La cuaresma no puede hacer olvidar que toda fiesta cristiana está marcada por la alegría. Y por el perdón también.
De la muerte a la vida
Como siempre fariseos y escribas están al acecho. Censuran la acogida que Jesús da a los considerados pecadores públicos y, en consecuencia, marginados y despreciados por ellos (cf. Lc 15, 1). Esto da lugar a que Lucas nos transmita tres bellas parábolas que expresan la razón de la actitud del Señor. Las dos últimas son propias de este evangelio. La que se lee este domingo es la tercera. Conocida tradicionalmente como la parábola del hijo pródigo, podría ser llamada mejor la del padre bondadoso.
En efecto, en ella el personaje central es el padre. El hijo menor se arrepiente de su comportamiento, y habiendo dilapidado su herencia se encuentra reducido a la miseria; conociendo a su padre sabe que puede ir a pedirle perdón (cf. v. 11-19). Por experiencia conoce el amor de su padre, es importante subrayarlo. Pero la reacción de éste lo abrumará. Había preparado mentalmente su fórmula de arrepentimiento. El padre no le deja hablar, es él quien corre al encuentro del hijo, él toma la iniciativa de abrazarlo. El hijo recita la frase largamente meditada, pero ante el amor del padre ella se convierte en una formalidad (cf. v. 20-21). Más que del pecador arrepentido el perdón es cosa de quien acoge. Perdonar es dar vida.
Amar y festejar
La alegría del padre, como toda verdadera alegría, busca comunicarse, no queda en él. Por eso organiza una fiesta para que otros también se alegren de la amistad rehecha (cf. v. 21-24). El hijo mayor, el que siempre se había portado bien, no entiende lo que sucede. Es más, se irrita con el padre y reclama lo que considera sus derechos (cf. v. 25-30). Su actitud recuerda aquella que Mateo relata en la parábola de los trabajadores de la hora undécima (cf. 20, 1-16). Aquellos que habían estado laborando desde el comienzo del día no aceptan que a los recién llegados se les pague lo mismo que a ellos. Jesús les dirá que tienen «ojo malo»; es decir, que son incapaces de entender la gratuidad del amor. Eso pasa con el hijo mayor. El gozo del padre se debe a que el hijo que ha regresado a casa ha vuelto a la vida.
No percibir la gratuidad del amor es no entender el evangelio. Convirtiéndolo en un simple conjunto de obligaciones, de reglas exteriores, o en aval de autoridades sin solvencia moral, hacemos una caricatura de él. Sólo la gratuidad del amor garantiza su capacidad creadora de caminos para expresarse y que, por consiguiente, podamos decir: «Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado» (2 Cor 5, 17). La novedad viene del amor permanente de Dios que hace siempre nuevo nuestro amor por los demás (cf. v. 18-19). Somos «enviados» de esa novedad que nos revela Cristo Jesús (cf. v. 20).
Gustavo Gutiérrez
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