Quien no cree… ¡pierde!
La falta de fe no queda impune. Lleva en sí misma el castigo. Quien no confía, pierde hasta lo suyo, hasta su propia identidad. Sobre esto habla el evangelio de este día, centrado en la figura de un viejo e incrédulo sacerdote judío, Zacarías.
El evangelista Lucas inicia su libro con una historia de incredulidad. Un viejo y honrado sacerdote no cree en los signos de Dios. Es capaz de oponerse a la revelación. En su obstinación incrédula recibe la pena: ¡pierde la capacidad de hablar! San Pablo, en su carta segunda a los Corintios, dice –sin embargo- una expresión del todo diferente: “Creí, por eso, hablé”. La falta de fe nos quita hasta la palabra. Por eso, en la escena evangélica que hemos escuchado adquiere un rango protagonista la esposa de Zacarías, Isabel. Es a ella sola a quien la gente felicita por la gran misericordia que Dios le ha hecho. Es ella la que decide ponerle a su hijo un nombre que lo desconecta de su padre Zacarías y hasta de su familia. Por eso, le reprochan: ¡ninguno de tus parientes se llama así! Pero Isabel no cede. Juan es un nombre compuesto. Ju o Jo o Yo es abreviatura del nombre de Yahweh, y hen o hanna es un término que significa gracia. Johannes es aquel a quien Yahweh ha demostrado su gracia.
Las mujeres que han creído, María e Isabel, hablan, actúan. El varón incrédulo, Zacarías, está mudo. Si María es bienaventurada porque creyó, Zacarías se ha cerrado a la bienaventuranza con su incredulidad. Sin embargo, en este momento se rehace. Se adhiere a la propuesta de su mujer Isabel y escribe en una tabilla: Juan es su nombre. Renuncia a imponer el suyo… como indicando que en esa concepción de Juan él poco había intervenido a causa de su incredulidad y como reconociendo que era más hijo de Dios que suyo. Pero ese gesto de adhesión curó a Zacarías de todos sus males. Y renació en él la fe. Y toda la gente comenzó a sentir una profunda inquietud religiosa.
La incredulidad disminuye al ser humano. Le cierra puertas, lo deshereda, lo vuelve extraño y aislado. La fe nos hace pertenecer a un fantástico mundo de relaciones, donde todo va cobrando sentido poco a poco. Cuando nosotros, como el viejo sacerdote Zacarías, no dejamos lugar al Espíritu Santo, entonces quedamos poseídos por un espíritu mudo, que nos aísla. Cuando, en cambio, nos abrimos al Espíritu, todo renace en nosotros.
Pero ¡no entendamos las cosas de forma excesivamente espiritualista! Quien cree es creador. Y se abre a la capacidad creadora. Quien cree y confía en todo y más allá de todo, está abierto al Espíritu. Lo que más hemos de pedir a Dios es el don de la fe, de la confianza. Esa es una de las súplicas más importantes en la oración.
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