Queridos amigos:
Volvemos sobre la fe. Y no la soltaremos en toda la semana. La frase evangélica que hemos seleccionado hoy nos mueve a recordar el epílogo del capítulo 20 del cuarto evangelio: “estos signos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre”.
Son dos motivos poderosamente presentes en la obra de Juan. La recorren de punta a cabo. Basta asomarse a los dos capítulos que flanquean al que nos propone la liturgia estos días. En el capítulo 41 Jesús se revela como el que da agua viva (Jn 4,10), y afirma que el que beba del agua que él le dé no tendrá más sed, sino que esa agua se convertirá en él en fuente de agua que brota para vida eterna” (v. 14). Lo remacha el capítulo 61, con el discurso del pan de vida. Y la teología clásica, como la de un Santo Tomás, nos presenta la fe como incoación de la vida eterna en nosotros.
Más que fijarnos en las definiciones o en los discursos, nos podemos asomar a la vida de los modelos de fe, o los héroes de la fe (como se dice en Hebreos). Por la fe están anclados y sujetos en un orden de realidad que les permite afrontar la vida presente con un talante que jamás dejaremos de envidiar. Pablo decía de sí mismo, ante de la dureza de su experiencia de evangelizador: “nos aprietan por todos lados, pero no nos aplastan; estamos apurados, pero no desesperados; acosados, pero no abandonados; nos derriban, pero no nos rematan; en toda ocasión y por todas partes llevamos en el cuerpo la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo” (2 Cor 4,8-10). Y en el himno sobrecogedor al amor de Dios que figura en la carta a los Romanos, insistirá: “¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?... En todo esto vencemos fácilmente gracias a aquel que nos ha amado” (Rom 8,35.37). Ninguna criatura puede separarlo del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús (v. 39). Pienso que está en plena sintonía con la carta de Juan, en que se dice: “esta es la victoria que vence al mundo: vuestra fe” (1 Jn 5,4).
El verdadero creyente no se apoya en sus éxitos, pues sabe que son frágiles y que ha de referirlo todo a Dios, que nos da el querer y el obrar; y no lo hunden los fracasos, pues sabe quién mantiene a flote la barca. Si somos hombres y mujeres de poca fe, digamos al menos, como Pedro y los discípulos: ¡Señor, sálvanos, que perecemos!
Vuestro amigo
Pablo Largo
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Deja tu comentario