27 octubre 2015

Domingo 1 noviembre: Sobre el Evangelio

Mateo es un buen catequista: ordenado, esquemático, didáctico. Es un escriba que muestra una gran capacidad para organizar el relato, extraña a los otros tres evangelistas. Por eso, es el que más ha influido en la historia de la Iglesia. Un buen ejemplo es el texto con que se abre el discurso del monte: las bienaventuranzas.
Jesús sube al monte, acompañado de los discípulos y una gran cantidad de gente (Mt 7,28-29). Se presenta como un maestro que, sentado, imparte su enseñanza. Recuerda a Moisés quien también subió al monte, pero a diferencia de él, Jesús no recibe una enseñanza (la ley) sino que es quien la imparte e interpreta. Y, también a diferencia de los otros maestros, su enseñanza no es una más, sino que «enseña con autoridad».
Las bienaventuranzas se dirigen a los discípulos, en primer lugar, pero también a la gente en general. Por un lado está el grupo más cercano e íntimo de los discípulos que se acercan a Jesús y a los que instruye con mayor detenimiento. Por otro lado, está “la gente”, en la que se puede descubrir a discípulos potenciales. En ellos están reflejados los lectores que acogiendo el mensaje de Jesús se sitúan en su seguimiento.

Muchas veces las bienaventuranzas han sido consideradas como un “opiáceo” para la conciencia del cristiano: aquellos que siguen a Jesús han de “ser buenos”, humildes, pobres, soportar la persecución de un modo pasivo… porque recibirán una recompensa al fin de los tiempos. Se ha interpretado como si avalaran un alejamiento y abandono de las realidades del mundo. Lo importante sería la recompensa futura. Sin embargo, las bienaventuranzas son un motor de vida plena, de transformación de la realidad.
Jesús declara felices, bienaventurados, a una categoría de personas a las que la sociedad no considera así. Con esta declaración modifica la realidad, cambia radicalmente los valores de la “sabiduría humana”. Hay una realidad nueva. Aquellos que para el mundo son los perdedores, son realmente bienaventurados a los ojos de Dios, del nuevo mundo que Él ha prometido.
A la luz del Reino de Dios (Mt 4,17), Jesús no declara bienaventurada la situación objetiva. Los pobres no son felices porque sean pobres. Son bienaventurados porque su situación es transformada por la llegada del Reino, que proyecta una luz nueva sobre ellos. La jerarquía de valores del hombre queda transformada: los perdedores son los beneficiarios de la salvación de Dios. La razón de la bienaventuranza no es la condición histórica de la persona, sino el Reino de Dios que transforma radicalmente los criterios humanos.
Dios es el sujeto que realiza esta transformación. Él es quien se empeña en cambiar la situación. El “pasivo divino”, forma verbal que se utiliza en las bienaventuranzas, significa que es Dios quien, personalmente, se compromete en transformar la realidad. Dios está con los perdedores del mundo y se empeña en hacer justicia a favor suyo. No es imparcial, porque su proyecto es la defensa de quien no puede defenderse, la felicidad de quien aparentemente no puede ser feliz.
La última bienaventuranza es importante para comprender el alcance de las anteriores. La persecución que se deriva de hacer la voluntad de Dios no es ajena al hecho de ser discípulo. No es buscada ni querida, pero no es accesoria; es constitutiva del discipulado. Vivir el estilo de vida de Jesús, los valores del Reino, conlleva persecución. Como lo vivió Él, así también el discípulo.
Óscar de la Fuente de la Fuente

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