Hoy comenzamos un nuevo ciclo litúrgico. El anterior terminó el domingo pasado con la celebración del Bautismo de Jesús, en el que el Padre le reconocía y proclamaba como su enviado: “Este es mi hijo: escuchadle”.
Nos encontramos, pues, en un momento litúrgico oportuno para recapitular lo visto últimamente y fijar nuestra posición para las próximas Eucaristías. Durante el Adviento contemplamos a la cultura actual como capaz, no solamente de destrozar a las personas, sino también, de agotar los recursos del cosmos, hasta convertirlo en una de nuestras más urgentes preocupaciones.
De la mano del Papa Francisco en su Encíclica “Laudato, Sí”, descubríamos suficiente ideología como para rectificar los errores cometidos en ambos campos. También se señalaban compromisos concretos para conseguirlo.
Acabamos el Adviento con la pregunta de si nosotros estaríamos dispuestos, como Jesús a su entrada en el mundo, a decir: aquí estoy Padre para hacer tu voluntad.
En la Navidad, vivimos gozosos el nacimiento de Jesús que se nos ofrecía como el “patrón” capaz de llevar la lamentable barca de nuestra cultura a la otra orilla, a algo completamente diferente, que superara cualquier intento de parchearla para seguir tirando malamente.
Estamos, pues, ante un desafío que nos convoca a todos, al menos por tres razones importantes: porque todos estamos en deuda con una verdadera civilización al haber contribuido en mayor o menor parte al desastre de la actual, porque a todos nos urge cambiar de rumbo, puesto que todos estamos en el mismo barco que se hunde y porque nos lo pide Dios.
La urgente necesidad del cambio no es percibida exclusivamente por la moral cristiana sino también desde el campo de la ciencia, como nos recordaba el Papa en la primera parte de la Encíclica, y del filosófico.
El célebre pensador Friedrich Dürrenmat afirma en una de sus obras:“Antes que nada, necesitamos una nueva era de la Ilustración. Nuestros sistemas políticos actuales tienen que renunciar a sus derechos sobre la verdad, la justicia y la libertad y hay que reemplazarlos con la búsqueda de la verdad, la justicia, la libertad y la razón”
Otro pensador de muy distinto corte, Nietzsche, a finales del XIX, en una de sus obras “La Ciencia Gaya” describe así la situación del mundo.
“No habéis oído hablar de aquel hombre que fue corriendo a la plaza y gritó «¿Qué ha sido de Dios?». «Os lo voy a decir. Lo hemos matado. Vosotros y yo lo hemos matado. ¡Todos nosotros somos sus asesinos!
PERO, ¿cómo hemos hecho esto? ¿No estamos navegando como a través de una nada infinita? ¿No nos roza el soplo del vacío? ¿No hace ahora más frío que antes? ¿No cae constantemente la noche, y cada vez más noche?”
Fue una pena que tras este espantoso panorama, Nietzsche, el gran ateo, defensor de la muerte de Dios, en lugar de tratar de resucitarlo, se contentara con proponer como solución la aparición del superhombre, del hombre convertido en dios.
“¿No hemos de convertirnos nosotros mismos en dioses para aparecer dignos de él? Continúa Nietzsche.
Tremendo error; el superhombre ario costó la segunda guerra mundial: millones de hombres entre muertos y heridos, cientos de pueblos destrozados, hambre y miseria por todas partes.
No. No es esa la solución. Y no lo es porque el hombre no es Dios y al no serlo no sabe serlo. Cuando el hombre sueña con ser Dios muchos millones ya no vuelven a soñar, solo tienen pesadillas.
Ciertamente hemos de pasar a la otra orilla y crear allí otra civilización, pero no de superhombres, sino de hombres, que conscientes de su grandeza y de su límite, cooperan en franca armonía con Dios y con los demás en la obra de la creación.
Una civilización alejada de los funestos fundamentos de la actual: el relativismo, la visión preferentemente utilitarista del hombre y la ausencia de Dios.
La posibilidad está ya anunciada por el Profeta Isaías (62,1-5) “La ciudad abandonada y devastada se convierte en desposada y amada por Dios”.
Jesús, (Jn. 2,1-11) comienza su actuación en Cana de Galilea y San Pablo nos alecciona sobre la acción del Espíritu sobre la comunidad mediante el reparto de sus dones.
La acción de Dios está garantizada. Jamás abandona al mundo. PERO, ¿estamos nosotros dispuestos a colaborar?
De momento, tomemos conciencia de la situación en la que nos encontramos y pidamos a Dios luz y fuerza para cambiarla. AMÉN.
Pedro Saez
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