Fernando Torres Pérez, cmf
Vamos a ser realistas: el tema de la muerte nos asusta. Sabemos que tenemos que morir. Pero ese paso nos aterra. Supone el fin del terreno conocido, de las relaciones que nos mantienen, que nos hacen felices. Supone una frontera más allá de la cual todo es oscuro, todo conjeturas, todo imaginación. Y si nos asusta es precisamente porque no queremos morir, porque amamos la vida. Porque la vida, nuestra vida, mi vida, es un regalo excepcional que, cuando nos paramos a pensar, nos damos cuenta de que no agradecemos nunca del todo. Tenemos problemas. La vida es trabajo y esfuerzo. Supone muchos conflictos. Pero también tiene momentos absolutamente geniales que nos hacen tocar un mundo diferente, lleno de plenitud, de Vida con mayúsculas. Sólo por esos momentos diríamos que la vida vale la pena. Pero esos momentos buenos también nos hacen ver con más claridad, y según van pasando los años, lo que la vida tiene de muerte. Lo que pesa el paso infatigable del tiempo que se nos escapa entre las manos casi sin darnos cuenta.
Jesús nos habla de vida eterna, de vida plena, de vida para siempre. Su palabra es promesa, es fe, es esperanza. Su palabra se basa en su experiencia del Padre Dios, que es padre de amor, padre de vida, padre que no quiere nuestra muerte sino nuestra vida.
Lo bueno de esto es que la promesa de Dios está ahí y es más fuerte que nuestras ideas sobre ella. Podemos fiarnos o no fiarnos de ella. Pero eso no cambia a Dios. Su amor es más fuerte que lo que nosotros pensemos de él. No va a haber cielo para los creyentes e infierno para los no creyentes. Dios nos quiere a todos porque todos somos sus hijos. Los que lo conocemos y confesamos y los que, por las razones que sean, lo desconocen o niegan.
Lo que puede ser muy diferente es nuestra actitud ante la vida si confiamos en su palabra. Desde la fe no hay lugar para la desesperación ni para el abandono. Desde la fe se establece una base para la solidaridad con los hermanos y hermanas. Desde la fe experimentamos el amor del Padre y lo compartimos con los que viven con nosotros. Desde la fe anticipamos ya el gozo de la resurrección y sabemos que esta vida nuestra no es más que una semilla, un comienzo, de algo mucho más grande y mejor que Dios nos tiene reservado al final del camino.
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