Cuando escribe el profeta Ezequiel, el pueblo se encuentra en el destierro, sin esperanza y desalentado bajo el peso de un castigo que considera inmerecido, al creer que están pagando por las culpas de sus padres. Israel tenía muy vivo el sentido de responsabilidad colectiva del pecado: el pecado de los otros, de los míos, es también mi pecado. Y ante tal situación, Ezequiel recoge y subraya el pensamiento del profeta Jeremías: hay un pecado personal, es decir, cada uno es responsable de sus acciones en primera persona. Cada uno decide su propio destino con su comportamiento. Fue un gran avance teológico, y una ayuda esencial para vivir con esperanza aquella situación difícil, saliendo de la pasividad y la desesperanza.
Quizá en nuestras circunstancias actuales de globalización, al mismo tiempo que se da un marcado sentido del individualismo, convendría recuperar y subrayar la dimensión comunitaria del pecado, y lo que se han llamado «las estructuras de pecado».
A muchos hermanos les cuesta comprender por qué para pedir perdón a Dios, hay que contar con la mediación comunitaria o con un sacerdote. Ven el tema como un «asunto privado» que no afecta para nada a los demás: entre Dios y yo, y ya está.
+ Pero, por una parte, el mismo Jesús nos dice que no es posible el encuentro con Dios (la «ofrenda», la oración, la Eucaristía, la limosna, etc), si no ha habido primero una reconciliación con el hermano al que he ofendido, o incluso que se ha sentido ofendido, aunque yo no lo pretendiera (si tiene algo contra ti...).
+ Por otra parte, todo lo que signifique falta de exigencia personal, no ser fiel, transigir con actitudes lejanas al Evangelio, aunque no afectaran directamente al hermano (cosa difícil), contribuyen a la falta de testimonio, a oscurecer la santidad de la Comunidad, a fomentar la mediocridad y a «privatizar» el seguimiento de Jesús. Necesitamos la ayuda y el estímulo de los otros, y tenemos la responsabilidad de ser luz y sal. Mis pecados, por muy íntimos que sean, manchan la santidad de la Iglesia, y salpican casi siempre a los hermanos.
Al mismo tiempo, formamos parte de una sociedad que vive unas claves que no contribuyen para nada a la fraternidad, a la justicia (cinco veces se repite esta palabra en el breve pasaje de Ezequiel), a la paz. Unas claves que son «contagiosas» y de las que fácilmente participamos todos: el consumo irresponsable, la destrucción de la naturaleza, la absolutización de la economía por encima de la persona, la marginación/descarte de los más débiles, la superficialidad de nuestras relaciones, la corrupción y el desprestigio de los cargos y responsabilidades públicas, el uso de dinero negro, etc... Ante las que parece que nada se puede hacer. Y es que «todos son iguales», «no tiene remedio», es «lo normal, lo hace todo el mundo»...
Quizá en nuestras circunstancias actuales de globalización, al mismo tiempo que se da un marcado sentido del individualismo, convendría recuperar y subrayar la dimensión comunitaria del pecado, y lo que se han llamado «las estructuras de pecado».
A muchos hermanos les cuesta comprender por qué para pedir perdón a Dios, hay que contar con la mediación comunitaria o con un sacerdote. Ven el tema como un «asunto privado» que no afecta para nada a los demás: entre Dios y yo, y ya está.
+ Pero, por una parte, el mismo Jesús nos dice que no es posible el encuentro con Dios (la «ofrenda», la oración, la Eucaristía, la limosna, etc), si no ha habido primero una reconciliación con el hermano al que he ofendido, o incluso que se ha sentido ofendido, aunque yo no lo pretendiera (si tiene algo contra ti...).
+ Por otra parte, todo lo que signifique falta de exigencia personal, no ser fiel, transigir con actitudes lejanas al Evangelio, aunque no afectaran directamente al hermano (cosa difícil), contribuyen a la falta de testimonio, a oscurecer la santidad de la Comunidad, a fomentar la mediocridad y a «privatizar» el seguimiento de Jesús. Necesitamos la ayuda y el estímulo de los otros, y tenemos la responsabilidad de ser luz y sal. Mis pecados, por muy íntimos que sean, manchan la santidad de la Iglesia, y salpican casi siempre a los hermanos.
Al mismo tiempo, formamos parte de una sociedad que vive unas claves que no contribuyen para nada a la fraternidad, a la justicia (cinco veces se repite esta palabra en el breve pasaje de Ezequiel), a la paz. Unas claves que son «contagiosas» y de las que fácilmente participamos todos: el consumo irresponsable, la destrucción de la naturaleza, la absolutización de la economía por encima de la persona, la marginación/descarte de los más débiles, la superficialidad de nuestras relaciones, la corrupción y el desprestigio de los cargos y responsabilidades públicas, el uso de dinero negro, etc... Ante las que parece que nada se puede hacer. Y es que «todos son iguales», «no tiene remedio», es «lo normal, lo hace todo el mundo»...
Pues aquí nos vendría bien unirnos (y mejor aún encabezar) a la llamada de tantas Organizaciones Sociales que nos invitan a ir contracorriente: muchos pocos... pueden hacer mucho: reciclar aunque muchos no recicle, no comprar mercancías con excesivos e inútiles embalajes, evitar el malgasto de agua, papel, luz, combustibles... El no comprar en aquellos centros que abusan laboralmente de sus trabajadores (dentro o fuera de nuestro país), no pagar nunca en negro, meditar mucho más en nuestro voto, revisar y mejorar la austeridad personal, denunciar cuando sea necesario, exigir responsabilidades, evitar hacer generalizaciones en los juicios, acoger al «distinto», etc
Esto quizá no lo resolvamos todo. O quizás sí. Pero al menos que no contribuyamos con nuestros «pecados personales» a agrandar estos «pecados sociales». También estos temas son temas de conversión, de arrepentimiento, de propósito de la enmienda, etc
Podría hoy ser una ocasión estupenda para revisar todo esto, y que «antes de celebrar los Sagrados Misterios»... seamos conscientes y hagamos algo... (reconozcamos) que se puede y se debe cambiar.
Enrique Martínez, cmf
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