Queridos amigos:
Más de una vez habremos dicho: “yo, a fulano de tal, lo conozco como si lo hubiera parido”. Y quizá más de una vez nos habremos dado cuenta de lo infundado de nuestra presunción. De seguro que no llegará a tanto nuestro atrevimiento cuando se trata de Dios, o de Cristo. Al Padre, o a Cristo, les podemos confesar: “Tú me sondeas y me conoces, me conoces cuando me siento o me levanto, de lejos penetras mis pensamientos...
No ha llegado la palabra a mi lengua, y ya, Señor, te la sabes toda... Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno... Conocías hasta el fondo de mi alma, no desconocías mis huesos”. Y concluimos: “Tanto saber me sobrepasa, es sublime y no lo abarco... ¡Qué incomparables encuentro tus designios!”.
La apertura contemplativa a la inmensidad, variedad y belleza de las obras de Dios en la creación, la meditación sobre su actuación en la economía de la gracia, el permanente reconocimiento de su misterio que nos desborda y el sentimiento vivo de que, en esta vida, “estamos unidos a él como a un desconocido” (así se expresaba Santo Tomás de Aquino, aunque quizá sea más iluminadora la palabra de Juan de la Cruz: “que bien sé yo la fonte que mana y corre / aunque es de noche”) es el único camino para poder crecer en el conocimiento del Dios verdadero. Abiertos a la experiencia de su gracia y al testimonio de Jesús, podremos alcanzar un saber más vivo de este Dios al que nadie ha visto jamás, pero que se ha abajado hasta nosotros y se nos ha narrado en la esplendidez de su verdad y su amor en el Hijo Unigénito, el que procede de Él y está vuelto a su seno. Esa es la obra de la fe, como decía el propio Jesús: “la obra que Dios quiere que hagáis es que creáis en el Dios verdadero y en su enviado Jesucristo”.
Vuestro amigo
Pablo Largo
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