señor resucitado, cincuenta días para vivir y alegrarnos de la vida nueva que hemos recibido, cincuenta días que, como decían los escritores antiguos, son como un solo día.
El tiempo de Pascua es el tiempo de la gran alegría, porque el Señor ha vencido el mal y la muerte. Sí, nuestra vida seguirá siendo dura y difícil, y además seguiremos sintiendo la angustia de descubrirnos pecadores, incapaces de amar como el Señor nos ha amado. Pero viviremos esos sentimientos con la mirada puesta en aquel que va delante de nosotros, y nos ilumina, y nos dice que su camino conduce a la vida para siempre.
Durante esos cincuenta días recordaremos una y otra vez lo que significa para nosotros la resurrección de Jesús, y recordaremos el bautismo que nos unió a él, y celebraremos con mayor gozo y sentido la Eucaristía en la que él mismo se nos da como alimento de vida eterna, y seremos testigos, con nuestras acciones y con nuestra palabra, del amor que él nos ha dado.
Y esos cincuenta días nos conducirán a la fiesta en la que celebramos el don del Resucitado para nosotros: el don del Espíritu Santo, que conmemoramos el domingo de Pentecostés, el día en que solemnemente se concluye el tiempo pascual.
La Vigilia Pascual es el gran momento, la gran fiesta. Pero cada domingo esta fiesta continúa.

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