13 febrero 2015

Viernes V de Tiempo Ordinario

¿PECADORES?

Génesis 3,1-8. ¿Por qué el hombre, el amor, el mal?… El Yahvista se niega a ver el pecado en la naturaleza del hombre; lo sitúa en su historia, donde el hombre vive su libertad; y también subraya la solidaridad de los humanos en la culpa. Un animal como los del fabulista De la Fontaine, una mujer parlanchína y un hombre débil… y se produce el drama. Apenas ha acabado Dios de sacar al mundo del caos, cuando el hombre vuelve a sumirlo en él.
El animal es astuto. Primero induce a la mujer a salir en defensa de Dios: «Dios ha dicho que no comáis de ningún árbol del jardín». Pero Dios nunca ordenó eso; solamente prohibió comer del árbol del conocimiento del bien y del mal (es decir, de todo conocimiento). Además, las palabras de esta serpiente son intencionadamente ambiguas: «Cuando comáis de él… seréis como Dios en el conocimiento del bien y del mal». Pero el hombre, que había sido creado a «imagen de Dios», ¿no estaba llamado precisamente a eso? Lo importante consiste, evidentemente, en saber cómo se logra auténticamente esa imagen: ¿robando el fuego del cielo, como hizo el Prometeo pagano, o haciéndose «obediente hasta la muerte», como Cristo? Convertirse en dioses ¿no es suprimir a Dios y, por ello mismo, destruir al hombre como ser creado? La leyenda de los dioses celosos es tan vieja como la humanidad, pero el Yahvista la reinterpreta aquí a su manera, una manera psicológica, para despojarla de su colorido mítico. Pone ante Eva la imagen de un Dios celoso de sus prerrogativas y de su rango o, dicho de otra manera, la imagen de un Dios rival del hombre.

Eva es seducida, porque el fruto es agradable a la vista, sabroso y deseable para adquirir con la inteligencia. Codicia de los ojos y de la carne, orgulloso confianza de poseer (ver 1 Jn 2,16). Conquistada la mujer, ésta seduce a su marido. A la inocencia primitiva sucede una ruptura que alcanza al hombre en lo más hondo de su ser: se le abren los ojos y descubre que está desnudo.
El salmo 31 es un canto de acción de gracias. Contiene las fórmulas con las que el sacerdote da la bienvenida a los fieles llegados al templo para dar gracias a Dios. Como contrapunto a la lectura, damos gracias a Dios por Cristo Salvador.
Marcos 7,31-37. Relato de un milagro como muchos otros relatos de la época. Discreción de Jesús, que actúa alejado de la vista de las multitudes, como si quisiera subrayar la trascendencia del acontecimiento; contacto físico, recurso a las cualidades medicinales de la saliva y suspiro de Jesús para indicar la fuerza de la resistencia que había que vencer: Marcos describe el milagro como lo haría un escritor pagano.
Pero es evidente que este contexto pagano es lo que proporciona al gesto su hondo significado. El exorcismo de la pequeña cañonea había demostrado que Jesús curaba a los paganos de su impureza fundamental; la curación del sordo-tartamudo concluye lo que aquel exorcismo había comenzado. En efecto, liberados de los demonios, los paganos son ahora capaces de escuchar la palabra divina y de bendecir a Dios. Ellos se benefician, exactamente igual que los judíos, de lo que Isaías había anunciado: «Los oídos de los sordos se abrirán… y la lengua del mudo lanzará gritos de júbilo». En Jesús surge una nueva humanidad, y la multitud exclama: «Todo lo ha hecho bien».

«Se escondieron de la vista de Yahvé». Este es el drama del hombre: que no puede soportar la mirada del otro; que se siente juzgado, condenado. Porque sabe que en su vida se ha introducido el fallo.
Pecado original, pecado de Adán. Pecado original, porque marca a todo hombre en su origen mismo y habla de la rotura que nos desgarra a todos. Pecado de Adán —en hebreo, «Adán» significa «hombre»—, esto es, nuestra condición de pecadores.
El pecado llamado «original» salta a la vista. Está en la base de todas las instituciones; hace necesarios los gobiernos y los Estados, las estructuras de la policía y de la justicia, el mundo de los controladores y de los registradores, los ejércitos y los armamentos. El pecado original nos ha enseñado a contar, a medir y a escribir; ha hecho progresar nuestra atención, nuestra imaginación y nuestra inteligencia. Nos ha costado la sangre de millones de hombres; devora nuestros recursos más limpios. Son muchos los oficios que tienen como única finalidad oponerse a él. Está tan metido en la sustancia misma de nuestras vidas cotidianas que hemos llegado a no verlo; habita dentro de nosotros, se ha instalado ahí, cambia con nosotros. Pero, bajo su infinita variedad de formas, es él; siempre es el gesto de Eva de apoderarse de la manzana, el gesto del egoísmo y de la apropiación, lo opuesto al amor. El pecado, básicamente ligado al conocimiento de sí mismo, es elegirse a sí afirmarse contra los demás y en detrimento de ellos, buscarse a sí mismo. Nada hay tan natural como este pecado. Pero no estamos destinados a una vida natural.
Fueron a esconderse. No podían soportar la mirada ajena. No tardarán en no soportarse a sí mismos: —«Fue la mujer que me diste la que cogió el fruto; —«A mí me lo presentó la serpiente». Cada uno recibía su vida de los otros, existía por los otros, gracias a los otros. En adelante, cada cual vivirá para sí y contra los demás. El otro se convierte en un competidor, en un objeto al que explotar o manipular, en una coartada.
«Se les abrieron los ojos a los dos, y descubrieron que estaban desnudos». Fueron a esconderse y descubrieron su mísera condición. ¿Estaremos condenados a vivir gimiendo en medio de nuestra miseria? Alzad los ojos y mirad: allí surge un hombre, recorre el país de las tinieblas y se acerca a los hombres ciegos, sus hermanos. «Effatá», «ábrete»: con los ojos alzados al cielo, Jesús suspira. Realiza los gestos creadores sobre el hombre prisionero de sí mismo, como hizo Dios la primera mañana del hombre, modelándolo con sus manos e insuflándole su aliento. Pero los gestos de Jesús se harán salvadores solamente a través del suspiro, del grito, de los ojos cerrados del Señor en la cruz. Cara le cuesta a Dios su comunión con el hombre. Pero Dios no cierra los ojos ante el precio que tiene que pagar, ni esconde la cara; asume la mediocridad de los hombres para elevarlos hasta él. Jamás será el pecado la última palabra de nuestra vida: «¡Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia!»

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