29 agosto 2014

Espiritualidad franciscana...«ADORAR AL SEÑOR DIOS». LA ORACIÓN DE FRANCISCO DE ASÍS


Julio Micó, o.f.m.cap.

El mismo Espíritu que arranca a los hermanos de la familia y de las preocupaciones del mundo para reunirlos en una Fraternidad de célibes, es el que los pone ante su Señor para que se reconozcan como fruto de su amor salvador e intenten acercarse a Él con fidelidad y alabanza agradecida.

Este encuentro con Dios, fundamento y meta de toda realización humana, es el que autentifica y define la Fraternidad como esa humanidad nueva, reunida en torno a Jesús, que conoce por experiencia al Padre y, en consecuencia, vive de forma coherente su relación fraterna con todos los hombres.

Por eso, la Fraternidad es, ante todo, una comunidad orante, que sabe de la presencia de Dios y trata por todos los medios de responderle de forma existencial, acogiendo esa Presencia y haciéndola fructificar en obras y alabanzas. Esta cualidad orante de la Fraternidad no descarga de forma irresponsable a los hermanos de su encuentro personal con el Misterio. La Fraternidad es orante porque, al mismo tiempo, los hermanos viven y se entienden desde la oración, sintiéndose tocados por el Espíritu para poner en común la decisión de buscar el rostro de Dios.

Francisco, y como él los demás hermanos, también entendió que lo fundamental para todo creyente es el encuentro con su Dios. Por eso, construyó su vida alrededor de esta experiencia, de modo que, para Celano, más que ser un hombre de oración era la oración misma personificada (2 Cel 95).

Superando este tópico hagiográfico, es indudable que la figura de Francisco sólo es inteligible desde su experiencia de Dios. Cualidad que no le viene dada por su aportación literaria a la historia de la espiritualidad, como es el caso de algunos místicos como S. Juan de la Cruz y Sta. Teresa, sino por su forma personal de practicar a Dios que nos descubre la fuerza humanizante de lo divino cuando el hombre se deja habitar por Él y acompaña de forma activa esta presencia.

Francisco aprendió en Dios a amar y servir; y los que saben amar y servir, saben también orar, puesto que estar o caminar en la presencia de Dios no es otra cosa que hacerse cargo del inmenso amor del Padre puesto a nuestro servicio en Jesús.

Para que haya oración se necesitan dos personas y una relación: Dios, el hombre y el encuentro de ambos. Pero si nos fijamos en el modo de realizarse este encuentro, comprobaremos que es el hombre el que determina la forma cultural de imaginarse a Dios y, por tanto, la manera de materializar este encuentro con lo divino.

Para adentramos un poco en ese recinto personal e íntimo de Francisco, donde se realiza su encuentro con Dios -la oración-, tendremos, pues, que admitir los distintos elementos que confluyeron en su persona al tener que imaginarse lo divino: la familia, la escuela, la liturgia y el arte.

Todos estos elementos contribuyeron a que Francisco se hiciera una imagen de Dios trascendente e inabarcable, pero, al mismo tiempo, cercana, hasta el punto de hacerse hombre. Para él, Dios era absoluto, pero prescindible; todopoderoso, pero vulnerable; santo, pero capaz de mezclarse con el pecado para destruirlo. Este Dios de contrastes, que, por otra parte, es el que nos muestra Jesús, configuró la imagen de lo divino que cristalizó en la experiencia de Francisco.

Entre los componentes que ayudaron a Francisco a representarse a Dios destaca, por su repercusión, la liturgia. En ella descubrió la Escritura, proclamada y celebrada en la Iglesia para convertirse, después, en costumbre y fiesta dentro del ambiente social y familiar. Ella fue la que le prestó los colores para pintar, haciéndolo visible e imaginable, al Dios que animaba su fe. La influencia de la liturgia, pues, hay que ponerla como el elemento determinante de la personalidad de Francisco, ya que la imagen que se formó de la divinidad fue como la matriz que modeló su actividad orante, puesto que solemos abrir y entregar nuestro corazón al Dios que nos imaginamos.




1. PRESUPUESTOS AMBIENTALES
EN LA ORACIÓN DE FRANCISCO

Lo mismo que su imagen de Dios se fraguó a partir de la liturgia, también su oración nació y se alimentó, preferentemente, de este tipo de plegaria. La oración oficial de la Iglesia era, fundamentalmente, la litúrgica. Los monjes constituían el modelo de la oración laudatoria por su dedicación al canto del Oficio divino y demás celebraciones, meditando los misterios que en ellas se realizaban. Por tanto, no es de extrañar que el prototipo medieval de oración fuera el litúrgico o paralitúrgico.

Sin embargo, existían otras formas de comunicarse con Dios, sobre todo para el pueblo llano, que, sin formar parte de esta oración oficial y pública de la Iglesia, constituían la parte más personal e imaginativa de experimentar lo divino y de abrirse a Él de forma natural y celebrativa. Me refiero a la religiosidad popular que, alimentada y bañada por la liturgia, sin embargo se distinguía por recibir otras motivaciones y realizarse en otros ámbitos.

A Francisco le facilitó el acceso a la oración litúrgica el conocimiento del latín, que aprendió de niño en la escuela. Si a esto añadimos su normal participación en la liturgia parroquial y el conocimiento que pudo tener del Oficio divino cantado por los canónigos y los monjes, tendremos uno de los factores que influyeron en su forma de orar.

Pero su condición de laico le hacía también permeable a esas otras formas de oración que practicaba el pueblo; una oración donde predominaba lo sensorial, lo corpóreo. La oración del pueblo medieval, más que de conceptos, estaba formada de gestos, de expresiones corporales. Por eso, Francisco, a la hora de encontrarse con su Señor, reza con su cuerpo, y peregrina, canta, gime, ríe y llora como la forma más natural y sincera de presentarse ante Dios. Esta fusión de oración litúrgica y popular es lo que hace de Francisco un orante que, hundiendo sus raíces en la oración más teológica, la liturgia, es capaz de ofrecerla al pueblo, a la gente sencilla, en formas diáfanas y asimilables.

A.- LA ORACIÓN MONÁSTICA

La identidad de los monjes viene determinada por su oración de alabanza, hasta el punto de que monje es aquel que invoca a Dios por medio de una oración incesante; oración que se traduce en la recitación del Oficio o en la reflexión sobre el mismo. El monje es, pues, un creyente que vive de la Palabra y para la Palabra, organizando toda su vida como respuesta laudatoria al Dios que le habla por su Hijo.

En la tradición monástica la vida de oración cristalizó en una doble forma: la oración pública y la privada. Sin embargo, para los antiguos monjes estas dos formas no diferían demasiado. La oración personal y silenciosa estaba en el centro de la oración pública, mientras que la recitación de la Escritura sostenía la oración personal. No se les ocurrió siquiera que la oración privada pudiera bastar sin la ayuda de la Palabra divina. Es decir, toda oración era suscitada por un texto bíblico, leído o recitado.

Así pues, lo que hoy entendemos por oración estaba formado por cuatro actividades diferentes pero complementarias: la lectura, la meditación, la oración y la contemplación.

Si la estructura de las horas del Oficio tiene su origen en el ascetismo premonástico de Tertuliano y Cipriano, su adopción por parte de los cenobitas en los siglos IV y V le confirieron un nuevo carácter. De ser unas celebraciones privadas y espontáneas, pasaron a ser comunitarias y obligatorias.

En la práctica, el Oficio divino comporta dos elementos básicos: el salmo y la oración. El salmo, propiamente hablando, no es una oración, sino la preparación o invitación a orar. Después de leer o escuchar el salmo, se ora en silencio durante algún tiempo. Entendido como Palabra de Dios, el salmo suscita una respuesta: la oración propiamente dicha.

Los monjes irlandeses, con S. Columbano al frente, aumentaron de tal modo el número de salmos, que no dejaron tiempo para la oración personal. Esta es la razón de que desapareciera el segundo y principal elemento.

Respondiendo a la invitación de Jesús de orar sin desfallecer (Lc 18,1), muy pronto fraguó en el monacato, partiendo de una interpretación literal, la práctica de la oración continua o laos perennis. Las Reglas que adoptaron esta práctica alargaron desmesuradamente el Oficio, no dejando lugar a otras actividades como el trabajo. Sin embargo, el monacato latino, representado por S. Benito, elaboró una doctrina equilibrada del trabajo y de la plegaria: el conocido ora et labora, «ora y trabaja».

Para S. Benito, trabajo y oración no se oponen. Se puede trabajar y, al mismo tiempo, recitar la Escritura. Esta meditación durante el trabajo prolonga el tiempo de la lectura divina, asegurando la escucha continuada de la Palabra de Dios. A la meditación o recitación de la Escritura, el monje responde con breves oraciones que varían según la disposición del corazón o las posibilidades del trabajo.

La jornada monástica adquiere así una perfecta unidad. De la mañana a la noche el monje escucha al Dios que le habla y, a su vez, le responde con su oración. Este diálogo incesante tiene lugar durante la recitación del Oficio, durante las tres horas de lectio y durante el trabajo, por medio de la meditatio. Incluso durante las comidas, mientras el cuerpo se nutre, la lectura hecha en voz alta alimenta el alma con la Palabra de Dios.

En cuanto a la contemplatio, no se trata de lo que hoy entendemos como tal, es decir, aquellos estados de oración muy elevada que está en la línea normal de la vida contemplativa. Se refiere, más bien, al conjunto de actos y comportamientos del espíritu que dan lugar a la oración.

A partir de finales del siglo XI, una de las actividades de la oración comienza a ser objeto de una literatura especial: la meditación metódica. En realidad se trata de material para la lectio divina. San Bernardo, por ejemplo, escribirá una serie de consideraciones sobre cada uno de los misterios de Cristo, para enriquecer el contenido de la plegaria y centrarla en el misterio cristológico. Pero lo que en un principio se hizo como ayuda para meditar la Escritura, con el paso del tiempo se convirtió en la principal forma de oración, hasta llegar a la sobrevaloración de la llamada oración mental.

B.- LA ORACIÓN EREMÍTICA

Otra de las fuentes que alimentó la oración de Francisco fue la eremítica. La floración de ermitaños que, a partir del siglo XI, conoció el Occidente tuvo una especial repercusión en la Italia central, hasta el punto de llamarla enfáticamente la Tebaida umbra.

Sin embargo, al hablar de vida eremítica hay que tener en cuenta la variedad de formas que contenía este término; es decir, que era polivalente. Para empezar, el eremita medieval tiene poco en común con los anacoretas que poblaron el desierto de Egipto; más que un solitario, es un penitente.

Algunos de estos eremitas se agrupaban en monasterios, como los Cartujos y Camaldulenses. Otros vivían aislados en medio del bosque, aunque alternaban esta soledad y retiro con períodos de predicación itinerante. Por ello, el tipo de oración que configuraba la vida de unos y otros difería notablemente.

En líneas generales podemos decir que el eremita busca la soledad para vivir con Dios. Esta soledad constituye para él el lugar de la presencia de la divinidad y, por tanto, también del encuentro con ella.

La oración del eremita se caracteriza por la búsqueda de una renuncia y de una simplicidad cada vez más absolutas. Consistirá simplemente en la observancia del silencio, de la inmovilidad -sin palabras y sin pensamientos-, experimentando de una forma oscura, pero cierta, la presencia de Dios. En esta forma simplicísima podrá durar todo el día por medio de ocupaciones que requieran poca atención.

La oración eremítica se caracteriza, además, por una gran libertad, no sólo respecto al método, sino también frente a cualquier forma de oración impuesta desde fuera; tratará de rechazar todo aquello que no nazca espontáneamente de la experiencia del momento y del impulso del Espíritu, con todos los riesgos ilusorios que esto pueda comportar.

Sin embargo, esto no se puede aplicar a todos. Los monjes-eremitas han llegado a un equilibrio tan grande entre soledad y plegaria comunitaria, tal como se expresa en sus Reglas, que difícilmente les afecta este tipo de peligros. Así, para los Cartujos, el Oficio divino era una pieza esencial en su plan de vida contemplativa, el centro del que irradiaba la oración comunitaria y personal, aunque para hacerlo compatible con la soledad no lo rezaran todo en común.

En su estructura, la oración de estos monjes-eremitas mantiene los mismos elementos de la oración monástica. El cartujo Guido II ( 1188) dice en su Scala Claustralium: «La lectura lleva la comida a la boca. La meditación la mastica. La oración la saborea. La contemplación es este mismo sabor que alegra y restaura».

Se reunían en la iglesia para el rezo coral de los maitines y laudes, muy entrada la noche, y de las vísperas, al atardecer. Los demás oficios litúrgicos los recitaban en sus celdas, donde hacían también la lectio divina o lectura y meditación de la Palabra de Dios. Los domingos, tanto los clérigos como los laicos, o conversos, vivían de una forma más intensa la propia liturgia cantando todo el Oficio divino en la iglesia; Oficio que muchos de ellos se sabían de memoria para que la lectura no impidiera la devoción del corazón.

Si los Cartujos, por ser monjes, comparten con éstos la oración litúrgica, ésta se hace lo más escueta y breve posible, hasta reducirse a su mínima expresión. Con ello confirman su identidad eremítica, dedicando grandes espacios de tiempo a la oración individual o privada. Un gesto de esta limitación litúrgica es la misa conventual única, y no siempre diaria, a pesar de que la mayoría eran sacerdotes.

En cuanto a esos otros eremitas aislados, que compartían con el pueblo su experiencia espiritual, no sabemos a ciencia cierta cómo concretaban su relación con Dios. Ciertamente no era la liturgia la forma prioritaria de su oración, puesto que en la mayoría de los casos su cultura no llegaba a tanto. El talante popular de su espiritualidad les llevaba, más bien, a una oración de formas y gestos, donde la recitación mecánica de padrenuestros constituía la parte esencial.

C.- LA ORACIÓN DE LOS LAICOS

Fuera de la oración litúrgica de los monjes no hay, en la Edad Media, rastro literario de otras formas de oración. Las canciones de gesta nos han conservado algunos textos de oraciones, pero existe la duda de si se trata verdaderamente de expresiones corrientes de una piedad personal o son, más bien, simples elaboraciones literarias. Indudablemente, el Padrenuestro y la primera parte del Avemaría eran conocidos por todos. Los salmos parece que también tuvieron aceptación no sólo entre los clérigos sino entre los laicos cultos que, desde muy pronto, impulsaron su traducción a la lengua vulgar. Sin embargo, desconocemos con qué espíritu o con cuánta frecuencia eran recitados.

Esta imposibilidad de descifrar, por medio de la plegaria, la relación que había entre los laicos y Dios sólo puede ser superada analizando otras formas de piedad y devoción. La masa popular del siglo XII, incapaz de pensar e, incluso, de imaginar en términos abstractos, realizaba su experiencia religiosa a nivel de los gestos y ritos que la pusieran en contacto con la esfera de lo sobrenatural. De esta manera, su inmenso deseo de lo divino encontraba satisfacción en manifestaciones que llevaban una fuerte carga emotiva, pero cuyo contenido teológico era, con frecuencia, bastante débil.

En realidad no imaginaban que se pudiera entrar en contacto con lo divino si no era mediante aquellos gestos que, en cierta manera, les procuraban una especie de dominio de lo sagrado. Es la época en que la liturgia juega un papel fundamental incluso para los laicos, aunque no comprendieran apenas su significado.

La participación en la plegaria oficial de la Iglesia -la liturgia- se realiza principalmente a través de la Misa, puesto que los otros sacramentos pertenecen al ámbito de lo privado y apenas tienen relevancia, si no es, como en el caso de la penitencia, como preparación para recibir la eucaristía. Aun así, se asiste a la misa más para ver el Cuerpo de Cristo que para recibirlo.

Al hablar de la oración de los laicos no podemos tener una visión plana que distorsione la realidad. Además de la masa popular, inculta y sin apenas vida interior, había otros grupos de laicos con mayor preparación y una vida espiritual más intensa. Así, los pocos nobles y burgueses pudientes que habían aprendido a leer en el salterio, tenían sus libros de horas y devocionarios con los que motivar su oración. Igualmente, los grupos de beguinas y penitentes, todos ellos laicos, que disponían de una vida espiritual más organizada y sensible, tenían la forma y el tiempo de oración adecuados a su estado. Por último, los Movimientos pauperísticos, itinerantes o no, también contaban con la oración como elemento integrante del seguimiento de Cristo.

Los mismos grupos de herejes, de los que se puede pensar que estaban lejos de una verdadera piedad, insisten en la oración como uno de los componentes de la identidad cristiana. Así, los herejes de Arrás, aunque rechazaban toda la organización eclesial, admitían la necesidad de la oración, exigiendo, no obstante, que se realizara fuera de las iglesias. Los herejes de Monforte, mucho más radicales, proclaman en su credo: «Practicamos ayunos continuos e incesantes plegarias: nuestros ministros, día y noche, oran siempre por turnos para que no quede hora alguna sin la debida plegaria».

A pesar de su pluralidad, todos estos grupos de laicos mantienen unas formas comunes respecto a la oración que los distinguen del estamento monástico y clerical. La interiorización y la meditación eran un privilegio de los más cultivados, que podían utilizar estos medios para llegar hasta Dios. La oración vocalizada, gestualizada, sensible, es el modo de acercarse a lo divino. Y puede ser tachada de superficial si no se sabe percibir la fuente de donde brota, que es la misma fe.

La oración popular, más que de largas meditaciones, está tejida de dinamismos plásticos. Peregrinaciones, devociones, representaciones religiosas, procesiones, etc., constituyen la trama de la piedad popular que les permite orar y saberse en la presencia de Dios.



2. LA ORACIÓN DE FRANCISCO

La diversidad de formas de encuentro con Dios es siempre fruto y consecuencia de una espiritualidad, también diversa, vivida en el seno de la Iglesia. Este pluralismo orante, que podemos concretar en oración culta y oración popular, se unifica en la persona de Francisco. Debido a su formación y a la firme voluntad de vivir el Evangelio de un modo eclesial, la oración de Francisco sirve de enlace y de encuentro entre la plegaria oficial y la oración del pueblo.

Durante mucho tiempo la espiritualidad culta se había ido formando y enriqueciendo sin tener en cuenta las necesidades de los laicos. Ante este desamparo por parte de la oficialidad de la Iglesia, los fieles crearon sus propias formas de religiosidad, dando así cauce y expresión a sus deseos de protagonismo en las relaciones con Dios, igual que lo estaban consiguiendo en sus relaciones sociales.

Aunque no podamos decir que la oración culta u oficial y la popular partieran de principios distintos, sí se puede afirmar que se estructuraban de forma diversa, abriendo una sima entre ambos modos de relacionarse con lo divino. Pues bien, en Francisco inciden estas dos corrientes, dando lugar a una oración eclesial donde la liturgia se hace más asequible y lo popular recobra contenido teológico.

Si rastreamos sus Escritos y las Biografías que nos hablan de él, podremos darnos cuenta de que la oración de Francisco hunde sus raíces tanto en la plegaria culta o litúrgica como en la popular. Así, por ejemplo, en las Reglas se percibe un vocabulario monástico a la hora de hablar sobre la oración, que refleja su asimilación de la plegaria monástica. Más en concreto, la Regla para los eremitorios describe un modo de comportamiento muy semejante al de los ermitaños, comportamiento que amplían de una forma gráfica todos los biógrafos. Estos mismos son también los que nos ilustran sobre los contenidos populares de algunas formas de oración empleadas por Francisco, tales como el mimo, el canto en francés, las peregrinaciones, etc.

Pero antes de adentramos en la realidad de la oración de Francisco, será conveniente que describamos cuáles eran sus actitudes y disposiciones ante ella. La oración no es un acto mecánico al que se llega de cualquier forma. Necesita un pórtico que prepare el encuentro personal con el Señor; y, una vez en su presencia, requiere un ambiente que prolongue en el tiempo la huella que lo divino deja en el hombre.

Así pues, Francisco llega a la oración desde un talante contemplativo que le permite vivir a Dios desde la gratuidad; por otra parte, esta misma presencia se derrama en el tiempo hasta convertir su existencia en un continuo caminar en busca de la plenitud del Misterio. Contemplación y fidelidad serán las dos realidades con las que Francisco tratará de arropar la presencia de Dios en su vida.

A.- ACTITUD CONTEMPLATIVA

Es indudable que Francisco era un contemplativo. Para nuestra sociedad tecnificada, que ve las cosas de forma utilitarista y dominante, resulta difícil entender que nos podamos relacionar con el mundo de otro modo. Sin embargo, eliminando ese afán depredador que nos convierte en cazadores de lo creado, puede surgir esa mirada limpia capaz de descubrir la gratuidad de la belleza. Contemplar es acercarse a las cosas y a los hombres de forma respetuosa para iniciar un diálogo desde el ser.

a) Contemplar las cosas

Francisco poseyó esa sensibilidad contemplativa que le permitía captar los múltiples detalles de las cosas sin, por eso, sentirse mero espectador. Contemplar no es deslizar la mirada sobre las cosas de una forma superficial. El contemplativo se ofrece en un diálogo interior a todo lo que le rodea, gozando de su íntima afinidad al reconocerse en el conocimiento de lo otro; y esto, no de forma racional, sino de un modo intuitivo.

Celano apunta este talante contemplativo de Francisco al decir que, durante su convalecencia de una larga enfermedad, cierto día salió de su casa apoyado en un bastón y se puso a contemplar con más interés la campiña que se extendía a su alrededor. Mas ni la hermosura de los campos, ni la frondosidad de los viñedos, ni cuanto de más deleitoso hay a los ojos pudo en modo alguno deleitarle (1 Cel 3). La conclusión moralizante que pretende Celano para indicarnos su proceso de conversión no oscurece su situación de contemplativo frente a la vida. Si acaso nos refuerza la convicción de que su actitud fue madurando a medida que avanzaba por el camino espiritual, pasando de una contemplación sensitiva y estética de las cosas a otra más interiorizada, donde la creación ya no es objeto exclusivo del propio deleite, sino sujeto capaz de alabar con su existencia agradecida al Dios que la modeló y servir de sacramento para que el hombre transite por ella hasta encontrarse con el Creador de ambos.

b) Contemplar al hombre

La contemplación no se limita a percibir las cosas con un respeto admirativo. Es extensible también a nuestras relaciones con los demás hombres; y el factor que determina esta actitud es el de colocarse ante el otro no con pretensiones absorbentes ni monopolizantes, sino de entrega confiada y aceptación respetuosa de su subjetividad. Los demás nunca nos pertenecen, por lo que el encuentro con ellos excluye todo afán de dominio, permitiendo y procurando favorecer la propia realización en libertad.

La actitud de Francisco frente al hombre, aun en aquella cultura de cristiandad donde parecía lógico que lo religioso pudiera imponerse, es siempre de admiración y respeto. La minoridad, que muchas veces quiere entenderse como un complejo de inferioridad, fue uno de los valores fraternos que defendió con más tesón. Y esto porque expresaba la posición que debe tomar todo creyente que pretenda seguir a Jesús ante los hombres vistos como hermanos.

Francisco se pone siempre como servidor; pero un servidor del Evangelio que ofrece a los demás, en plan de igualdad, el descubrimiento existencial que él ha hecho (2CtaF 2.3). Las formas concretas de materializar este ofrecimiento fueron muchas; pero siempre destaca en ellas el respeto por el otro y el temor a poder avasallarlo o dominarlo, apropiándose el señorío que sobre ellos sólo tiene Dios.

Para Francisco, contemplar al hombre es descubrir en él la obra de la creación, donde Dios ha volcado todo su amor de una forma respetuosa. Ese amor incondicional es el que le confiere la dignidad de ser amado y respetado por todos en su singularidad.

El que es capaz de percibir que cada hombre, que cada hermano, es un don del Señor para recordarnos nuestra condición fraterna anclada en la de Jesús, es que su mirada está limpia de todo afán de posesión utilitarista; es, en definitiva, que está cultivando esa actitud contemplativa que acompañó a Francisco en su caminar hacia Dios.

c) Contemplar a Dios

Por último, el talante contemplativo colorea también las relaciones con Dios. En este sentido, contemplar es percibir intuitivamente lo que es Dios y lo que es el hombre y el lugar que ocupa cada uno en este encuentro personal. La expresión de Francisco: «¿Quién eres tú, dulcísimo Dios mío? Y, ¿quién soy yo, gusano vilísimo e inútil siervo tuyo?» (Ll 3), después de recibir las llagas, es el exponente de lo que significaba para él la contemplación.

En la contemplación Francisco condensa toda su teología, pero también su antropología. Respecto a su concepto de Dios ya hablamos anteriormente en el cap. II, por lo que no hace falta volver sobre él. Lo que pensaba del hombre, aunque no lo hiciera en forma sistemática, también está bastante claro en sus Escritos, y a ellos nos vamos a remitir.

A diferencia de nuestra cultura, que es más bien antropocéntrica, Francisco tiene un concepto teocéntrico del mundo. Lo primero y lo último, lo más importante y principal, lo único y definitivo, es decir, el centro de todo, es Dios, de cuyo amor brota todo lo demás, y en Él encuentra su meta y su destino. De ahí que el hombre sea un ser relacional, cuya plenitud y realización está referida al cumplimiento de la voluntad de Dios su Creador.

Ese oscuro pecado original que anida en el fondo del hombre y de su historia rompió esa actitud de referencia, ahogando al hombre en el círculo estrecho de su egoísmo y falsa autosuficiencia. Esta rotura dramática es la que reparó Jesús con su vida, muerte y resurrección; pero el hombre quedó herido en su voluntad para reconocer la realidad original de sus relaciones con Dios. Por eso busca mil razones y subterfugios para escapar de ese diálogo que le constituye en su propio ser, dilatándolo mas allá de sí mismo.

Dentro de esta visión antropológica de Francisco, contemplar a Dios es aceptar al Otro como Absoluto y a sí mismo como relativo, esforzándose por mantener esta relación que constituye la propia realización y destino. Este encuentro con la Presencia no es ningún salario que pague nuestro esfuerzo: eso seria encerrar a Dios en el ámbito de la magia con el fin de dominarle. A este encuentro se va desde la gratuidad agradecida y confiada del que sabe que Dios colma nuestra menesterosidad.

Así fue, al parecer, la relación de Francisco con su Dios; una relación abierta, respetuosa, deslumbrante, gratificante, en la que su ser se iba empapando de Dios a medida que consentía en la realización de su voluntad. Las Alabanzas al Dios Altísimo, escritas después de recibir las llagas, expresan de forma gráfica lo que era para Francisco la contemplación de Dios.

Además de contemplativo, Francisco era un místico sin ningún tipo de fenómenos extraordinarios ni método doctrinal concreto que le sirviera en su experiencia y pudiera expresar su ascenso espiritual. Pero así y todo, vivió su relación con Dios de una forma intuitiva y directa que los estudiosos definen como mística. Su presencia era para él casi física. Indudablemente contribuía a ello el ambiente religioso medieval, pero no lo explica del todo.

Después de su conversión, Dios era para él algo que le subyugaba, le seducía, le llenaba y le ocupaba; algo de lo que necesitaba y de lo que no podía prescindir. Parecía como enganchado en Dios; y esta dependencia le liberaba, puesto que en su presencia aprendía en qué consiste ser hombre. Una presencia y una contemplación que, lejos de ser estériles, producían su fruto, pues Francisco no sólo acogía a Dios sino que lo practicaba, traduciéndolo en hechos que materializaran su voluntad. De ahí que en Francisco sorprenda su profunda oración mística y su gran actividad evangelizadora. Una actividad que brota de la necesidad de compartir su hallazgo invitando a los demás a que intenten acoger el Misterio como una forma de recobrar el sentido de sus vidas.

B.- ORAR SIEMPRE

El que ha sido tocado por Dios en lo profundo de su ser, como Francisco, necesita alargar este encuentro para satisfacer su sed de sentido, sin el que la vida estaría vacía, e iluminar su diario existir. Francisco lo describe como espíritu de oración y devoción (2 R 5,2).

Este empeño en hacer de la alabanza el susurro continuo de un corazón abierto a Dios es tradicional en la historia de la espiritualidad. Ante la invitación de Jesús a orar siempre y no desanimarse (Lc 18,1), algunos Santos Padres y escritores de los siglos IV y V organizaron el Oficio divino según los momentos claves del día. La finalidad no era otra más que responder a la llamada evangélica de orar sin descanso. De este modo la plegaria discontinua de las Horas aparece como una sustitución de la plegaria continua. Si la primera garantiza el Oficio comunitario de los cenobitas, la segunda permanece siempre como norma suprema hacia la que debe tender toda vida monástica.

El ideal de plegaria incesante se materializó particularmente entre los eremitas, aunque ciertas formas de cenobitismo más cercanas a la vida solitaria la adoptaran también en gran medida. Sin embargo, la recitación de las Horas y las lecturas quedaron como una deseada aproximación a este ideal de plegaria continua.

En el siglo V, los Acématas, una comunidad de origen siríaco, adoptó la costumbre de cantar a Dios incesantemente en un monasterio a las puertas de Constantinopla. Esta materialización del ideal de la oración continua parece que influyó, a principios del siglo VI, en un monasterio de las Galias, al instaurar esta celebración incesante de la alabanza divina mediante grupos de monjes que se relevaban en el coro, sin interrupción, día y noche. Esta práctica de la oración continua o laus perennis se difundió por algunos monasterios merovingios, tanto masculinos como femeninos.

Francisco, seguramente, no tuvo conocimiento de que alguna vez se hubiera dado en su literalidad este deseo de alabar a Dios continuamente. Pero la alerta evangélica de orar siempre para no caer en la tentación, que sirvió de marco a monjes y eremitas a la hora de concretizar su programa de oración, fue retomada también por Francisco como ámbito en el que se debía desenvolver la vida de los hermanos. Por eso nos dice:

«Guardémonos mucho de la malicia y sutileza de Satanás, que quiere que el hombre no tenga su mente y su corazón dirigidos a Dios. Y, dando vueltas, desea llevarse el corazón del hombre so pretexto de alguna recompensa o ayuda, y sofocar en su memoria la palabra y preceptos del Señor, queriendo cegar el corazón del hombre por medio de los negocios y cuidados del siglo, y habitar allí... Por lo tanto, hermanos todos, guardémonos mucho de perder o apartar del Señor nuestra mente y corazón so pretexto de alguna merced u obra o ayuda. Mas en la santa caridad que es Dios, ruego a todos los hermanos, tanto los ministros como los otros, que, removido todo impedimento y pospuesta toda preocupación y solicitud, del mejor modo que puedan, hagan servir, amar, honrar y adorar al Señor Dios con corazón limpio y mente pura, que es lo que él busca sobre todas las cosas; y hagámosle siempre allí habitación y morada a aquél que es Señor Dios omnipotente, Padre e Hijo y Espíritu Santo, que dice: Vigilad, pues, orando en todo tiempo, para que seáis considerados dignos de huir de todos los males que han de venir, y de estar en pie ante el Hijo del Hombre. Y cuando estéis de pie para orar, decid: Padre nuestro, que estás en el cielo. Y adorémosle con puro corazón, porque es preciso orar siempre y no desfallecer» (1 R 22,19-29; cf. 2 R 10,9; Adm 16; 2CtaF 19-21).

Esta misma insistencia en la oración se repite innumerables veces a través de sus Escritos, recordándonos a todos los hermanos que «nada nos impida, nada nos separe de esta Presencia, y en todo lugar, a toda hora y en todo tiempo, todos los días y continuamente, creamos verdadera y humildemente y tengamos en el corazón y amenos, honremos, adoremos, sirvamos, alabemos y bendigamos, glorifiquemos y sobreexaltemos, engrandezcamos y demos gracias al altísimo y sumo Dios» (1 R 23,10-11).

La necesidad de mantenerse continuamente en esta actitud acogedora de la Presencia viene expresada en la repetición machacona del todo aplicado a los hermanos, el tiempo y el lugar. El hombre en su totalidad debe mantener despierto y abierto el corazón para que el Dios Trinidad habite y actúe en él hasta transformarlo.

Los biógrafos han ampliado este dato, por otra parte cierto, de la disponibilidad orante de Francisco, llevándolo muchas veces hasta la materialización de que el Santo estaba continuamente en oración (2 Cel 96; LM 10,6; LP 119; EP 94). No cabe duda que Francisco ocupó mucho tiempo en la plegaria y se esforzó por mantener ese espíritu de oración y devoción como presupuesto; pero esa exageración piadosa no se entiende si no es para motivar el deseo de hacerlo un modelo hagiográfico que invitara a los hermanos, pero sobre todo a los creyentes, a la práctica de la oración.

Celano apunta esta función didáctica del relato al decirnos que si narra «las maravillas de su oración es para que las imiten los que han de venir» (2 Cel 94). En este sentido hay que entender también las palabras de S. Buenaventura al decir de Francisco que «para no verse privado de la consolación del Amado, se esforzaba, orando sin intermisión, por mantener siempre su espíritu unido a Dios... Era también la oración para este hombre dinámico un refugio, pues, desconfiando de sí mismo y fiado de la bondad divina, en medio de toda su actividad descargaba en el Señor, por el ejercicio continuo de la oración, todos sus afanes... Exhortaba a los hermanos, con todos los medios posibles, a que se dedicaran a su ejercicio. Y en cuanto a él se refiere, cabe decir que ora caminase o estuviese sentado, lo mismo en casa que afuera, ya trabajase o descansase, de tal modo estaba entregado a la oración, que parecía consagrar a la misma no sólo su corazón y su cuerpo, sino hasta toda su actividad y todo su tiempo» (LM 10,1).

El ideal de la oración continua se haría aquí realidad. Para los biógrafos esta descripción, que nos puede parecer exagerada, está en función de la misma Leyenda escrita por S. Buenaventura, que no pretende más que hacer de Francisco un modelo hagiográfico que invite a los fieles a la comunicación con Dios. Pero si analizamos un poco esta figura del Francisco orante comprobaremos, más allá de la literalidad de las palabras, que no se refiere tanto a la materialidad de la oración, tal como nosotros la entendemos, cuanto a esa actitud orante que el mismo Santo define, como antes he dicho, como espíritu de oración y devoción.

En esto no hace más que remontarse a la más pura tradición monástica y eremítica, donde tanto la Palabra como su eco son objeto de rumia por parte del monje, para mantener continuamente abierto su corazón a Dios. Sólo desde esta disponibilidad es posible recibir en los momentos propios de la oración la visita saludable del Señor y hacer fecunda su permanencia. Porque de lo que se trata no es de encerrar en un espacio de tiempo determinado la presencia salvadora de Dios en nosotros, sino de tomar conciencia de que Dios se nos da continuamente y tenemos que hacer de nuestras vidas su habitación y morada; y esta realidad necesita tiempo para ser percibida, pero todavía más para ser llevada a cabo de una forma responsable.

C.- FRANCISCO, JUGLAR Y LITURGO DE DIOS

Centrándonos un poco más en lo que normalmente entendemos por oración, cabe subrayar no sólo la profundidad teológica de la plegaria en Francisco, sino su diversidad en cuanto a las formas. La frase con la que san Buenaventura describe a Francisco como juglar y liturgo de Dios (LM 8,10) expresa realmente el modo con el que el Santo se relacionaba con el Misterio. Por una parte, su condición de juglar le permitía encontrarse con Dios de una forma espontánea, sacando de sus raíces populares esas expresiones plásticas que le posibilitaban una mayor creatividad personal. Por otra, su condición de hombre de Iglesia le obligaba a ser también liturgo, expresando en el Oficio divino y en las demás celebraciones eclesiales su docilidad al Espíritu para que le abriera a Cristo como sacramento del Padre.

a) «Alabemos a Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo»

Como ya decíamos antes, para que se dé oración hacen falta tres elementos: Dios, el hombre y el encuentro de ambos. Pues bien, el Dios ante el que ora Francisco es el Dios trinitario; y no simplemente porque así se lo hayan enseñado, sino porque, fundamentalmente, el Dios que experimenta Francisco a partir de su conversión, el Dios que le seduce, le desconcierta y le funda en su realidad de hombre, es el Dios-Comunidad, el Dios-Trinidad. A partir de esta experiencia irá leyendo todo su camino espiritual, apoyado por la historia de salvación que se relata en la Escritura, como una manifestación continua del empeño del Padre, el Hijo y el Espíritu por hacerle partícipe de su propia vida a través de la Iglesia.

Este es el núcleo teológico de la oración de Francisco tal como se refleja en sus Escritos. Rastrear por ellos la presencia del Dios-Trinidad, que manifiesta su realidad amorosa ofreciendo al hombre la posibilidad de ser y sentirse partícipe de esa misma vida, nos llevaría demasiado tiempo. Como muestra será suficiente ver el capítulo 23 de la Regla no bulada.

Todo él es una plegaria de acción de gracias por el hecho de la salvación. No tanto por el hecho en sí, sino porque esa acción salvadora brota del amor misericordioso de Dios, es decir, del mismo ser de Dios. Esta comunicación benevolente es obra del Padre, por medio del Hijo, en el Espíritu Santo. La Trinidad entera participa, aunque de forma distinta, en el acercamiento de la divinidad al hombre. Por lo tanto, el objeto al que se dirige el corazón agradecido del orante no puede ser otro más que el Dios-Trinitario. Consciente de su impotencia, acudirá a la Virgen y a los Santos para que, desde su condición privilegiada, alaben a la divinidad como le es debido.

Francisco comienza esta alabanza dando gracias al Padre por haberse comunicado, por medio del Hijo, en el Espíritu, de forma tan admirable en la creación, sobre todo al modelar al hombre con sus manos (v. 1). Si este gesto de amor es motivo de agradecimiento, todavía lo es más el habernos recreado por medio del Hijo al hacerse hombre como nosotros en el seno de María, y asumir nuestra condición pobre y pecadora (v. 3) hasta el punto de tener que morir en la cruz. Pero la muerte no es el final; el haber sentado el Padre a Jesús a su derecha, como prueba de lo que es capaz de hacer por el hombre, por la humanidad, es también motivo de agradecimiento expresado en alabanza (v. 4).

Francisco es consciente de que comprender todos estos rasgos de generosidad divina y aceptarlos con agradecimiento sólo puede hacerlo un hombre que sea a la vez Dios. De ahí que pida a nuestro Señor Jesucristo, su Hijo amado, que, junto con el Espíritu Santo, le den gracias por todo y de forma adecuada (v. 5). A esta plegaria filial de Jesús al Padre, Francisco incorpora a la Virgen y a todos los Santos para que le den gracias por todas estas cosas que ha hecho, junto con el Hijo y el Espíritu, por todos nosotros (v. 6).

El gesto agradecido de la oración, cuando es verdadero, no se limita a florecer sólo en los labios, sino que baja hasta el corazón para llenarse de un amor eficaz y duradero. No basta decir: «¡Señor, Señor!», sino que tiene que ser la propia vida en coherencia con el Evangelio la que alabe agradecida el ofrecimiento incondicional de Dios al hombre (v. 7). Sólo entonces podemos decir con verdad que el objeto de nuestro corazón, de nuestro amor, es únicamente Dios (v. 8), y que solamente Él atrae la fuerza de nuestros deseos (v. 9). Así pues, nada nos debe impedir que amemos y alabemos a Dios, trinidad y unidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo (v. 10), ya que ante el acercamiento hasta nosotros de Dios como amor no cabe otra respuesta que el amor hecho agradecimiento y alabanza. De este modo al menos entendió Francisco la oración como una respuesta al amor de Dios.

b) La oración privada

En la oración privada es donde se descubre el auténtico Francisco como orante. La posibilidad que le ofrecía esta forma de oración liberaba toda su potencialidad creativa a la hora de materializar su encuentro con Dios. En estas situaciones espontáneas es donde emerge y se manifiesta lo más profundo de Francisco; aquello que le constituye y lo configura como hombre de Dios y para Dios.

Este hombre que se descubre relativo y abre el corazón a su Señor lo hace desde su misma estructura cultural. La religiosidad popular le facilitó una imagen de Dios que condicionaba también su respuesta y apertura a Él. Los distintos posos culturales que yacían en el fondo de la religiosidad medieval hacían de la oración del pueblo algo más de lo que entendían los teólogos por tal. Bien es verdad que sabemos muy poco, por no decir nada, de la auténtica oración del pueblo llano en el Medioevo. Al no tener ni capacidad ni posibilidad de transmitir por escrito sus experiencias, sólo nos ha llegado lo que de ellos escribieron los clérigos, la mayoría de las veces para desautorizarlas y prohibirlas.

Cuando buscamos en Francisco esta raíz popular de su oración, difícilmente la encontraremos en sus Escritos, por cuanto éstos corresponden a una etapa avanzada de su vida y, sin pretenderlo, mantienen cierta oficialidad. Es más bien en las biografías donde aparecen, espontáneos, estos rasgos arcaicos de su personalidad popular. La obsesión por comunicar y compartir su experiencia evangélica con todos, especialmente con la gente llana, permite que afloren estas vivencias profundas al contacto con las formas de orar que tiene el pueblo.

Francisco escribió un número considerable de textos que pertenecen al género literario y a la estructura de la oración. Aunque todos ellos poseen una inspiración litúrgica, sin embargo difieren bastante en cuanto a la forma. Se dan oraciones propiamente dichas (Oficio de la Pasión; Carta a toda la Orden, 50-52; 1 R 23), alabanzas a Dios (Exhortación a la alabanza de Dios; Alabanzas al Dios Altísimo), himnos, poesías (Saludo a la bienaventurada Virgen María; Saludo a las Virtudes; Cántico de las criaturas).

El desconocimiento que tenemos de la literatura devocional que rodeaba a Francisco no nos permite asegurar, pero tampoco negar, la originalidad de algunas de sus oraciones, como la recitada ante el crucifijo de San Damián o la Paráfrasis del Padrenuestro. No obstante, del análisis del vocabulario se puede deducir que eran, más bien, oraciones comunes adoptadas para su devoción particular y que podía reelaborar a su gusto.

Todo este abanico de oraciones indica que su presencia ante Dios no fue monótona en cuanto a formas, aunque en sus Escritos no diga nada de este modo tan variado de situarse ante la divinidad. Son los biógrafos los que despliegan todas sus cualidades para mostramos un prototipo de Santo caracterizado por una oración extensa y profunda. Sin llegar a confundir el modelo que nos proponen con la realidad, sí hay que admitir la importancia de la oración en la espiritualidad de Francisco, hasta el punto de llenar grandes espacios de su vida y de constituir el centro de su ocupación y preocupación.

Las diferentes formas de oración en Francisco se entrelazan hasta devenir en un modo particular de encuentro con Dios. Sin embargo, existe una constante, por otra parte normal, que inicia su trayectoria en una preferencia por lo expresivo y gestual, pasando por lo meditativo, hasta llegar a centrar su oración en la liturgia oficial y su reflexión serena.

c) Oración laical

Sin duda, la formación religiosa de Francisco determinó, por lo menos hasta su conversión y los primeros años de la Fraternidad, el talante popular de su oración; una oración centrada en el gesto y la expresión corporal. De la oración de Francisco antes de su conversión no existen datos, por lo que se supone que seguiría las fórmulas y modos normales de cualquier cristiano de su tiempo: la asistencia a los oficios religiosos en la iglesia y las fórmulas de piedad particulares.

El primer gesto de una oración popular durante su conversión es el viaje a Roma como peregrino, para visitar la tumba del Príncipe de los Apóstoles (TC 10; 2 Cel 8; LM 1,6). En su tiempo, todo cristiano soñaba con visitar tres tumbas: la de Cristo (Jerusalén), la de S. Pedro (Roma) y la le Santiago (Compostela). Francisco, siguiendo esta tradición popular, con la que se expresaba de forma sencilla, pero exigente, el compromiso de seguir a Jesús desde la Iglesia fundada en los Apóstoles, visitó Roma y posiblemente los otros dos lugares, para alimentar su fe con la densidad de lo visible y lo palpable, haciendo de este caminar una parábola orante de su seguimiento tras las huellas de Jesús, y de su fidelidad a la Iglesia apostólica.

Otra expresión de su forma de orar popular fue la visita frecuente a las iglesias. La de San Damián fue decisiva en el proceso de su conversión, conservándose una de las oraciones que solía repetir ante el Crucifijo (OrSD; TC 13; 2 Cel 10). Poco antes de morir recordará esta fe en las iglesias, recibida como un don del Señor, que le empujaba a orar y decir sencillamente: «Te adoramos, Señor Jesucristo, también en todas tus iglesias que hay en el mundo entero y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo» (Test 4-5).

Pero el gesto más elocuente, por original, de su encuentro con Dios fue seguramente el desnudarse ante el obispo y el pueblo, para devolverle a su padre toda la ropa, como expresión de que se entregaba desnudo al Padre del cielo (TC 20; 1 Cel 14s; 2 Cel 12). Para nuestra sensibilidad actual difícilmente puede aparecer esto como una actitud orante. Sin embargo, para el pueblo medieval, y en concreto para Francisco, la oración es una tarea en la que participa también el cuerpo como forma de expresar la situación de la persona ante Dios. La gestualidad o, como ahora se dice, la expresión corporal, forma parte de la oración misma. Por otro lado, el contenido teológico del acontecimiento queda claro por su misma expresión: «Desde ahora quiero decir: Padre nuestro que estás en los cielos». El tema evangélico, tan querido por los pauperistas medievales, de seguir desnudo a Cristo desnudo queda aquí expresado de una forma plástica.

El componente laico en la oración de Francisco queda también de manifiesto al recordar su propensión a cantar, sobre todo en francés, alabanzas al Señor en los momentos claves de la vida. Su convicción de que está llamado a ser un juglar de Dios le permite aflorar ese subconsciente laico adquirido en su juventud. Apenas liberado de la tutela familiar, marchará por el bosque cantando en lengua francesa alabanzas al Señor (1 Cel 16).

Durante la reconstrucción de la iglesia de San Damián cantará igualmente por calles y plazas con el fin de recibir piedras (TC 21). Apenas reunidos cuatro hermanos, marchará con fray Gil a la Marca de Ancona cantando en francés en voz alta y clara las alabanzas del Señor (TC 33). El mismo Celano se pone como testigo de que «a veces tomaba del suelo un palo y lo ponía sobre el brazo izquierdo; tenía en la mano derecha una varita corva con una cuerda de extremo a extremo, que movía sobre el palo como sobre una viola; y, ejecutando a todo esto ademanes adecuados, cantaba al Señor en francés» (2 Cel 127).

La oración popular de Francisco bordea algunas veces la misma ortodoxia. La religiosidad del pueblo no tenía, como tampoco ahora tiene, un espacio para la oración. Toda ella es oración por cuanto supone un encuentro con Dios, encuentro que se reviste de formas expresivas no siempre inspiradas en la tradición cristiana. Una de estas formas es la llamada sortes apostolorum, o según otros sortes biblicae o evangelicae, consistente en abrir al azar por tres veces el evangeliario para conocer la voluntad de Dios. Francisco utilizará esta práctica para discernir la propia vocación y la de su compañero Bernardo (TC 28s; 2 Cel 15; LM 3,3). Aceptando el hecho como tal, es demasiada casualidad que aparecieran precisamente esos tres textos, los mismos que servían de fundamento para todos los Movimientos pauperísticos. Pero queda el sustrato de esa religiosidad popular que lo hacía asequible a la gente sencilla y les ayudaba a ponerse en la presencia de Dios, aunque fuera a través de medios tan poco teológicos como era la suerte de los Apóstoles.

d) Oración eremítica

Aunque los biógrafos insisten en sus largas horas de oración meditativa ya apenas convertido, lo más probable es que fuera adquiriendo tal costumbre de forma progresiva. El ambiente religioso de su entorno, con el tradicional asentamiento de ermitaños, favorecía este tipo de oración, sobre todo para un converso como Francisco que, ante la irrupción de lo divino de una forma imprevista, necesitaba poner orden en su azarosa vida de comerciante con tranquilidad y sosiego y, así, clarificar un poco su futuro.

Seguramente Francisco no formó parte, al menos de forma oficial, de los ermitaños que había por la Umbría. Sin embargo, los Tres Compañeros hacen notar que, una vez retirado en la iglesia de San Damián, se hizo un hábito a la manera de los ermitaños (TC 21), vestido que conservó hasta haber escuchado la lectura de Misión (TC 25). El vestido, sobre todo en la Edad Media, era un modo de presentación social con el que el individuo señalaba el ámbito de valores en el que se movía; era un lenguaje mediante el cual se afirmaba un modo de ser y ver el mundo. De ahí la importancia de que los biógrafos vistan a Francisco de ermitaño para expresar la situación espiritual en que se movía, y que, una vez evolucionó hacia formas más evangélico-pauperísticas, tuviera que cambiar de hábito. No obstante, el nuevo modo evangélico de vida mantenía ciertas características que lo asemejaban a ese eremitismo casi urbano que, sin dejar de relacionarse con la gente, les permitía poder dedicarse más libremente a la meditación sosegada y tranquila.

Los primeros años de la nueva Fraternidad fueron indudablemente de un talante eremítico-itinerante, donde se compaginaba el apostolado urbano y el retiro contemplativo en el bosque. De Vitry, no sin cierto formalismo, describe la vida de los primeros hermanos diciendo: «Durante el día van a las ciudades y a las aldeas para conquistar a los que puedan, dedicados así a la acción; y durante la noche, retornando al despoblado o a lugares solitarios, se dedican a la contemplación» (BAC 964).

El hecho de que sean los eremitorios las primeras moradas estables que consigue la Fraternidad en su asentamiento nos indica la importancia que se daba a este modo de vida y, por tanto, al tipo de oración que en ellos se llevaba. Pero no era exclusivo de los eremitorios este modo de estar en la presencia de Dios. El ejemplo de Francisco de aislarse en la soledad para orar y dedicar largas temporadas de retiro absoluto para entregarse a la oración-meditación, se convertirá en norma para todos los hermanos hasta el punto de exigir una Regla para los eremitorios, donde se retiraban de forma rotativa los orantes (1 R 17,5).

Esta Regla es el culmen de una tradición eremítica en la Fraternidad que se caracterizaba por el predominio de la meditación sobre la oración litúrgica. En Francisco aparece claro este instinto, sobre todo al principio, de retirarse al bosque para orar, el pasarse grandes temporadas de retiro contemplativo y el aislarse cuando se encuentra en algún convento para no ser molestado en su oración.

Al analizar la Regla para los eremitorios encontramos ya una armonización de la oración litúrgica y la meditativa. Los hermanos tienen que rezar todas las horas del Oficio, pero sin hacer referencia alguna a la celebración de la Misa, lo cual es otro indicio de su tendencia eremítica. En los otros eremitorios más conventuales el ritmo de vida era menos extremo. Se compaginaba la oración, el trabajo y el apostolado, pero teniendo siempre en cuenta que lo fundamental en sus vidas era la oración. Los biógrafos describen esta faceta de Francisco con gran profusión de detalles al ofrecernos innumerables momentos de la vida del Santo dedicados a este menester contemplativo (1 Cel 71. 91; 2 Cel 95. 168s; LM 9,4).

e) Oración paralitúrgica

La estructura devocional de Francisco está marcada por la liturgia. El haber bebido en ella durante las celebraciones de su propia iglesia y el aprendizaje de las letras en el libro de los Salmos determinaron su forma de dirigirse a Dios. La mayoría de las oraciones que nos quedan de Francisco están oradas desde la liturgia. Incluso el vocabulario que utiliza en su composición es netamente litúrgico, lo cual indica que su oración privada se alimentaba de la oración pública de la Iglesia, es decir, de la liturgia.

Un ejemplo claro de esta devoción paralitúrgica es el Oficio de la Pasión. Dejando para otro lugar el problema de su composición, si lo hizo Francisco sólo o se ayudó de algún experto o alguna armonía bíblica, lo cierto es que lo utilizaba diariamente como un complemento devocional del Oficio divino, lo mismo que hizo después santa Clara (LCl 30).

Si miramos la tradición monástica, la necesidad espiritual de los monjes se traduce en una prolongación del Oficio divino a fuerza de añadir salmos y más salmos. Sin embargo, en Francisco no se produce este fenómeno. Su necesidad devocional deja intacto el Oficio, pero se apresura a llenar ese vacío con oraciones inspiradas en la liturgia o, lo que es más significativo, con la adopción de un Oficio devocional donde pueda expresar más libremente los sentimientos que le provocan el acontecimiento de la salvación, el sentirse visitado por un Dios que ha hecho y hace tanto por él.

Que la práctica totalidad de su expresión literaria, en lo que se refiere a oraciones, esté inspirada en la liturgia nos lleva a la conclusión de que su meditación y oración privadas se nutrían también de ella. Francisco no tenía ninguna formación teológica para poder recurrir a los escritores espirituales en busca de apoyos devocionales que mantuvieran fresca su oración. Por lo tanto, debía encontrar en la liturgia los elementos necesarios para la rumia orante y la satisfacción de su devoción personal. Una prueba de ello es el llamado Breviario de San Francisco. Escrito por un capellán de la Curia romana, lo adquirió Francisco después de la aprobación de la Regla en 1223 con el fin de poder rezar el Oficio «según la ordenación de la santa Iglesia romana, a excepción del Salterio» (2 R 3,15). Poco tiempo después se le añadió un Evangeliario, pues según cuenta la Leyenda de Perusa, Francisco tenía por costumbre hacer leer el Evangelio del día, antes de la comida, cuando no podía acudir a la misa (LP 87)

El culmen, sin embargo, de la oración paralitúrgica de Francisco coincide con la plenitud espiritual de su vida. «Conociendo que la muerte estaba muy cercana, llamó a dos hermanos y les mandó que, espiritualmente gozosos, cantaran en voz alta las alabanzas del Señor -el Cántico de las criaturas o del hermano sol- por la muerte que se avecinaba o, más bien, por la vida que era tan inminente. Y él entonó con la fuerza que pudo aquel salmo de David: "Con mi voz clamé al Señor"» (1 Cel 109). «Mandó luego que le trajesen el códice de los Evangelios y pidió que se le leyera el evangelio de S. Juan desde aquellas palabras: "Seis días antes de la Pascua, sabiendo Jesús que le era llegada la hora de pasar de este mundo al Padre..."» (1 Cel 110).

La vida de Francisco, vista toda ella en clave cristológica -de imitación de Cristo- termina reproduciendo de forma paralitúrgica el signo de amor servicial, del amor kenótico, que determinó la vida y muerte de Jesús. Con esta puesta en escena, Francisco representa su proyecto evangélico vivido en presencia de Dios. Su oración trata de imitar, de identificarse con la oración de Jesús en total apertura al Padre. Esta voluntad, mantenida durante toda su vida, de acoger la fuerza del Espíritu para seguir a Jesús en su camino hacia el Padre, es lo que hizo de Francisco el creyente capaz de vivir su relación con Dios desde la liturgia; más aún, vivió la liturgia como el acontecimiento con el que la Iglesia celebra la comunicación salvadora entre Dios y el hombre de una forma plena. De ahí que su oración profunda, al estar marcada por la objetividad y la autenticidad que le confiere la Iglesia, estuviera saturada de liturgia.

f) La oración litúrgica

La vertebración de la vida y de la plegaria de Francisco está determinada por la liturgia y, más en concreto, por el Oficio de las horas. Su condición de convertido culto, al haber aprendido a leer y escribir con el libro de los Salmos como texto, le familiarizó con el hecho de tener que adoptar el Oficio divino para la Fraternidad una vez que fue aprobada por la Iglesia. Sin embargo, no podemos aplicar sin más nuestra visión actual del rezo de las Horas, dada la organización y la cantidad de medios de que disponemos, a la situación de la Fraternidad primitiva. La integración plena y estable del Oficio en la estructura orante de la Fraternidad necesitó un tiempo y un camino para ir recorriéndolo progresivamente hasta llegar a la normalidad.

La referencia que hace Francisco en su Testamento a que al principio los hermanos clérigos decían el Oficio al modo de los otros clérigos, y los laicos decían el Padrenuestro, puede dar la impresión de que la Fraternidad nació ya estructurada como una Orden religiosa en lo referente al Oficio. Sin embargo, no fue así.

La progresiva introducción del Oficio divino como oración oficial de la Fraternidad está en claro paralelismo con la evolución del Movimiento franciscano hasta desembocar en una Orden religiosa. Así pues, los biógrafos nos describen el comportamiento de la primitiva Fraternidad respecto al Oficio de una forma diferente de como lo hace Francisco en el Testamento. Al volver los hermanos de Roma e instalarse en Rivotorto, pedirán a Francisco que les enseñe a orar, pues no conocían todavía el Oficio eclesiástico (1 Cel 45). San Buenaventura, para disimular la simplicidad de los primeros hermanos, dirá que se entregaban preferentemente a la oración mental porque todavía no tenían libros para poder cantar las Horas canónicas (LM 4,3).

Si era verdad que no tenían libros, esto no era tanto porque no pudieran, sino porque no entraba en su forma de vida, de carácter más bien laico, el organizarse como una Orden. De ahí que su oración litúrgica u oficial fueran los Padrenuestros y la antífona Te adoramos, Cristo... que les había enseñado Francisco (TC 37). Esta práctica evidencia que la primitiva Fraternidad no se planteó la recitación del Oficio, sino que asistían, cuando les era posible, al que se celebraba en la iglesia más próxima (TC 38).

g) «Cumplir con el Oficio»

Con el ingreso, hacia 1215, de sacerdotes y gente con estudios, cambió la situación de la Fraternidad, imponiéndose la organización del Oficio divino.

Las Reglas, sobre todo la bulada, insisten de forma taxativa en la obligatoriedad de este tipo de oración; lo que, unido al desarrollo ministerial del apostolado y la necesidad del estudio de la teología, determinó la forma de oración conventual que primaba lo litúrgico sobre lo meditativo al estilo eremítico. Sin embargo, estas diferencias nunca fueron estancas, sino que se mezclaron armónicamente hasta constituir el ejemplo vivo y original de un hombre tocado por Dios, cuya única respuesta existencial es hacer todo lo posible por mantenerse de una forma abierta ante su presencia. La organización de la propia liturgia centró la oración de Francisco hasta convertirla en plegaria oficial y, al mismo tiempo, en alimento para su oración privada, como muestra el Oficio de la Pasión y el Evangeliario que se hacía leer cuando no podía asistir a misa.

La Regla de 1221 refleja este proceso ordenando que los clérigos cumplan con el Oficio, y los hermanos que saben leer se unan a éstos al recitar el Salterio; por el contrario, los que no saben leer tendrán que rezar los Padrenuestros (1 R 3,4-10). De todos modos, y a pesar de esta normativa, la carencia de libros era tan evidente que la Fraternidad de la Porciúncula sólo disponía de un ejemplar del Nuevo Testamento para rezar las lecturas de Maitines. Y el compilador, para justificarlo, añade que en aquel tiempo los hermanos no tenían breviarios, y muchos ni siquiera Salterios (LP 93).

Con la aprobación de la Regla de 1223 la normativa sobre el Oficio queda, más o menos, del mismo modo, aunque añadiendo que se haga según la forma de la santa Iglesia romana (2 R 3,1-4), es decir, según el rito litúrgico de la capilla papal. El famoso Breviario de S. Francisco escrito por un capellán de la Curia romana y adquirido por el Santo una vez aprobada la Regla, muestra la disfunción que había entre la norma sobre el rezo del Oficio y la posibilidad de que la Fraternidad como tal pudiera cumplirla. De hecho, según cuenta Giano, en el Capítulo general de 1230 fueron distribuidos a las diversas Provincias los breviarios y antifonarios de la Orden (Crónica 57), con el fin de que sirvieran de modelo para copiar todos los demás.

h) «Digan el Oficio con devoción»

Aunque sorprenda que Francisco no diga nada respecto a la actitud espiritual que deben adoptar los hermanos en la recitación del Oficio, tal omisión se explica si tenemos en cuenta que en la normalización de la Liturgia de las Horas se percibe más la mano del entendido canonista que la de Francisco. Sin embargo, los biógrafos nos han dejado una imagen de Francisco en la que aparece la seriedad con que se tomaba la recitación del Oficio y el empeño que ponía en hacerlo con dignidad (TC 52; 2 Cel 96). A pesar de que la Fraternidad adoptó el Oficio como expresión pública y oficial de su oración, no obstante trató de mantenerlo dentro de los límites de la sobriedad y la devoción, como nos recuerda la Carta a toda la Orden.

En esta Carta aparecen las motivaciones para celebrar el Oficio como una alabanza a Dios. En ella se pide a los clérigos que «digan el Oficio con devoción en la presencia de Dios, no poniendo su atención en la melodía de la voz, sino en la consonancia del alma, de manera que la voz sintonice con el alma, y el alma sintonice con Dios, para que puedan hacer propicio a Dios por la pureza del corazón y no busquen halagar los oídos del pueblo por la sensualidad de la voz» (CtaO 41s).

El contexto de este fragmento se encuentra en la Regla de san Benito. En el capítulo XX, que lleva por título De la reverencia en la oración, afirma que si a los poderosos les pedimos con humildad, ¿cuánto más al Señor Dios deberemos hacerlo con toda humildad y pura devoción? Esa misma actitud recomienda Francisco al recitar el Oficio: hacerlo «con devoción en la presencia de Dios». Aquí el término devoción es algo más que un simple sentimiento psicológico o un fervor religioso. Se trata de una disposición radical del hombre que lo hace abandonarse totalmente a Dios, entregarse como don y adherirse plenamente y sin condiciones a lo que se experimenta como Absoluto y Suficiente.

El recitar el Oficio con devoción en la presencia de Dios debe ser un deseo empeñativo para el hermano menor. Por eso hay que procurar evitar todo aquello que lo enturbia, como podría ser la preocupación por la melodía de la voz, buscando sobre todo la consonancia del alma, de manera que la voz sintonice con el alma y ésta con Dios. Estas advertencias no estaban fuera de lugar, pues muy pronto empezaron los frailes a cantar el Oficio con música propia y a competir con otros grupos religiosos (Giano, Crónica, 26; Eccleston, Los Menores en Inglaterra, 24. 27).

En la Regla para los eremitorios el ritmo de vida está marcado por el Oficio divino, aunque no se dice nada de la misa. Esto denota, por una parte, que la organización tan detallada de la Fraternidad contemplativa debió darse en los últimos años de la vida del Santo y con la intención, tal vez, de captar a los numerosos ermitaños que habitaban la Italia central; por otra, es un exponente de la vocación eremítica de la primitiva Fraternidad, que no se desvaneció con la adquisición de los primeros eremitorios -como Greccio, las Cárceles, etc.-, sino que mantuvo esa fisonomía tradicional propia de los ermitaños.

i) La misa de la Fraternidad

Aunque la oración litúrgica de la Fraternidad, por su talante laico y cuasieremítico, se centró más en el Oficio de las Horas que en otras celebraciones -como la misa-, a medida que se fue consolidando su estructura como Orden se organizó también la celebración de la Eucaristía. Las Reglas parece que lo suponen, pues no dicen nada al respecto. Sólo en la Carta a toda la Orden aparece la celebración de la misa diaria, no tanto para referirla al centro de la Fraternidad, por ser su acto más importante, sino para preservar la Eucaristía de toda intención mercantilista (CtaO 30-33).

Dada nuestra sensibilidad actual respecto a la Eucaristía, por ser el acto que nos constituye en Fraternidad, extraña un poco que Francisco no hiciera alusión a ella y se extendiera, por el contrario, en confesar su fe -y exigirla a los demás- en la presencia kenótica de Cristo en el sacramento del pan y del vino. Pero Francisco era hijo de su tiempo y bastante hizo con resaltar el aspecto humillante de la Eucaristía que le provocaba una actitud de adoración, más que de acción de gracias.

Este silencio sobre la celebración eucarística en la Fraternidad tiene, sin duda, una explicación: la inclusión de la Eucaristía en el Oficio divino y el talante eremítico-itinerante del grupo primitivo. Las normas sobre la celebración eucarística, tal vez por ser obvias, están ausentes de todas las grandes Reglas. Por eso no es extraño que en las franciscanas tampoco aparezca tal normativa. En cuanto a la repercusión que pudiera tener sobre la celebración de la Eucaristía el carácter eremítico de la primera Fraternidad, es un hecho presumible aunque no existan pruebas. La poca afección de los ermitaños a las celebraciones litúrgicas, especialmente de la misa, es un dato evidente; lo que no lo es tanto es si la Fraternidad primitiva asumió esta característica de forma radical o, más bien, la suavizó con una celebración modesta.

El silencio de Francisco respecto a la celebración eucarística es roto por los biógrafos al atestiguar de él que «juzgaba notable desprecio no oír cada día, a lo menos, una misa, pudiéndola oír. Comulgaba con frecuencia y con devoción tal, que la infundía también a los demás» (2 Cel 201). Al describirnos la imagen-robot de los Ministros, subraya que deben comenzar la mañana con la santa misa y encomendarse a sí mismos y la grey a la protección divina con devoción prolongada (2 Cel 185). Indudablemente esto sólo se podía hacer cuando la Fraternidad contaba ya con residencias fijas, tal como lo supone la Carta a toda la Orden, y que no fue posible hasta el año 1222 en que el papa Honorio III le concedió el privilegio de poder celebrar la Eucaristía y los divinos oficios en sus iglesias, si llegaran a tenerlas, aunque con las puertas cerradas. Con la bula Quia populares, de 1224, el Papa «les concede el privilegio de que, en sus lugares y oratorios, puedan celebrar el sacrificio de la misa y los demás divinos oficios con altares portátiles...». Hasta llegar aquí, todos los hermanos, como cualquier cristiano, tenían que contentarse con ir a la iglesia más cercana para oír y, si eran sacerdotes, posiblemente celebrar la Eucaristía (TC 38).

j) El sacramento de la penitencia

Otra acción litúrgica de la Fraternidad orante es el sacramento de la penitencia. Durante la Edad Media llegó a privatizarse tanto, que parecía no pertenecer a la comunidad eclesial sino, más bien, a la devoción particular de los fieles. Francisco, haciéndose eco del Concilio IV de Letrán, invita a confesar todos los pecados al sacerdote; sin embargo, dada su privaticidad, resulta difícil descubrir en este sacramento una acción de la comunidad eclesial en la que Dios se nos acerca como Padre que perdona y nos anima a empezar de nuevo, y nosotros aceptamos agradecidos esta nueva acogida alabándole en su misericordia.

Debido a sus condicionamientos teológicos, Francisco subraya en este acto litúrgico su aspecto menos positivo; es decir, la realidad pecadora del hombre y su continua necesidad de acudir a la misericordia divina para recibir, por medio del sacerdote, la gracia del perdón. Pero si tratamos de colocar la celebración de este sacramento dentro del ámbito de la salvación realizada por Cristo, entonces la penitencia se convierte en una acción de gracias al sentirnos, nosotros que estábamos cautivos, redimidos por su cruz, sangre y muerte (1 R 23,3); una redención que se prolonga en el tiempo y que tendrá su culminación al fin de los siglos, cuando el mismo Hijo vuelva en la gloria de su majestad «para decir a todos los que le conocieron, adoraron y sirvieron en penitencia: "Venid, benditos de mi Padre; recibid el reino que os está preparado desde el origen del mundo"» (1 R 23,4).

La penitencia, pues, vista desde el aspecto comunitario y eclesial de la salvación, es también un momento gozoso en el que Dios se nos ofrece como gracia y en el que «nosotros, míseros y pecadores, incapaces de responderle como es debido, imploramos suplicantes al Hijo con el Espíritu que le den gracias de todo como a Él mismo le agrada» (1 R 23,5).

La oración litúrgica de la Iglesia debió de ser muy importante para Francisco si tenemos en cuenta, no sólo su conciencia de haber faltado a la Regla prometida al no decir el Oficio como en ella se manda, sino también la dureza con que trata a los que no rezan el Oficio según manda la Regla.

A pesar de que Francisco no fue psicológicamente escrupuloso ni su enfermedad de los ojos le permitía leer el Oficio, sin embargo se duele de haber faltado a su deber o por negligencia, o por su enfermedad, o porque era ignorante e idiota (CtaO 39). Tal vez fuera su convencimiento de sentirse un ejemplo vivo para los demás lo que le llevara a reconocer como culpa lo que era, simplemente, imposibilidad material.

Esta imposibilidad convertida en culpa es la que se cernió, muy probablemente, sobre algunos hermanos al no poder rezar el Oficio por falta de libros adecuados. A esos tales no los tiene por católicos ni por hermanos, y no quiere verlos ni hablarles hasta que se arrepientan (CtaO 44). Una actitud sorprendente en el Santo que, además de mostrar su vinculación jurídica a la Iglesia de Roma, indica, si es que no rezaban el Oficio por negligencia, su convicción de que la alabanza a Dios era fundamental para la comprensión de la Fraternidad.

D.- ORAR LA VIDA

La oración, por importante que sea en el camino espiritual de un creyente, no puede estar desligada del resto de la vida. Orar no es un acto más de la persona, que se pueda colocar junto a otras actividades, también importantes, para la realización cristiana. El que ora se sitúa, todo él, ante la presencia de Dios, consintiendo a su acción salvadora y dejándose transir por lo que constituye su fundamento y horizonte. Por eso Francisco no rehuyó la mirada benevolente de Dios que le invitaba a la penitencia (Test 1); es decir, a la conversión de su vida en un quehacer para el Reino propuesto por Jesús en el Evangelio. Desde que Francisco experimentó en Espoleto la presencia divina de una forma arrolladora, no pudo hacer de su vida otra cosa más que gastarla, convertida en respuesta, en adorar, alabar y servir a su Señor.

Francisco no fue sólo un orante o, al decir de Celano, la oración personificada. Francisco hizo de su vida una oración continuada al desplegar todo lo que era, tenía y hacía, ante la mirada sanante de Dios.

Este empeño por caminar en su presencia es lo que hizo de Francisco un continuo buscador de Dios -peregrino del Absoluto-, que rastreaba la vida y sus acontecimientos para encontrar en ellos la voluntad de Dios y saciar su sed de totalidad.

Por eso, la oración de Francisco no fue nunca una evasiva ni una despreocupación de los problemas reales que le planteaba la vida. Tuvo que afrontar momentos difíciles y oscuros para descubrir que, al final, siempre existe una luz que confirma la esperanza; pero también experimentó en el gozo y la alegría la certeza de que Dios habita en el fondo de los seres y de los acontecimientos. Percibir lo divino que se manifiesta en la creación no es algo natural que se dé sin esfuerzo. La sensibilidad para percibir la presencia de lo divino es un don que nos ofrece el Espíritu a cambio de que le abramos las puertas de nuestro ser personal y contribuyamos a que su acción operante se lleve a cabo en nosotros.

Este gesto de receptividad activa, alargado en el tiempo y desplegado en un lugar, es lo que solemos llamar oración. La incesante necesidad de adorar, dar gracias y alabar esta Presencia desbordante, reducida a un momento y a unos modos, es lo que llamamos plegaria. Los largos espacios de tiempo empleados y la variada gama de formas en que desplegó Francisco su oración, aun siendo importantes, no deben oscurecer esa otra dimensión orante que, por estar enraizada en la vida, pero más allá del tiempo y del espacio, no puede ser contabilizada. El encuentro con el Señor necesita de espacios y de tiempos para materializar la aceptación de esa presencia; pero si esos momentos de oración, en su sentido material, no sirven para agudizar nuestra sensibilidad a la hora de percibir lo divino que se esconde y manifiesta en la historia, entonces la plegaria se convierte en un círculo cerrado que no sirve más que para autoalimentar nuestras ilusiones y buscar satisfacción a nuestros deseos.

Para Francisco, la conversión supuso el encuentro de dos historias personales: la de Dios y la suya. Pero el Dios que se encuentra Francisco no es ese ser trascendente despreocupado de todo lo que pueda ocurrir entre los hombres. El Dios que sale al encuentro de Francisco se ha hecho hombre, se ha hecho historia en Jesús, asumiendo la pobreza de sus limitaciones y afrontando el reto del tiempo para quedarse silencioso, pero operante, en la Eucaristía.

Ante tal rebajamiento, la respuesta de Francisco toma cuerpo asumiendo su total pobreza y tratando de seguir, confiado, el camino escondido que Dios hace a través de la historia. En Francisco, la voluntad de seguir la vida y pobreza de Jesús se identifica con la necesidad de tenerlo continuamente en el corazón para amarle, honrarle, adorarle, servirle, alabarle, bendecirle y glorificarle (1 R 23,10); es decir, para el Santo, orar se reduce a vivir con honradez el Evangelio.

Cualquiera que desconozca las biografías que hablan de Francisco, podrá creer que la madurez con que vivió su relación con Dios -su oración- le obligaba a llevar una vida retirada y al margen de los problemas que bullían en la sociedad de su tiempo. Sin embargo, no fue así. Sorprende la gran actividad apostólica que realizaba y su acercamiento a los grupos sociales más diversos, con el fin de comunicarles de forma directa y experimental la buena noticia del Evangelio. El talante de itinerancia que adopta en su apostolado es un exponente de su afán por anunciar a todos los hombres que la raíz y el horizonte de lo humano está en Jesús, el Dios que se hace hombre manifestándose en la espesura de nuestra humanidad.

Para Francisco, la oración no fue un tiempo sagrado dedicado exclusivamente a Dios para llenarse de Él y luego poderlo ofrecer a los demás en el apostolado, como a veces insinúan los biógrafos. Toda su vida evangélica, por estar vivida ante la mirada bondadosa de Dios, fue oración, si bien tomaba formas distintas según se materializara en espacios de reflexión y contemplación o en actividades de convivencia y predicación.

De este modo, la oración y la vida, o la contemplación y la acción, eran momentos de su ser cristiano que se autentificaban recíprocamente. Por su oración pasaba todo lo creado con su carga de sufrimiento y su capacidad para convertirse en alabanza de Dios (Cánt); pero, al mismo tiempo, su predicación era una invitación a tomar la vida con seriedad, con profundidad, alabando al Señor por habernos amado de una forma tan desinteresada y comprometida (2CtaF 19-62). Para Francisco, alabanza y acción se identificaban hasta el punto de motivar a sus frailes diciéndoles: «Alabad a Dios, porque es bueno, y enaltecedlo en vuestras obras; pues para esto os ha enviado al mundo entero, para que de palabra y de obra deis testimonio de su voz y hagáis saber a todos que no hay otro omnipotente sino Él» (CtaO 8-9).

Para Francisco, como buen medieval, el mundo no es un engranaje mecanicista donde las cosas suceden según sus propias leyes sin que nadie lo habite ni armonice. Él lo pensaba vivo; animado por una Presencia que funda, sostiene y empuja todo lo creado hacia su plenitud (1 R 22,1-4); de ahí su enorme providencialismo. La historia, más que una sucesión de aconteceres inconexos, es el fluir providente de un proyecto nacido del amor. Por eso Francisco recuerda en su Testamento que el Señor fue el que le hizo cambiar de vida y hacer penitencia (v. 1); el que lo acompañó hasta donde estaban los leprosos, para que practicase con ellos la misericordia (v. 2); el que le dio tal fe en las iglesias, como lugar de encuentro entre Dios y los hombres, que no constituían ningún obstáculo a la hora de formular una sencilla oración sobre la cruz (v. 4). Igualmente, fue el Señor el que le concedió una fe tan grande en los sacerdotes, a causa de su ministerio, que prefería callar sus defectos y limitaciones para colaborar con ellos de una forma reverente (vv. 6-10); lo mismo habría que decir de los teólogos (v. 13). Por último, el Señor fue el que le dio los hermanos para que formaran la Fraternidad, inspirándoles que vivieran según la forma del santo Evangelio (v. 14).

Si el mundo no es fruto del azar sino de la magnanimidad amorosa de Dios que lo acompaña en su caminar, la actitud del hombre no puede ser otra más que reconocer esta presencia, abandonándose en sus manos, y hacer de su vida una alabanza continua al que nos llama a participar de su mismo amor.



3. CONCLUSIÓN: «DIOS MÍO Y TODAS MIS COSA»

Después de haber hecho el recorrido por el camino orante de Francisco, la sensación que nos queda es que, para él, la realidad de Dios fue lo que centró toda su vida. Alrededor de esta experiencia vital organizó su ser y su quehacer, abriéndose en disponibilidad ante esa Presencia de una forma confiada y agradecida, que le maduró hasta poder dar frutos de una humanidad sin egoísmos y al servicio de todos.

Si para Francisco, hasta cierto punto, era evidente esta experiencia religiosa por realizarse dentro de un marco sacral como era la sociedad del Medioevo, para nosotros ya no lo es tanto. Nuestra cultura ha ido emigrando hacia unos espacios en los que Dios ya no constituye la clave de interpretación de la realidad, ni siquiera la interior del hombre. Más aún, se culpabiliza a la creencia en Dios de haber mantenido al hombre en un estado de sumisión e infantilismo que le ha impedido desarrollar todo su potencial humano. Para salvar al hombre había que matar a Dios; y eso es lo que ha pretendido la actual sociedad occidental.

Esta sociedad postmoderna, y cada vez más secular, nos está planteando el reto de la autodeterminación o autorrealización humana, consistente en afirmar, no sólo con las ideas sino también con los hechos, que el hombre no necesita referencia alguna para saberse y realizarse; es decir, que el hombre es la medida de todas las cosas. Si este planteamiento trastorna nuestro sistema de creencias sobre Dios, sin embargo, también le confiere una nueva dimensión que hasta ahora se nos hacía difícil percibir: Dios como ser gratuito que no se interfiere en el desarrollo natural de los acontecimientos sino a través de los hombres, sobre todo de aquellos que con su conducta ética o creyente aceleran la venida del Reino.

Ante este proceso de secularismo que generalmente va unido al agnosticismo, podemos caer en la tentación de refugiarnos en el pasado reconstruyendo angélicos y artificiosos mundos que, si bien nos aseguran una tranquilidad momentánea, acaban por desvelar lo irreal del proyecto. La sociedad actual es como es, aunque nos pese; y la solución no será nunca la huida al pasado, sino la aceptación de la vida real como reto que nos obliga a replantearnos nuestra fe y ofrecerla en formas nuevas que sean significativas para la sociedad que pretendemos transformar.

La oración puede encontrar sentido dentro de una sociedad secularista y agnóstica si somos capaces de ofrecerla como vida encarnada y comprometida. Nuestra identidad de hermanos que se reúnen en Fraternidad para seguir el Evangelio necesita fundarse en la oración. Pero esta identidad orante difícilmente será creíble si no la presentamos como oferta de gratuidad, capaz de ser humanizadora si se vive como opción radical de la propia fe. Esto nos lleva a preguntarnos si efectivamente el tipo de oración que practicamos evidencia el compromiso por lo que, a niveles teóricos, declaramos como fundamental: Dios como centro y clave del hombre.

Si Dios es -o debe ser- para nosotros el Absoluto, lógicamente todo lo demás debe estar en función de esta convicción, no solamente trabajando por limpiar nuestro corazón para poder ver a Dios, sino colocando en segundo lugar, por importante que sea, todo aquello que decimos no ser Dios mismo. El trabajo y el estudio, dos actividades-tipo que podemos convertir en absolutos, y por tanto en ídolos, deben supeditarse a la supremacía de Dios (2 R 5,1-3; CtaA 2); de lo contrario, es que no hemos entendido lo que significa ser hermano menor.

Para que la oración nos ayude a crecer y caminar por el sendero de nuestra propia fe, necesita ser personalizada. Por mucho que la Fraternidad arrope y sostenga la oración de cada uno de sus miembros, nunca podrá sustituir la responsabilidad individual de hacerse presente ante el Dios del que vive y para el que vive. Nuestra dignidad personal está fundada en el amor particular que Dios nos tiene; y ese gesto de generosidad necesita ser correspondido con la alabanza y la voluntad de ir creciendo a su imagen y semejanza, puesto que imitando a Dios es como aprendemos a ser hombres.

Sin embargo, la realidad de la oración no se limita al ámbito individual. La Fraternidad es también personal y, por tanto, receptora de ese amor fundante (Test 14-15) que la convierte en pregonera de las maravillas que Dios hace con el hombre. Una Fraternidad que se ha reunido para seguir a Jesús no puede olvidar impunemente la faceta contemplativa de ese mismo Jesús, abierto incondicionalmente a la voluntad del Padre que le llevaba al compromiso por la construcción de un Reino ofrecido a los hombres. Si tomamos la oración comunitaria como un trámite rutinario para cumplir la legislación, el tiempo se encargará de clarificar las cosas haciendo ver, al menos para los que nos observan, que lo que allí se hace no es oración sino pura charlatanería o mudo silencio.

La oración, aun siendo importante por ser uno de los elementos fundantes de nuestra identidad, no puede ser tomada en vano utilizándola como falsa panacea de todos los problemas de la Fraternidad. Cuando el grupo, o uno de sus miembros, no funciona, la única solución no tiene por qué ser el aumento de los tiempos de oración, ya que -muy posiblemente- lo que necesite sea visitar a un psicólogo u otro tipo de terapias que solucionen el problema.

Por otro lado, la invasión de nuevas técnicas orientales de oración está amenazando a la oración misma al vaciarla de su contenido teológico. La oración cristiana no puede tener otro objetivo que el Dios de Jesús, manifestado como Padre suyo y también nuestro. Por eso, confundir los medios con el fin, entregándose a una oración difusa e impersonal, es renunciar a la oración que la Iglesia ha mantenido como identificadora de lo cristiano y a la que Francisco se adhirió con laboriosidad como única forma de respuesta a la llamada existencial que el Señor le hizo una vez convertido.

La oración de Francisco, como expresión de su vida, fue la oración del que se sabe pobre y, por tanto, no se apoya en sus propios méritos sino en la bondad del Señor. Desde esta actitud se entiende el reconocimiento de los valores, sin ningún tipo de envidia, que Dios ha distribuido entre los hombres para que los aporten en el quehacer común del Reino creando fraternidad. Percibir esos valores y dar gracias a Dios por ellos es una forma de entrar en la dinámica de la pobreza que alcanza, incluso, a la misma oración. De ese modo podemos afinar la propia sensibilidad descubriendo valores reales allí donde otros no ven más que amenazas y calamidades.

La oración, en definitiva, debe abordarse desde lo que ella misma es y el lugar que ocupa dentro de la vida cristiana. La renovación conciliar intentó hacer creíble nuestra vida franciscana remitiéndonos a los orígenes para recuperar, de forma nueva, nuestra identidad. Pues bien, no se podrá dar una actualización del carisma franciscano si no recobramos la frescura, y al mismo tiempo la hondura, de una oración confiada, que no teme el reto secularizante de nuestra sociedad porque ha experimentado en su propia vida lo que es y a lo que lleva el encontrarse de una forma responsable con Dios.

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