Fco. Javier Goñi, cmf
Queridos hermanos:
“Predicando en las sinagogas y expulsando los demonios”. Así de conciso se muestra Marcos para resumir la actividad evangelizadora de Jesús. El texto del Evangelio de hoy podría ser, en efecto, un resumen del quehacer diario de Jesús: después de predicar en la Sinagoga cura enfermos, se retira a un lugar apartado para orar y se traslada a otra población, “para predicar también allí”. Jesús, consciente de su misión, se dedica por completo a anunciar la Buena Nueva, a invitar a la conversión y a hacer signos creíbles que avalen la anunciada cercanía del Reino; pero sabe reservarse sus tiempos. Sobre todo para orar, para ponerse en relación con su Padre, el que le había enviado. Pero también para estar con sus discípulos y amigos.
Y es que la misión de Jesús, igual que la nuestra que no es sino continuación de la suya, tal y como lo encomendó a su Iglesia, sólo tiene sentido en el marco de las relaciones personales. La relación personal con el Padre Dios, por supuesto, pero también las relaciones personales con sus amigos y sus hermanos en la misión, y con la gente misma a la que se dirigía. De hecho, Jesús despliega toda su acción misionera y salvadora en relaciones personales, en el tú a tú. No podría ser de otra manera: es el Amor que nace de Dios y que se transmite de tú a tú a cada persona en una relación también de amor.
A veces entendemos mal nuestra acción misionera. Como si fuera cosa de “hacer” muchas tareas, o de emprender grandes “proyectos”, o cosa de ideas a transmitir, o… No. La misión de Jesús, como la nuestra, sólo tiene sentido en el ámbito de las relaciones personales, en el tú a tú, en el terreno del amor real y concreto. Por eso sólo puede desplegarse desde una comunidad de hermanos de los que se pueda decir “mirad cómo se aman”. Por eso sólo nace de una relación profunda y constante con Dios mismo. Por eso sólo se puede realizar desde el encuentro y la cercanía del tú a tú, especialmente con los más pobres, sufrientes y excluidos.
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