12 enero 2015

Lunes I de Tiempo Ordinario

ÚLTIMA PALABRA
Hebreos 1,1-6. La comprensión «moderna» de la epístola a los Hebreos puede resumirse en tres negaciones. Esta carta no es una carta, sino una homilía; no va dirigida a los judíos, sino a cristianos muy antiguos. Por último, su autor no es Pablo, aunque coincida en más de un punto con la doctrina del apóstol.
La epístola habla básicamente de Cristo y culmina afirmando el inigualable valor de su sacerdocio y de su sacrificio. Arranca con un exordio solemne en el que se recuerdan las innumerables intervenciones de Dios en la historia humana, y se afirma que Cristo inauguró con su obra redentora los últimos tiempos, siendo tanto más superior a los ángeles «cuanto más sublime es el nombre que ha heredado». El punto que el autor de Hebreos se propone desarrollar en primer lugar es la glorificación de Cristo; con tal fin, empieza estableciendo la dignidad de Jesucristo y la posición que ocupa con respecto a los ángeles. Oponiéndose a determinados círculos que atribuían a los ángeles un papel salvífico, cita algunos pasajes de la Escritura que atestiguan que el nombre de Hijo le fue dado a Cristo por Dios, no a las potestades angélicas.

El Salmo 96 es una imitación de los cánticos de victoria, utilizados al entronizar el arca de la alianza al finalizar una campaña militar; estos cánticos volvieron a ser utilizados en el templo de Jerusalén, en el marco de la fiesta de los Tabernáculos. Este salmo, de composición reciente, emplea materiales antiguos, especialmente un poema teofánico.
Marcos 1,14-20. Se ha vuelto una página; el encarcelamiento de Juan Bautista deja libre el campo al Mesías. Juan había bautizado con agua; Jesús bautizará en el Espíritu Santo. Por el momento, se dirige a Galilea, donde proclamará la buena noticia de Dios. Jesús invita a los hombres a concienciarse; su palabra les coloca frente al proyecto liberador de Dios. En efecto, el Reino no llegará a manifestarse por completo sino cuando todos los hombres hayan descubierto en Jesús la fuente de la felicidad a la que aspiran. Esta es la razón por la cual Jesús inaugura su predicación en Galilea, la provincia judía más abierta al mundo pagano.
Su palabra es eficaz, de entrada. Jesús detiene su marcha junto al «mar» de Galilea e invita a cuatro hombres a seguirle. La circunstancia en que tiene lugar este llamamiento hace que éste sea significativo: en efecto, en la Biblia, el mar está considerado como la guarida de las fuerzas hostiles a Dios y a los hombres. Así pues, el llamamiento de Jesús libera a los cuatro primeros discípulos de las fuerzas que intentaban sofocar en ellos la obra divina. Los pescadores del lago lo dejan todo, pues ésta es la condición requerida para seguir a Jesús.
Para el hombre, ¡hablar es vivir! Por la palabra da sentido a las cosas y al mundo. Por medio de la palabra se hace hombre, al recibir de los otros el significado de los vocablos, de los seres y de la realidad. Habla el hombre, y su palabra da forma al mundo. Nace el hombre en un mundo en el que se habla, y se despierta a un mundo que ya tiene un sentido y que es un universo en el que los seres y las cosas ocupan un determinado lugar que les ha sido asignado. Y, a todo lo largo de su vida, el hombre se arriesgará a hablar de lo que vive, de lo que siente y de lo que es, sin llegar nunca a agotar la palabra capaz de expresar la totalidad de su existencia. El hombre intenta decirse a sí mismo: para él, ¡hablar es vivir!
También para Dios ¡hablar es vivir! Desde el principio, Dios existe hablando. Palabra del Padre que, desde siempre, engendra una palabra que responde a su ternura, Verbo nacido en el seno mismo de Dios, Hijo único porque es la Palabra que responde perfectamente a la ternura ofrecida. Dios es diálogo en su mismo ser: Padre e Hijo, palabra en concordancia tal que suscita una misma respiración, el Espíritu. Para Dios, existir es hablar.
Yo diría —permítaseme la expresión— que es de la misma naturaleza de Dios el decirse, el hablar y el revelar su nombre. Pero la noticia extraordinaria de nuestra fe cristiana es ésta: cuando Dios habla a los hombres, su Palabra no es regulada por su ser divino, sino por el espíritu del hombre con el que entra en comunicación. Cuando Dios, movido por amor, toma la iniciativa de proponer la participación de su vida al hombre, entra en el juego de las leyes del amor, que quiere que sea «el otro» el que condicione mi amor; para realizar Dios esta comunión con el hombre, se hace hombre.
«Después de haber hablado en distintas ocasiones y de muchas maneras,
Dios nos ha hablado por el Hijo, expresión perfecta de su ser». «Se han
cumplido los tiempos»: se proclama la Buena Noticia, porque el Verbo eterno
se ha hecho hombre, palabra de carne y sangre. En las palabras de este
hombre de Nazaret, en lo que dirá de sí mismo y en las palabras suyas que
se convierten en actitudes y en milagros, hemos de reconocer la expresión
perfecta de Dios, su última palabra. Dios no tiene otra cosa que decir que
 Jesús.
Afirmar esto —que es la última palabra de la fe cristiana— es descubrir que Dios no tiene, para decirse, más que una vida de hombre, nuestras vidas de hombres. Nuestras palabras de hombres y nuestros gestos de hombres
son capaces de expresar a Dios. Cuando Dios se ha dicho en Jesucristo, ya no le queda nada por decir, pues a partir de ese momento Dios encontró a un hombre que responde perfectamente a su proposición de alianza. En Jesús hemos llegado a ser capaces de Dios. Porque, si Dios declara de manera única y exclusiva a Jesús: «Hijo mío eres tú, hoy te he engendrado», esas palabras también se nos han aplicado a nosotros el día de nuestro bautismo. Ellas expresan el sentido de nuestra vida, su vocación y toda su dimensión. «¡Convertíos y creed la Buena Noticia!»: nunca acabaremos de despertar del todo a esta Palabra, que es nuestro nacimiento; e incluso en la eternidad, nuestra última palabra será una palabra pronunciada torpemente, debido al asombro que nos producirá la audacia de pronunciarla: «Padre».
Oh Dios, dueño del tiempo y de la historia,
tú cumples tus promesas

enviándonos a tu Hijo Jesús.
Haz nueva hoy para nosotros
la Palabra que él anuncia.
Reaviva nuestra voluntad de seguirle:
que su enseñanza sea la norma de nuestra vida,
y lo que él nos dice de ti revelación de tu misterio.
Es bueno bendecirte, Dios y Padre nuestro,
pues, tras haber hablado
por los profetas de todos los tiempos,
pronunciaste la palabra única,
revelación definitiva de lo que quieres decirnos.
Bendito seas por tu Hijo,
que ha mantenido en este nuestro tiempo
la palabra que a nosotros
nos era imposible vivir de veras,
la respuesta perfecta a tu alianza.
Hijo único, Verbo de ternura
pronunciado desde toda la eternidad,
él es el mayor de una multitud de creyentes:
por su Espíritu, que da cuerpo a la palabra de gracia,
nos atrevemos nosotros a pronunciar tu nombre
y a prestar nuestra voz a la alabanza del universo.
Dios de la palabra y de los profetas,
no tenemos más que decirte
que las palabras reveladas por ti mismo.
Bendito seas por el Verbo, ese Hijo
que lo sustenta todo con su poderosa Palabra:
sólo él puede decir de ti
lo que ha visto con sus propios ojos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Deja tu comentario