«¡Venga! ¡Es tiempo de alegría, júbilo, dicha!» «¡Alégrate! ¡Vamos!»
Uno empieza con esta retahíla, sazonada con cantos de gloria y resurrección. Parece que es lo que toca, litúrgicamente, ¿no? No es tan sencillo. Con la Pascua puede ocurrir algo semejante a lo que ocurre en Navidad. Mucha gente se siente descolocada y fuera de lugar en una época en la que parece que se impone la alegría por decreto. Y aunque la Pascua no tiene, socialmente, tanta densidad y proyección en la sociedad civil como la Navidad, sin embargo los creyentes nos podemos encontrar con la misma desazón.
Advierto de esto porque, dada la coyuntura, la crisis y los problemas que atenazan a muchas personas, una invitación demasiado ligera al regocijo podría resultar frustrante. Pero, por otra parte, resulta que sí es tiempo de celebración. Sí que volvemos a conmemorar la respuesta definitiva de Dios que, en la resurrección, hace firme la promesa y hace definitiva la buena noticia. ¿Cómo asomarnos a ello?
Primera pista. Uno diría que los tiempos litúrgicos no suponen forzar sentimientos de temporada. Ahora toca alegría, ahora tristeza, ahora arrepentimiento, ahora entusiasmo… En realidad, los sentimientos tienen que ver con tantas circunstancias de la vida, que no podemos forzarlos. Uno entra en la Pascua desde donde está en este momento, puede ser lleno de satisfacción, pero también puede ser sacudido por la tormenta y lleno de zozobra.
Segunda pista. Los tiempos litúrgicos no hablan, primero, acerca de uno mismo, sino de Dios, que, en Jesús, se nos sigue revelando. Su historia nos habla. Su vida es una ventana abierta a Dios y un espejo de nuestras propias vidas. Por lo tanto, estemos donde estemos, lo que sí está en nuestra mano, en este tiempo de Pascua, es escuchar. Tratar de acoger una palabra, una noticia, un mensaje y una historia que habla a los hombres y mujeres de hoy.
Tercera pista. A veces nos cuesta figurarnos cómo fue eso de la resurrección, y qué es lo que experimentaron los discípulos. Les imaginamos tan felices, tan encantados y liberados tras la tormenta, que, en ocasiones, lo que su seguridad despierta en nosotros es más la añoranza de algo semejante que el contagio. Pero en realidad, si pensamos en aquellos primeros testigos, descubrimos que la experiencia de la Pascua es, sobre todo, una experiencia de búsqueda; una sucesión de intuiciones, de destellos, de palabras compartidas, de testimonios de quienes comparten lo que han visto. Es fascinante intuir, tras esos relatos y esas vidas que en las próximas semanas vamos a contemplar, las preguntas que se harían: “Dicen que le han visto…” “Le reconocieron, pero luego no estaba…” “¿Será él?” “Pero, ¿no estaba muerto?” Quizás esa dimensión de la búsqueda es la que mejor encaja con la situación de tantos hombres y mujeres hoy en día. Buscamos respuestas. Buscamos al Dios vivo. Buscamos, desde la confianza en el testimonio transmitido de generación en generación. Y desde la confianza de lo que alguna vez intuimos dentro.
Y ahí está la cuarta pista. La experiencia de fe es una experiencia de confianza. Confianza en los testigos que lo cuentan. Confianza en las certidumbres de otros que, a menudo, sostienen las nuestras. Confianza en la promesa de vida, y en que la muerte no ha tenido la última palabra. Confianza en el fuego que se despierta a veces cuando escuchamos el evangelio, algo se remueve muy dentro, y como aquellos de Emaús podemos decir: “¿No estaba ardiendo nuestro corazón cuando nos explicaba las escrituras?”
Así que éste es el tiempo pascual que tenemos por delante. No se trata de zambullirnos en sentimientos de saldo y temporada, sino de confiar en una historia de la que seguimos siendo parte, y lanzarnos a buscar. En la celebración, en la oración y en la vida cotidiana. Destellos, palabras, gestos, que nos permitan comprender, con la cabeza y el corazón, que la Vida es más fuerte que el mal. Que el Amor es más fuerte que la muerte. Y que hay Quien nos espera en algún recodo del camino.
José María Rodríguez Olaizola, S.J.
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