Éste es mi Hijo amado
Los acontecimientos se precipitan. La liturgia nos mete prisa. O, como solemos decir, “el tiempo pasa volando”. Hace tan sólo unos días contemplábamos el misterio de Dios encarnado en un niño recién nacido, al que fuimos a adorar, junto con los pastores y los Magos de Oriente, y hoy nos encontramos ya con Jesús adulto y preparado para iniciar su ministerio público.
En una semana la liturgia da un salto de treinta años. De hecho, apenas tenemos datos de la infancia y juventud de Jesús, más que vivió “sometido a la tutela de sus padres” y que “crecía en sabiduría, estatura y aprecio ante Dios y ante los hombres” (cf. Lc 2, 51-52). Es decir, que se fue desarrollando con normalidad, incluyendo en ella, los inevitables conflictos que conlleva el crecimiento personal y el descubrimiento de la propia autonomía (cf. Lc 2, 41-49). Podemos decir que, en ese largo período, Jesús aprendió a ser hombre, a vivir según las leyes de la humanidad, a discernir el bien del mal, al experimentar que en este mundo bueno creado por Dios existe también el mal, el conflicto, el sufrimiento, la injusticia en todas sus formas. Hoy podemos ver el resultado de este proceso de maduración. La liturgia nos presenta en este día a Jesús adulto y dispuesto a comenzar su actividad pública, que tiene lugar en el Jordán, donde Juan el Bautista se encontraba bautizando.
La aparición del Bautista fue un acontecimiento muy notable en la convulsa vida del Israel de aquel tiempo. El profetismo es uno de los fenómenos religiosos más significativos de la fe de Israel. Por el profetismo Israel escucha una Palabra de Dios viva y ligada a los acontecimientos de su historia. Pero el profetismo acabó desapareciendo tras el destierro. Desde hacía siglos Israel leía, recordaba, interpretaba la Palabra de Dios, pero ya no podía escucharla en la inquietante y actual voz de los profetas. Y he aquí que aparece Juan, que en su vida y en su modo de acción restablece el ministerio profético. Es lógico que algunos se preguntaran (y le preguntaran) si no era él el Mesías prometido.
Pero no, él no era el Mesías, sino aquel que debía preparar el camino de su aparición. De ahí su llamada a volver a la antigua fidelidad, al momento fundacional del pueblo que debía ser reconstituido, su exigencia de conversión y purificación de los pecados, significado por el rito bautismal en el Jordán; de ahí, también, que eligiera el desierto como su lugar de morada.
No conocemos con detalle qué relación existió entre Juan y Jesús. Lucas los presenta lejanamente emparentados. En el otro extremo, el Evangelio de Juan informa de que no se conocían (cf. Jn 1, 31). Otra hipótesis dice que Jesús empezó siendo discípulo del Bautista, o, al menos, que ambos estaban ligados por la espiritualidad del movimiento esenio… Parece que a los Evangelistas nos les interesó aclarar estos extremos, porque lo sí que era claro es que Juan acabó reconociendo en Jesús al Mesías esperado, y que Jesús tenía a Juan en una altísima estima (el mayor entre los nacidos de mujer). Entre ellos y sus respectivos grupos hubo ciertamente contactos. Jesús mismo durante su vida realizó prácticas de bautismo penitencial similares a las de Juan (cf. Jn 3, 22) y es seguro que algunos de los discípulos de Jesús lo habían sido del Bautista (cf. Jn 1, 35-37).
Tanto los evangelios sinópticos como el de Juan coinciden en situar el bautismo de Jesús al comienzo de su ministerio público. Huelga decir que el bautismo de Jesús no es el sacramento del bautismo que nosotros hemos recibido (no es infrecuente que los niños, pero también ciertos cristianos, deliciosamente ingenuos, pregunten por qué Jesús no se bautizó de pequeño y cuándo entonces hizo la primera comunión). Aunque entre el bautismo de Juan y el de Jesús existe un vínculo estrecho, precisamente gracias a que Cristo quiso ser bautizado por Juan.
¿Por qué se bautiza Jesús? Se trataba de un rito de purificación, pero Jesús no tenía pecados de los que purificarse. No obstante, Jesús se une a su pueblo, que acudía en masa a bautizarse (cf. Mc 1,5), y participa de la tensión mesiánica de su pueblo, a la que Él mismo iba a dar definitiva respuesta. Ilumina el sentido de este bautismo la pugna entre Juan y Jesús. Juan se resiste a bautizar a Jesús, reconoce su papel mediador del que ha de crecer mientras él mengua, protesta que es él quien necesita ser bautizado por Jesús (lo sería ciertamente en su martirio). Cede sólo ante las palabras algo enigmáticas de Jesús: “déjalo ahora; conviene que cumplamos toda justicia”. El ahora indica la provisionalidad del bautismo de Juan, que había de ser sustituido por el auténtico y definitivo bautismo cristiano. La justicia que se ha de cumplir es “la respuesta del hombre a la Torá, la aceptación plena de la voluntad de Dios, la aceptación del «yugo del Reino de Dios», según la formulación judía” (J. Ratzinger). Y aunque el bautismo de Juan no está previsto en la Torá –continúa Ratzinger– Jesús, con su respuesta, lo reconoce como expresión de un sí incondicional a la voluntad de Dios, como obediente aceptación de su yugo.
Es decir, Jesús, como hombre, se somete por entero a Dios su Padre, que le reconoce como su Hijo. De esta forma se prefigura el futuro camino de Jesús. Al participar en el bautismo de purificación, Jesús está realizando de manera simbólica lo que será el sentido y la realidad de su misión: toma sobre sí los pecados de su pueblo, los pecados del mundo.
El pecado es el rechazo de Dios, la rebelión contra Él, la voluntad de no someterse directa o indirectamente a su designio. Todo acto de injusticia, de mentira, de odio y violencia, de egoísmo y negación del otro implica alejarse de Dios, cerrar el camino de acceso a Él. Cuando Jesús “cumple toda justicia” se somete como hombre al designio de Dios, elimina la causa que cierra la posibilidad de reconocer a Dios y de ser reconocido por Él, y así “toma sobre sí el pecado del mundo”. Por eso, tras su bautismo, los cielos se abren y se produce una teofanía trinitaria. Dios, eliminado el obstáculo que le impedía acercarse al hombre, muestra inmediatamente su rostro. Se restablecen los vínculos entre Dios y la humanidad. El Dios trinidad, Padre que ama (Espíritu Santo) a su Hijo, lo reconoce en el hombre Jesús. En Él se ha producido el reencuentro pleno entre Dios y el hombre. Ahora, en Cristo, es posible escuchar de nuevo la voz de Dios que suena no para condenar y reprochar, sino para reconocer y acoger.
En el bautismo, además, Jesús está anticipando su muerte en la cruz, el momento culminante en el que Jesús toma sobre sí los pecados del mundo y padece sus consecuencias, ofreciendo su vida a Dios, sometiéndose hasta el extremo a la voluntad del Padre. De hecho, Jesús habla de su muerte en Cruz como del bautismo en el que tiene que ser bautizado. (cf. Mc 10, 38; Lc 12, 20). Queda así prefigurado todo el misterio de la salvación: el bautismo es sinónimo de la muerte en la cruz y la purificación de todos los pecados; en esto estriba la posibilidad de que el hombre se reconcilie con Dios, consigo mismo y con los demás. De hecho, las palabras de la voz que desciende del cielo, “Este es mi hijo amado”, podemos entenderlas como dirigidas a cada uno de nosotros. En Cristo, con el que nos unimos en el misterio de la muerte y la resurrección por medio del bautismo, todos somos hijos de Dios.
Hace pocos días, en la celebración de la Navidad, contemplábamos al niño Jesús, el hijo de María y en la fe reconocíamos en Él al Hijo de Dios. Hoy descubrimos a ese niño ya adulto y sabemos que en Él también nosotros somos “niños”, hijos del Padre bueno que por amor ha entregado la vida de su Hijo para la salvación de todos.
Así, también nosotros estamos llamados, como Jesús, a “tomar los pecados del mundo”. ¿Cómo? En primer lugar, reconociendo los propios pecados con humildad y sin miedos: Dios los toma sobre sí al perdonarlos; además, perdonando nosotros las ofensas que otros nos puedan infligir: no devolver mal por mal, sino bien por mal; y haciendo el bien que podamos, para, por decirlo así, aumentar el capital de bien que hay en el mundo y colaborar a que se abran los cielos sobre nosotros. Es una forma de “dar la vida” como lo hizo Cristo. También confesando sin miedos y sin complejos al Cristo en el que hemos sido bautizados. Por fin, tratando de mirar a nuestro mundo con ojos positivos: es cierto que existe mal y mucho mal. Pero también existe el bien, y mucho bien, y además el bien está llamado a vencer, y ya ha vencido en la muerte y resurrección de Cristo. Que nuestra mirada no sea catastrofista y sombría sin dejar de ser realista y crítica: que sea esperanzada, como lo es la mirada de Dios. En cada ser humano hay alguien llamado a ser hijo de Dios, a escuchar la palabra que define el sentido de nuestra dignidad, de nuestra vida y también de nuestra muerte: “tú eres mi hijo amado, mi hija amada”.
Así, también nosotros estamos llamados, como Jesús, a “tomar los pecados del mundo”. ¿Cómo? En primer lugar, reconociendo los propios pecados con humildad y sin miedos: Dios los toma sobre sí al perdonarlos; además, perdonando nosotros las ofensas que otros nos puedan infligir: no devolver mal por mal, sino bien por mal; y haciendo el bien que podamos, para, por decirlo así, aumentar el capital de bien que hay en el mundo y colaborar a que se abran los cielos sobre nosotros. Es una forma de “dar la vida” como lo hizo Cristo. También confesando sin miedos y sin complejos al Cristo en el que hemos sido bautizados. Por fin, tratando de mirar a nuestro mundo con ojos positivos: es cierto que existe mal y mucho mal. Pero también existe el bien, y mucho bien, y además el bien está llamado a vencer, y ya ha vencido en la muerte y resurrección de Cristo. Que nuestra mirada no sea catastrofista y sombría sin dejar de ser realista y crítica: que sea esperanzada, como lo es la mirada de Dios. En cada ser humano hay alguien llamado a ser hijo de Dios, a escuchar la palabra que define el sentido de nuestra dignidad, de nuestra vida y también de nuestra muerte: “tú eres mi hijo amado, mi hija amada”.
José María Vegas, cm
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