Queridos amigos:
Se dice pronto: treinta y ocho años. Si un minuto son cincuenta y nueve segundos demasiado largos, ¿qué será ese cúmulo interminable de esperas? No ya esa que ejerces, de vez en cuando, toda la santa tarde, ni todo el santo día. Infinidad de hojas marchitas caídas del calendario, un sinnúmero de intentos fallidos por llegar el primero, miles de amargas comprobaciones de la propia impotencia y del abandono ajeno.
Pero ahora conoce el paralítico la gracia de una presencia y una palabra inesperadas. Y se da cuenta de hasta qué punto es verdad lo del salmo: “es inútil que madruguéis, que veléis hasta muy tarde, que comáis el pan de la fatiga: Dios lo da a sus amigos mientras duermen”. Ha bastado una palabra de un desconocido y ahí lo tenemos, erguido, cargando con la camilla. Y ha podido cantar la nueva revelación:
Tras el temblor opaco de las lágrimas,
no estaba yo solo.
Tras el profundo velo de mi sangre,
no estaba yo solo.
Tras el dolor estéril de las horas,
no estaba yo solo.
¿Creyó este hombre? No se nos dice nada. Sí tiene un nuevo encuentro con Jesús y recibe un aviso saludable para el futuro. Quizá no siempre hemos respondido con gratitud al regalo que se nos ha hecho. Basta recordar la historia que narra Lucas sobre los diez leprosos. Sólo un samaritano se vuelve para agradecer a Jesús y dar gloria a Dios por el don recibido. Y, sin embargo, volvernos más conscientes de todo lo bueno que se nos ha dado, quizá de una curación muy largamente y muy impotentemente buscada, pudiera constituir una clave decisiva para la orientación de nuestra vida.
Ante situaciones de dolor e impotencia, como la de tantas personas en esta situación de guerra, nuestro deseo se inspira en palabras de Jesús en el apocalipsis sinóptico: “que se acorte el tiempo de la prueba de los elegidos «de todos estos sufrientes»”. Situaciones como ésta, y otras que están dejadas de la mano de los MCS y quizá también de nuestra memoria, siempre se nos hacen largas, por más que el tiempo del reloj no dure esa eternidad de 38 años.
(Para los que deseen un comentario más técnico del pasaje, remitimos a R. Schnackenburg, quien escribe sobre el número treinta y ocho: “Desde la época patrística se busca por debajo del número una referencia simbólica a los años de la peregrinación por el desierto «Dt 2,14: “el tiempo que estuvimos caminando... fue de treinta y ocho años...” », de tal modo que el hombre vendría a ser algo así como un símbolo del pueblo judío, que al final aún encuentra gracia o una encarnación de la ingratitud del mismo pueblo judío”.)
Vuestro amigo
Pablo Largo
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