Queridos amigos:
Un filósofo definía la pregunta como la piedad del pensamiento. Quizá nos da cierto corte preguntar, porque al hacerlo exponemos nuestra ignorancia y se puede empañar la imagen que queremos que los demás tengan de nosotros. El acto de preguntar es una forma de pedir; en ese sentido, es ocasión para ejercitar la humildad, la confianza en el otro, y a la vez para dar curso al deseo (en el caso presente, al deseo de saber). Sentimos que toda verdad, por pequeña que sea, es, en cierto modo, una revelación, y esta reclama que nos dispongamos a recibirla con una actitud de escucha acogedora.
No todas las preguntas cumplen la definición citada; unas, por nacer de una curiosidad malsana; otras, por ser solo actos de cortesía que encubren una actitud de indiferencia; otras, por ser puramente retóricas y ocultar una posición inamovible. De hecho, las que salían a borbotones de los vecinos de Nazaret no eran un ejercicio de esa piedad; no revelaban apertura, receptividad, búsqueda, sino desconfianza e incredulidad.
Ellos conocían los orígenes y el parentesco de Jesús que registraba el libro de nacimientos; pero ignoraban otro parentesco más hondo, más radical, y no se mostraron mayormente abiertos a conocerlo. Creían haber despejado por completo la incógnita de Jesús, pero la verdad es que no avanzaron un paso para conocer su altura, su anchura, su largura, su profundidad. No acogieron los signos que daba de esa verdad, revelada por el evangelista en la confesión de Pedro: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo».
Hoy somos invitados a ejercitar la piedad del pensamiento, y esto reduplicativamente, por tratarse, no de cualquier verdad, sino de la que se escribe con mayúscula, de la que revela el Padre que está en el cielo. Hoy, también, se nos invita a estar al acecho sobre nosotros para no quedarnos en una visión superficial de los demás, ajena a su verdad, a sus dones, a su misión.
Vuestro amigo
Pablo Largo
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