09 diciembre 2013

Lunes 9 diciembre, II de Adviento

Hoy es lunes, 9 de diciembre.
Según avanza este tiempo de Adviento, me hago consciente de que orar también es una forma de prepararme para acoger a Dios en mi vida. Es dejar que sea luz en lo importante, que se haga silencio en todo lo accesorio. Una imagen puede ayudar hoy. El Adviento es, de algún modo, como dos personas que, lejanas, caminan para encontrarte y cada vez están más cerca. También Dios es así con su mundo y conmigo. Dios está viniendo, cada vez está más cerca. Puedo alzar mi voz e invitarle para que entre en mi mundo, en mi vida, en mí.
La lectura de hoy es del evangelio de Lucas (Lc 5, 17-26):
Un día estaba Jesús enseñando, y estaban sentados unos fariseos y maestros de la ley, venidos de todas las aldeas de Galilea, Judea y Jerusalén. Y el poder del Señor lo impulsaba a curar. Llegaron unos hombres que traían en una camilla a un paralítico y trataban de introducirlo para colocarlo delante de él. No encontrando por donde introducirlo, a causa del gentío, subieron a la azotea y, separando las losetas, lo descolgaron con la camilla hasta el centro, delante de Jesús.
Él, viendo la fe que tenían, dijo: «Hombre, tus pecados están perdonados.»
Los escribas y los fariseos se pusieron a pensar: «¿Quién es éste que dice blasfemias? ¿Quién puede perdonar pecados más que Dios?»
Pero Jesús, leyendo sus pensamientos, les replicó: «¿Qué pensáis en vuestro interior? ¿Qué es más fácil: decir "tus pecados quedan perdonados", o decir "levántate y anda"? Pues, para que veáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar pecados... –dijo al paralítico–: A ti te lo digo, ponte en pie, toma tu camilla y vete a tu casa.»
Él, levantándose al punto, a la vista de ellos, tomó la camilla donde estaba tendido y se marchó a su casa dando gloria a Dios.
Todos quedaron asombrados, y daban gloria a Dios, diciendo llenos de temor: «Hoy hemos visto cosas admirables.»
Contemplo la escena, miro la multitud y distingo dos tipos de personas. Los fariseos y doctores están pendientes de la ley, de las normas. Mientras los hombres que traen al paralítico, sólo piensan en su amigo enfermo. Este por su parte se siente vulnerable, anhela salvación. Todas esas expectativas confluyen ante Jesús.
Miro ahora a Jesús. Él se da cuenta de lo que cada uno necesita. El hombre herido necesita respuestas. La gente necesita un signo. Y los fariseos necesitan alguien que les libere del peso de una ley que, en lugar de ayudar, termina oprimiendo a las personas. Tal vez también yo necesito algo de Jesús. Dejo que me mire y confío en que siempre me dará lo que necesito.
Levántate y anda, son palabras que todos necesitamos escuchar. También yo. Cuando  vence la pereza, levántate y anda. Cuando flaquean las fuerzas, levántate y anda. Cuando faltan los motivos, levántate y anda. Cuando crees que no vas a llegar, levántate y anda, sin miedo. Que hay quien está contigo. Jesús me invita a mí también a tener esa confianza.
Dice el evangelio que todos daban gloria a Dios sobrecogidos. Imagino ahora a uno de esos testigos sorprendidos. Uno de los más reacios a escuchar el mensaje de Jesús. Uno de esos maestros de la ley, atados por la tradición. Tal vez también para él hay sanación en la escena.
Yo era uno de los que quería verle fracasar. Entiéndeme, no soy un mal hombre. Es solo que, si la ley no importa, ¿qué nos queda? Si ponemos a cada persona en el centro, ¿no hará cada uno lo que le dé la gana? Si no hay días santos, ni espacios prohibidos, ni hombres puros o impuros, entonces, ¿cómo sabremos quién ama a Dios? Todo eso me daba vueltas, y por eso me chocaba que Jesús pudiera saltarse la ley con tanta libertad.
No creas que soy un insensible. Cuando aquellos hombres trajeron a su amigo en una camilla, también yo me conmoví. Pero era un impuro, algo habría hecho, ¿no? Si le iba mal sería que Dios le estaba castigando.
Entonces Jesús le curó. Ni lo pensó. No dudó. Poco le importó el sábado y la ley. Yo noté que mis compañeros echaban chispas, furiosos por la trasgresión. Pero mi mirada se quedó fija en aquel hombre; en el brillo de sus ojos a punto de llorar; en su esperanza recuperada; en su abrazo con Jesús. Y entonces me sentí equivocado por haber creído que estaba condenado. Mis ojos se cruzaron con los de Jesús, y noté que él sabía que también yo, en aquel momento, estaba recuperando la libertad. Sanó a aquel muchacho, sí, pero también a mí me liberó del prejuicio de una ley que había nacido para ayudar, pero se había terminado convirtiendo en losa. Ahora sé que la Gloria de Dios es el bien del ser humano. Lo sé, y lo creo.
sobre Lc 5, 17-26, por José Mª Rodríguez Olaizola, sj
Termina este rato de oración hablándole a Dios de lo que esta escena ha despertado en ti. Tal vez son ecos de tus propias parálisis, de tus rigideces. Quizás gratitud y alegría al escuchar la invitación a levantarte y andar. O preguntas, sea lo que sea. Habla  de ellos con Jesús, con la confianza de los amigos.
Alma de Cristo, santifícame,
Cuerpo de Cristo, sálvame,
Sangre de Cristo, embriágame,
Agua del costado de Cristo, lávame,
Pasión de Cristo, confórtame.
Oh buen Jesús, óyeme.
Dentro de tus llagas, escóndeme,
no permitas que me aparte de ti,
del maligno enemigo, defiéndeme.
y en la hora de mi muerte, llámame,
y mándame ir a ti, para que con tus santos te alabe
por los siglos de los siglos.
Amén.

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