Julio Micó, o.f.m.cap.
«LOS HERMANOS VAYAN POR EL MUNDO»
La vivencia del Evangelio que pretende Francisco, como seguimiento de Jesús por el camino del Reino, no se cierra en sí misma en actitud narcisista, sino que trata de romper el cerco de la intimidad fraterna para enviar a los hermanos por todo el mundo a testificar lo que están viviendo: la irrupción salvadora de Dios en el mundo, encarnada en Jesús, que invita a establecer un nuevo tipo de relaciones donde el hombre recobre su dignidad y pueda abrirse a la trascendencia.
Sin embargo, creer que el Reino es una buena noticia supone estar en disposición de aceptarlo como forma de vida, cambiando las viejas costumbres que impiden al hombre convertirse a lo nuevo y a lo inesperado.
Aceptar el Reino es reconocerse necesitado de penitencia, de conversión, porque solamente desde la actitud del que se abre incondicionalmente a la llamada del Señor para seguirle, se puede comprender lo que es vivir en esa otra dimensión que nos proporciona el Reino anunciado por Jesús.
Cuando Jesús elige a los apóstoles para que participen en la misión al servicio del Reino, los llama para que convivan con él, sean sus compañeros, y para enviarlos a predicar (Mc 3,14). El seguimiento, pues, implica una relación personal con Jesús mediante la cual se van asimilando los valores del Reino que constituyen y anuncia el Evangelio. Pero esto no es todo. Cuando Jesús llama para que le sigan está invitando no sólo a participar y compartir su intimidad, sino también a trabajar en bien de los hombres para sanear, vivificar y liberar a todo el que lo necesite y acepte.
Por lo tanto, el seguimiento de Jesús implica, además de una experiencia de intimidad personal con el Señor, la tarea social y pública de comunicar y anunciar lo experimentado en esa relación. Estos dos polos, convivencia y predicación, son la base del seguimiento de Jesús. Asimilar vivencialmente lo que es el Reino y comunicarlo a los demás será lo que Jesús exija a todo el que pretenda seguirle. De ahí que cualquiera de estas dos facetas no se justifique en sí misma, como seguimiento, si no está relacionada con la otra.
Francisco, al pretender vivir según la forma del santo Evangelio, captó esta doble polaridad del seguimiento, aunque no le faltaran momentos oscuros en la maduración de su proyecto. Pero una vez comprendió que no podía vivir para sí mismo, sino que debía vivir para los demás (1 C 35), su compromiso evangélico superó el ascetismo eremítico de los inicios para lanzarse por los caminos anunciando lo que había descubierto: Jesús y su Evangelio.
Desde su realidad de convertido, Francisco experimenta el Evangelio como un camino penitencial donde va dejando jirones de su hombre viejo para acercarse, cada vez más, a la novedad que le ofrece Jesús.
Pero este camino de penitencia no será una senda solitaria, sino la ruta bulliciosa de la vida por donde marchará acompañando a los hombres y ofreciéndoles su experiencia del Evangelio como fanal que ilumine su destino.
1. EL APOSTOLADO EN LA EDAD MEDIA
La palabra apostolado, que hoy entendemos como una actividad organizada de la Iglesia, ha tenido a través de la historia diversos sentidos. Antes de morir Jesús parece que estaba relacionado exclusivamente con la misión. De ahí que no se aplicara a los Doce, sino a los discípulos enviados a misionar. Después de la resurrección se dice, en sentido propio, de los que habían visto a Jesús y recibido de él la misión de anunciar el Evangelio, es decir, de los Doce y de Pablo, aunque también se utilizara de una forma más general por asimilación a una función análoga del judaísmo.
La doble forma de comunicar los Apóstoles el Evangelio, a través de su función y con el ejemplo de sus vidas, dio pie a que tanto los carismáticos como los jerarcas reivindicaran su apostolicidad remitiéndose a los Apóstoles.
En la época de la Didajé (en torno al año 70) encontramos apóstoles ambulantes -misioneros, carismáticos- y obispos locales con conciencia de ser los herederos de los Apóstoles. Los movimientos encráticos y gnósticos de los siglos II y III se remitían a las revelaciones particulares de Cristo a sus Apóstoles después de la resurrección y a los Hechos apócrifos de los Apóstoles.
Para atajar el peligro de deformación en que estaba cayendo el término apóstol, san Ireneo y Tertuliano insistieron sobre el aspecto institucional del apostolado, transmitido por sucesión jerárquica al episcopado.
A.- EL APOSTOLADO MONÁSTICO
El monacato primitivo logró sintetizar el respeto por el apostolado jerárquico y su visión de la vida apostólica, consistente en el seguimiento de Cristo y el desprecio al mundo, aplicándose el discurso de misión de Mt 10 y sus exigencias de pobreza.
En esta concepción del apostolado, el envío a misionar está subordinado al seguimiento de Cristo y a la renuncia a todo para seguirle. Para entender el concepto de apostolado en el monacato primitivo hay que relativizar bastante nuestro modo actual de entenderlo y ejercerlo. Si a la Iglesia antigua se la llama «apostólica» no es tanto por haber evangelizado medio mundo, sino por su fidelidad doctrinal y sacramental a los Apóstoles y a la Tradición.
Por cuanto que la predicación se incluía en la liturgia, los monasterios tuvieron un gran papel en la difusión del Evangelio y en la implantación de la Iglesia. Sin embargo, su actividad se subordinaba a las exigencias de la vida espiritual, lo cual no quiere decir que se desentendiera de los problemas que le rodeaban sino que ayudaba a que la sociedad se organizara y creara sus propios medios, como escuelas, hospicios, hospitales, etc.
Al aparecer los Canónigos Regulares, surgió la polémica sobre a quiénes les correspondía por derecho propio la actividad apostólica. Mientras a los monjes se les limitaba su acción pastoral, ésta era ejercida pacíficamente por los Canónigos Regulares, quienes añadían a la celebración solemne del Oficio divino, lacura animarum, cura de almas, ministerio que, en las contiendas del siglo XII con los monjes, reivindicaban como propio y exclusivo.
El problema se agudizó con la creciente clericalización de los monjes. Ruperto de Deutz, en su obra De vita vere apostólica, trataba de justificar la razón apostólica del monacato, no tanto por la actividad cuanto por el modo de vida que llevaban, calcado de la comunidad apostólica de Jerusalén. Pero cuando la clericalización monástica se hizo evidente, se trató de alargar la apostolicidad de la vida a la actividad, aduciendo que el monje, al hacerse sacerdote, imitaba mejor a los Apóstoles.
La pretensión monástica de ocupar un lugar eclesial -el de la actividad pastoral, que no le correspondía por naturaleza- fracasó al enquistarse en un apostolado funcionarial, propio del feudalismo, que ya no correspondía a las exigencias evangélicas de las nuevas clases sociales que estaban surgiendo; no obstante, mantuvieron esa referencia a la vida apostólica -el estar con Jesús- como algo complementario a la actividad apostólica.
B.- EL APOSTOLADO DEL CLERO SECULAR
La progresiva participación de los monjes en el apostolado activo no solamente entró en colisión con los Canónigos Regulares, sino que antes tuvieron que sufrir los ataques del clero secular, que se consideraba en posesión del derecho exclusivo de la cura de almas.
En realidad el clero secular tenía razón ya que, desde siempre, el obispo con su clero había atendido las necesidades propias de la comunidad cristiana. Y aun en los casos de evangelización de los pueblos bárbaros, que estuvo al cargo de los monjes, el clero secular los había reemplazado a medida que se constituían en comunidades cristianas ya asentadas.
Pero sería una equivocación pretender medir la actividad apostólica del clero en la Edad Media a partir de nuestros esquemas actuales. El apostolado del clero estaba en función del pueblo fiel; y todo buen católico, como lo definía el derecho canónico, debía sujetarse a los ritos prescritos. Es decir, que la vida de los fieles en el medioevo estaba marcada por el ritual, bien fuera el de los sacramentos o el de las otras acciones litúrgicas.
En cuanto a los sacramentos, el bautismo lo recibían todos, sin excepción, a los pocos días de nacer; cosa que no podemos decir de la confirmación. Los obispos que visitaban toda su diócesis eran bastante raros, y los aldeanos no solían acercarse a la catedral el día de Pentecostés para recibir el sacramento.
En muchas regiones se consideraba la santa unción como una cosa de ricos; y no faltaban quienes creían que se trataba de una especie de ordenación in extremis, lo cual explica que, a pesar de la insistencia del párroco por aclarar su significado, buen número de cristianos muriera sin recibirla.
Algo parecido pasaba con el matrimonio. La insistencia del clero por hacer del matrimonio un acto sagrado que ayudara a la santificación de la pareja no siempre obtuvo los frutos deseados, pues en la práctica muchas uniones no se hacían por la Iglesia, in facie Ecclesiae.
Todos estos sacramentos solamente se podían recibir una vez en la vida, cosa que no ocurría con la confesión y la comunión. Sin embargo, tampoco podemos pensar que estos últimos fueran muy frecuentes, pues el canon 21 del concilio Lateranense IV, Omnis utriusque sexus fidelis, todavía en vigor dentro de los mandamientos de la Iglesia, insiste en la obligación de confesarse al menos una vez al año y de comulgar, al menos, por Pascua florida. Tanto es así que en muchas iglesias, según aparece en la relación anual de gastos, se compraban más hostias grandes que pequeñas; lo cual indica que era mayor el número de misas que el de comuniones.
Los sacramentos pertenecían al ámbito de lo privado, y, vista la poca participación de los fieles, suponían poco trabajo apostólico para el clero. Otra cosa eran los oficios, donde se reunía la comunidad para celebrar los actos de culto. El más importante era la misa, a la que acudían todos los fieles, aunque fueran mudos testigos, y en la que se ejercía una de las principales actividades apostólicas: la predicación.
Hasta el siglo XII la predicación litúrgica estaba reservada preferentemente a los obispos. Posteriormente se extendió también al clero, aunque la escasa formación de algunos sacerdotes no favoreciera precisamente el que se dijeran grandes homilías. En realidad los párrocos estaban obligados no tanto a predicar en sentido estricto, cuanto a leer el comentario evangélico de algún libro homilético. Para este fin algunos teólogos habían escrito homiliarios basándose en los Evangelios y los Salmos, que eran los libros sagrados que mejor conocían los fieles, pues la finalidad de la predicación no era tanto ilustrar como convertir a penitencia.
Todo esto, y poco más, era el trabajo apostólico del clero secular. Sujeto a su parroquia o a su iglesia, estaba condicionado a la hora de percibir cuáles eran las corrientes evangélicas que atravesaban la Cristiandad; de ahí que permanecieran insensibles, si no atemorizados, ante los grupos de fieles más inquietos que buscaban otra forma de entender y vivir el Evangelio.
C.- LOS NUEVOS MOVIMIENTOS APOSTÓLICOS
El ideal de vida apostólica que configuraba la renovación evangélica de monjes y canónigos regulares no se limitaba a estos círculos clericales más selectos. Entre los grupos surgidos de los seguidores de los predicadores itinerantes, se hace cada vez más común la convicción de que el ideal de vida apostólica no es exclusivo de monjes y clérigos, sino que también atañe a los laicos. Aun permaneciendo en el mundo, pueden comprometerse a no ser del mundo viviendo dentro de su propio estado los valores de la vida apostólica.
En el fondo se estaba redescubriendo el bautismo como la principal opción evangélica que hace el cristiano, aunque después la explicite de forma más clara por la profesión religiosa o algún otro tipo de compromiso. De esto se hace eco Gerhoch de Reichersberg ( 1167) en su Liber de aedificio Dei, al decir que «todo aquel que en el bautismo ha renunciado al diablo y a todas sus tentaciones, aunque no se haga clérigo o monje, ha renunciado ya al mundo; puesto que el mundo, "totus in maligno positus", no es otra cosa que la vanidad del demonio, aquella vanidad a la que todos los cristianos han renunciado. De esto se deduce que aquellos que usan de este mundo deben hacerlo como si no lo usasen: ricos y pobres, nobles y siervos, mercaderes y campesinos; es decir, todos aquellos que se dicen cristianos, deben rechazar todas aquellas cosas que son enemigas del nombre cristiano y buscar aquellas que le son propias. Todo orden y toda actividad encuentran en la fe católica y en la doctrina apostólica una regla adaptada a la propia naturaleza; observándola como se debe, no les faltará la posibilidad de alcanzar el premio de la salvación».
Aunque desde la reforma gregoriana se había ido configurando una espiritualidad evangélica propia de los laicos, sin embargo se encontró con dificultades por parte de la jerarquía a la hora de fraguar en instituciones que dieran solidez a estos movimientos. Su concepción de la vida apostólica se centraba en una vivencia pauperística del Evangelio y, al mismo tiempo, en su proclamación itinerante. Pobreza y predicación era la forma de entender su apostolado, si bien en la mayoría de los casos y ante la imposibilidad de realizarlo según sus propias convicciones, derivaran hacia formas de beneficencia que, en cierto modo, expresaban la faceta solidaria del seguimiento de un Jesús pobre y compadecido de los pobres.
El apostolado de la mayoría de los laicos comprometidos se reducía, pues, a esta beneficencia solidaria. Al haber profundizado en el seguimiento pauperista del Evangelio, estaban en condiciones de percibir la llamada angustiosa de los pobres. Las viudas, los huérfanos, los enfermos -sobre todo los leprosos-, los pobres y marginados serán el campo en el que se realizará de una forma organizada el apostolado laical de finales del siglo XII y durante todo el XIII.
Pero no todos los grupos de laicos siguieron por este camino. Los más fervientes seguidores de los predicadores itinerantes se empeñaron en continuar hasta el final su comprensión de la vida apostólica, aunque por ello tuvieran que ser expulsados de la Iglesia como herejes.
Con el apelativo genérico de cátaros se denominaba a un grupo de sectas extendidas por el sur de Francia y norte de Italia que, teniendo en común la concepción dualista del mundo, se consideraban los verdaderos imitadores de la vida apostólica puesto que seguían las huellas de Cristo desde la absoluta pobreza.
La actividad apostólica de estos grupos, según el modelo de la comunidad de Jerusalén, se reducía a llevar una vida ascética rigurosa, reuniéndose periódicamente para escuchar la Palabra y los comentarios de sus teólogos y predicadores. Los grupos eran sedentarios y los responsables se encargaban de ir visitándolos para animarles y confortarles. En esta misma línea estaban, aunque sin admitir el dualismo, los Humilladosdel norte de Italia.
Los Humillados eran un grupo, laicos en su mayoría, que intentaba vivir el Evangelio desde una perspectiva apostólica. Vivían en sus propias casas y sólo se reunían para el trabajo y la oración. No promovían causas judiciales, por amor a la paz social, y comerciaban honestamente con la lana. Libres de las obligaciones que les imponía la feudalidad, independientes de las corporaciones ciudadanas, practicaban la predicación en las plazas públicas, afrontando discusiones con los herejes y desbaratando su proselitismo. Buscaron ser aprobados por la jerarquía, pero se encontraron con el escollo de la predicación. Tras muchos intentos, consiguieron que Inocencio III hiciera de ellos una Orden con tres niveles distintos: clérigos, monjas o monjes y casados.
La innovación más radical fue la aceptación de la predicación laica. El papa reconoció y aprobó su costumbre de reunirse cada domingo para escuchar la predicación de uno o más hermanos que se destacaran por la fuerza de su fe, por conocer a fondo la religión, por su buena oratoria y por la coherencia entre su comportamiento y su palabra. La clave de que se aceptara la predicación laica estaba en la distinción que hacía el papa entre predicación dogmática y moral. Esta última, hecha de exhortaciones a una vida más ética y piadosa, era aceptable para los laicos; pero todo lo que implicara discusión de temas teológicos y de los sacramentos de la Iglesia fue juzgado fuera de su competencia y expresamente prohibido.
Sin embargo hubo algunos grupos, como los Valdenses, que no se limitaron a vivir pobremente el Evangelio en sus casas sino que, para imitar a los Apóstoles, lo abandonaron todo con el fin de anunciar de forma itinerante el Evangelio que ellos vivían.
Valdo de Lyón no era el primero que, como los Apóstoles, lo dejaba todo para seguir la perfección evangélica. Muchos otros antes que él habían realizado esta conversión a la pobreza para unirse a los predicadores itinerantes. Aunque su voluntad era de permanecer dentro de la Iglesia de Roma, el hecho de hacerse traducir los Evangelios para poderlos vivir mejor le condujo a la predicación apostólica itinerante y a la pobreza voluntaria, elementos que compartía con los herejes. Muy pronto se le juntaron otros que, como él, habían renunciado a todo para repartirlo entre los pobres y se habían dado a predicar contra los pecados del mundo, exhortando a la penitencia. Al no obedecer cuando el arzobispo de Lyón les prohibió predicar, puesto que les parecía contradictorio con el mandato de anunciar el Evangelio, fueron condenados como herejes en el concilio de Verona por Lucio III.
El Valdismo se fue multiplicando y desmembrando en varios grupos, algunos de los cuales, como losPobres Católicos, encabezados por Durando de Huesca, y los Pobres Lombardos, de Bernardo Prim, consiguieron ser aprobados por Inocencio III, que les concedió permiso para la predicación penitencial.
Para estos grupos de laicos la predicación no era una actividad desligada de la propia vida. Si se enfrentaron con la jerarquía fue precisamente por eso, por denunciar la conducta de los clérigos que no se ajustaban al Evangelio que predicaban. Esta incoherencia entre predicación y vida era lo que según ellos descalificaba a los clérigos a la hora de ejercer su autoridad moral, quedándose exclusivamente con la autoridad jurídica que, para estos grupos, no tenía ningún valor.
Lo que justificaba la predicación no era tanto el mandato jerárquico cuanto el poder respaldar las propias palabras con una vida digna. Por eso reprochaban a los clérigos que su pretendida apostolicidad era falsa, al no estar avalada por una conducta evangélica; mientras que ellos, a pesar de llevar una vida santa y de lo más estricta, perseverando día y noche en ayunos y abstinencias, en oraciones y en trabajo, eran perseguidos como los apóstoles y los mártires.
Todos estos Movimientos pauperísticos, a pesar de su fanatismo por defender, en contra de la jerarquía, su particular visión del Evangelio -sobre todo en lo referente a la predicación-, aportaron a la Iglesia el aire fresco de la coherencia entre la vivencia del Reino y su anuncio. Para ellos no era suficiente que el predicador tuviera el mandato jerárquico, sino que, además, debía haber experimentado antes aquello que proponía a los otros; es decir, que el Evangelio es Buena Nueva para todos aquellos que lo aceptan.
Indudablemente les faltó el reconocer que la Palabra está por encima de su anunciante y que su fuerza no depende de la calidad del apóstol, por muy santa que sea su vida. Sin embargo, acertaron al relacionar la predicación con la vida, por cuanto que el Evangelio es más una conducta que un conjunto de ideas.
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