El episodio que relata el evangelio de hoy transcurre en Cafarnaúm, esa ciudad que podemos considerar como el “cuartel general” de Jesús en su vida pública. La historia que se narra nos resulta simpática por la imprevisible ocurrencia de los cuatro camilleros de aquel afortunado paralítico. Vale la pena concentrar en ellos nuestra reflexión, porque son los únicos a quienes Jesús alaba y bendice por su fe. En la coloración vocacional que vengo imprimiendo a estos comentarios semanales, sugiero algunos trazos que erigen a estos camilleros en modelos para quienes ejercen el ministerio vocacional.
Son personas sin nombre. No salen del anonimato, ni lo pretenden. A ellos solo les importa la rehabilitación de aquel hombre paralizado e incapaz de moverse por sí mismo. Entienden que es urgente curarle de su radical impotencia para vivir como una persona libre y autónoma. Ese objetivo es tan importante que anula de raíz cualquier atisbo de vanidad en aquellos bravos camilleros.
Son intrépidos y resueltos. Cargan con otra persona entre molestias y fatigas para colocarla ante Jesús. No les detienen las dificultades que encuentran a su paso. Y llegan hasta el final, sin que decaiga su tesón ni les venzan los inconvenientes. Son incombustibles en su propósito de conseguir la recuperación del paralítico.
Reconocen que ellos no pueden curar a nadie. Mucho menos perdonar pecados. Pero saben que Jesús sí que puede hacerlo. Ofrecen lo que tienen. Por ello, ponen a disposición del paralítico lo único que poseen: sus brazos y su tiempo. Cuando se hace lo posible, se alcanza lo imposible. Es una ley del amor que siempre funciona.
No temen las críticas de la gente, ni las burlas de los letrados. Están inmunizados contra el miedo al rechazo o la desaprobación. Su empresa puede acabar en un fracaso y ser despedidos por Jesús por impertinentes y abusadores. Pero se sienten a salvo de toda presión externa. Son libres y solo liberan los que lo son. Bien que lo demuestran.
Son creativos. La dificultad, lejos de retraerlos, les despierta la imaginación. Y encuentran soluciones. Su genial atrevimiento canaliza sus energías de inventiva en dirección a algo que es importante en sí mismo: la sanación de quien no es capaz de moverse por sí mismo.
Trabajan en equipo. Tienen que estar de acuerdo en todos los movimientos que realizan. De lo contrario complicarían aún más la integridad física del paralítico. ¡Cómo valoramos hoy, en todos los órdenes de la vida, esa capacidad de ponerse de acuerdo y persistir en la acción acordada!
Con estos seis rasgos me atrevo a dibujar el retrato robot de un buen animador vocacional: Es alguien a quien le importa la libertad verdadera del prójimo. Para ello trabaja incansablemente por llevarlo ante Jesús. Trabaja en comunión con otros. Se crece en las dificultades y sabe sortear los problemas que encuentra sin quejarse. No se lamenta de que los demás no le entiendan, no le secunden o le critiquen, porque no hay nada que les duela tanto en el alma como el ver a tantos jóvenes paralizados por no conocer a Jesús.
Juan Carlos Martos cmf
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