Pedro Belderrain, cmf
Queridos amigos,
El evangelio de hoy me permite unir dos ideas que he acunado mientras preparaba los comentarios de esta semana. Confieso que pensé ofreceros un día el comentario en blanco. Llevamos demasiados siglos pendientes de lo que dicen los demás, sobre todo de los que se supone que saben, y no nos atrevemos a profundizar en el misterio para decir algo con sentido. Hay que tener cuidado. En las calles del revuelto París de 1968 un español de buen corazón repartía octavillas a la salida del metro. Alguien se volvió para advertirle de que las hojas estaban en blanco: “¡Por supuesto! -respondió el que llevaba repartidas varios cientos- ¡son para que ustedes las rellenen!”
Algo así pensaba invitaros a hacer ante la Palabra cuando el evangelio de hoy me ha recordado unas preciosas palabras de Pablo VI, a quien evocábamos ayer.
Muchos las reconoceréis como pronunciadas en Manila en 1970. Son un bello comentario (mucho más que cualquiera que yo pueda hacer) a este texto en el que Jesús pregunta a sus discípulos si ellos no tienen nada que decir sobre Él.
No sigas leyendo. Intenta contestar tú mismo a Jesús. Y después goza con las palabras de Pablo VI: “¡Ay de mí si no evangelizare! Para esto me ha enviado el mismo Cristo. Yo soy apóstol y testigo. (…) Debo predicar su nombre: Jesucristo es el Mesías, el Hijo de Dios vivo; él es quien nos ha revelado al Dios invisible, él es el primogénito de toda creatura, y todo se mantiene en él. Él es también el maestro y redentor de los hombres; él nació, murió y resucitó por nosotros. Él es el centro de la historia y del universo; él nos conoce y nos ama, compañero y amigo de nuestra vida, hombre de dolor y de esperanza; él ciertamente vendrá de nuevo y será finalmente nuestro juez y también, como esperamos, nuestra plenitud de vida y nuestra felicidad. Yo nunca me cansaría de hablar de él; él es la luz, la verdad, más aún, el camino, la verdad y la vida; él es el pan y la fuente de agua viva, que satisface nuestra hambre y nuestra sed; él es nuestro pastor, nuestro guía, nuestro ejemplo, nuestro consuelo, nuestro hermano. Él, como nosotros y más que nosotros, fue pequeño, pobre, humillado, sujeto al trabajo, oprimido, paciente. Por nosotros habló, obró milagros, instituyó el nuevo reino en el que los pobres son bienaventurados, en el que la paz es el principio de la convivencia, en el que los limpios de corazón y los que lloran son ensalzados y consolados, en el que los que tienen hambre de justicia son saciados, en el que los pecadores pueden alcanzar el perdón, en el que todos son hermanos. Éste es Jesucristo, de quien ya habéis oído hablar, al cual muchos de vosotros ya pertenecéis por vuestra condición de cristianos. A vosotros, pues, cristianos, os repito su nombre, a todos lo anuncio: Cristo Jesús es el principio y el fin, el alfa y la omega, el rey del nuevo mundo, la arcana y suprema razón de la historia humana y de nuestro destino; él es el mediador, a manera de puente, entre la tierra y el cielo; él es el Hijo del hombre por antonomasia, porque es el Hijo de Dios, eterno, infinito y el Hijo de María, bendita entre todas las mujeres, su madre según la carne; nuestra madre por la comunión con el Espíritu del cuerpo místico. ¡Jesucristo! Recordadlo: él es el objeto perenne de nuestra predicación; nuestro anhelo es que su nombre resuene hasta los confines de la tierra y por los siglos de los siglos”.
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