Hoy es 3 de abril, jueves IV de Cuaresma.
Metidos de lleno en la dinámica de la Cuaresma, nos ponemos en presencia del Señor, para estar unos minutos con él. Que sean unos momentos de caridad donde pueda percibir su presencia en mi corazón. Unos minutos que me ayuden a seguir transformando la vida acorde con su evangelio.
La lectura de hoy es del evangelio de Juan (Jn 5, 31-47):
En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: «Si yo doy testimonio de mí mismo, mi testimonio no es válido. Hay otro que da testimonio de mí, y sé que es válido el testimonio que da de mí. Vosotros enviasteis mensajeros a Juan, y él ha dado testimonio de la verdad. No es que yo dependa del testimonio de un hombre; si digo esto es para que vosotros os salvéis. Juan era la lámpara que ardía y brillaba, y vosotros quisisteis gozar un instante de su luz. Pero el testimonio que yo tengo es mayor que el de Juan: las obras que el Padre me ha concedido realizar; esas obras que hago dan testimonio de mí: que el Padre me ha enviado. Y el Padre que me envió, él mismo ha dado testimonio de mí. Nunca habéis escuchado su voz, ni visto su semblante, y su palabra no habita en vosotros, porque al que él envió no le creéis. Estudiáis las Escrituras pensando encontrar en ellas vida eterna; pues ellas están dando testimonio de mí, ¡y no queréis venir a mí para tener vida! No recibo gloria de los hombres; además, os conozco y sé que el amor de Dios no está en vosotros. Yo he venido en nombre de mi Padre, y no me recibisteis; si otro viene en nombre propio, a ése si lo recibiréis. ¿Cómo podréis creer vosotros, que aceptáis gloria unos de otros y no buscáis la gloria que viene del único Dios? No penséis que yo os voy a acusar ante el Padre, hay uno que os acusa: Moisés, en quien tenéis vuestra esperanza. Si creyerais a Moisés, me creeríais a mí, porque de mí escribió él. Pero, si no dais fe a sus escritos, ¿cómo daréis fe a mis palabras?»
Dios había sacado al pueblo de la esclavitud de Egipto. Los israelitas habían visto los prodigios hechos por Dios en su favor. Pero ya se han olvidado. Porque Moisés, que había subido al monte para orar, tardaba más de lo que esperaban, piensan que Dios les ha abandonado. Y se inventan un nuevo dios: un becerro de oro, al que empiezan a adorar. Cuando recordamos esto, de nuestro corazón surge la condena fácil: ¡Pueblo ingrato, qué pronto se olvidó del Dios que los había salvado! Pero nosotros ¿no hacemos lo mismo?... ¡Cuánto hemos recibido de ti, Señor! Y, sin embargo, en nuestro caminar por el desierto de la vida, a veces nos olvidamos de ti y nos hacemos nuestros “becerros de oro”, a los que damos culto. El tiempo de cuaresma es tiempo de revisar nuestro corazón. Preguntémonos, pues, quién está en el centro de nuestro corazón, ¿el Dios que ha hecho tanto por nosotros, o los “becerros de oro” que nos hemos construido?
En el evangelio Jesús sigue llamando a los que se resisten a creer en él. Les recuerda que ya Juan Bta. dio testimonio de él. Pero, sobre todo, lo dan las obras que está haciendo: “las obras que el Padre me ha concedido realizar; esas obras que hago dan testimonio de mí: que el Padre me ha enviado.” La autoridad no le viene a Jesús de lo que dice y enseña, sino de lo que hace: sus obras son sus credenciales, las que prueban que viene de Dios. Con todo, sus enemigos lo rechazan. El Dios Padre bueno, a quien le interesa más el bien del hombre que la misma ley -como predica Jesús- choca con la imagen de Dios que ellos se han forjado: un Dios riguroso, para quien lo importante es que se cumpla la ley, aunque al que sufre se le deje abandonado. Por eso, las obras que hace Jesús – acoger a los pecadores, sanar a los enfermos, incluso en sábado, no creen que sean obras del Mesías de Dios, obras del Padre. Jesús se lo reprocha:” Nunca habéis escuchado su voz ni visto su semblante, y su palabra no habita en vosotros, porque al que él envió no le creéis....” Nosotros, Señor, sí queremos escuchar la Palabra del Padre y recibirte como nuestro Salvador, y seguirte. En este tiempo de cuaresma reaviva nuestra fe para que, mirándote a ti, aprendamos a hacer las obras de amor y entrega a los hermanos, que el Padre espera de nosotros.
Aquellos que rechazaban a Jesús, aparecían como muy piadosos, y eran buenos conocedores de las Escrituras. Sin embargo, Jesús les dice: “Estudiáis las Escrituras pensando encontrar en ellas vida eterna: pues ellas están dando testimonio de mí, ¡y no queréis venir a mí para tener vida! Además, os conozco y sé que el amor de Dios no está en vosotros”... Qué lamentable sería llamarnos cristianos, y saber (con mero conocimiento intelectual) muchas cosas de Dios, pero, en el fondo, no conocerle (afectiva y vitalmente) ni amarle ni buscarle sinceramente. Señor, que no demos pie a que tengas que decir de nosotros lo que dijiste de aquella gente. Danos tu gracia, para que no resistamos a tu amor, que creamos en ti que has venido para que nosotros tengamos vida eterna; que descubramos en ti, Señor Jesús, el rostro de Dios. Y que, como tú, pasemos repartiendo amor, comprensión y misericordia a todos. Así los que nos vean descubrirán que el amor de Dios está en nosotros. María, Madre, ruega por nosotros.
Es el momento para compartir con Dios lo que ha ido sucediendo en este rato de oración. Con libertad, poniendo todo tu amor en ello y permitiendo que Dios llene tu corazón, dejando toda la iniciativa a su acción.
Tomad, Señor y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento, y toda mi voluntad. Todo mi haber y poseer. Vos me lo disteis, a vos, Señor, lo torno. Todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad. Dadme vuestro amor y gracia, que esta me basta.
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