Fernando Torres Pérez, cmf
El dolor, de cualquier tipo que sea, dobla a las personas, las humilla, no les deja levantar la cabeza. Puede ser el dolor físico o el dolor moral. Puede ser la persona que se siente abusada. Puede ser el que no se ve respetado en sus derechos y vive oprimido. También puede experimentar algo parecido el que se tiene que presentar ante un superior. De hecho, en las cortes de los reyes antiguos era normal que el que iba a visitar al rey se postrase en el suelo, como señal de respeto y de reconocimiento de la superioridad del rey.
Digo todo esto porque en el Evangelio de hoy se habla de una mujer que es curada por Jesús. De ella se dice primero que la enfermedad le ha dejado encorvada durante 18 años. Jesús le dice: “Mujer, quedas libre de tu enfermedad.” Le impone las manos. Y, entonces, –el primer efecto del milagro– la mujer se pone derecha.
El que está derecho puede mirar a los ojos a los que le rodean. No está en una situación de inferioridad sino de igualdad con los demás. No está humillado ni encorvado. Puede tratar a los demás de tú a tú. Esto es lo que hace Jesús al curar a esta mujer. La levanta. La devuelve a la fraternidad. Ya no es inferior sino igual.
En este milagro vemos con claridad lo que Dios nos ofrece en Jesús: la posibilidad de levantarnos de nuestra postración. Dios nos saca de la humillación de cualquier tipo y nos lleva al Reino de la igualdad, de la fraternidad. Nos lleva a una nueva relación con los demás. Nadie es superior a nadie. Todos estamos al mismo nivel. Todos somos hijos e hijas de Dios. Y su amor para con nosotros no hace diferencias.
Apenas dos consecuencias prácticas. La primera es que nunca nos debemos sentir inferiores a nadie. Tampoco superiores a nadie. Nos respetamos y amamos como hermanos. Porque todos somos hijos. Juntos tenemos que construir el Reino. Mano con mano. Cada uno poniendo en el compromiso lo mejor de lo que tiene, porque todo es don y todo es recibido de Dios para el bien de los hermanos.
Y la segunda es que nuestra primero preocupación debe ser levantar a los hermanos y hermanas caídos, encorvados, postrados, humillados, por la razón que sea. Porque, como Jesús, queremos cumplir la voluntad de Dios: que sus hijos vivan como tales.
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