La carta deuteropaulina a los Colosenses habla de lo que podríamos denominar “una experiencia esencial de Jesús”. Efectivamente, no puede hablar principalmente de experiencia histórica (no hay perspectiva suficiente), religiosa (no existen tales mecanismos en la época) o creyente en sentido organizado (no hay dogmática vigente todavía). Cuando el autor apela a la experiencia de Jesús como manera de situarse en el mundo frente a otras formas de experiencia religiosa (la de las religiones de tipo mistérico con una mezcla de angelología popular y gnosticismo), es a esta experiencia esencial de la que hablamos a la que creemos que está haciendo recurso.
Al comenzar diciendo que Jesús es “imagen del Dios invisible”, sitúa la experiencia de Jesús en la historia, en lo que se “ve”. Jesús desvela la realidad de Dios. Por él sabemos lo que Dios es: al ver a Jesús que perdona y acoge a pecadores, sabemos que Dios perdona y acoge a los débiles; al ver su generosidad y su entrega sin límites, deducimos la entrega y la generosidad de Dios con la historia; al comprobar la ternura con el caído y la comprensión total con quien se ha alejado, aplicamos a Dios en perfil de una madre tierna y de un padre que siempre tiene los brazos abiertos a quien se fue. Es “imagen” de Dios en la línea del mismo hacer.
En este Jesús que nos hace visible en la historia la realidad de Dios se asienta el todo de la historia, es el quicio de lo creado. Esto decimos con el término “rey”. La creación tiene asegurada su existencia en base a que se apoya en Jesús: “todo se mantiene en él”. Eso es lo que hace que la experiencia esencial de Jesús lleve un enorme sosiego a quien entra en ella. No está la realidad, la historia, desamparada, sino acompañada. No estamos abocados a una negra soledad, nosotros tan insignificantes, sino a un abrazo cálido y reconfortante.
Que Cristo sea “primero en todo” no lleva a la experiencia de jerarquización, de divinización o, peor, de deshumanización de Jesús. Es preciso tener cuidado con calificativos como el de “rey”. Al contrario, lo constituye en alentador de toda experiencia de adhesión, en garantía de verdad de que entrar por ese camino no lleva a abismos de pérdida, con la seguridad de que, fiados en él, saldremos adelante. Esa es su “primacía”, no un sacarlo del ámbito de lo nuestro para hacerlo más que nosotros.
Lo mismo ocurre cuando se dice que “en él reside toda la plenitud”, porque es un plenitud que se da generosamente, que se ofrece sin precio, que desborda todo planteamiento. Una plenitud así está lejana de aquella que entiende a Jesús pleno sin relación con nosotros como quien retiene para sí todo su valor. La plenitud de Jesús se verifica en su cruz, en su entrega total. Un rey entregado, un no-rey.
Desemboca este tipo de experiencia esencial en la gran tarea de Jesús y de creyente que, según Colosenses, no es otra que “la reconciliación”: “quiso reconciliar consigo todos los seres”. La gran obra salvadora de Jesús, acorde al designio del Padre,yqueimplicaráalcreyenteque quiera hacer la misma experiencia que Jesús es la reconciliación de todo, la fraternidad al máximo, el amor en su plena expansión. El logro de una “fraternidad cósmica” será el triunfo de Jesús, de su afán reconciliador. Quien habla de experiencia de Jesús está hablando, en el fondo, de reconciliación. Un “rey” para la reconciliación total.
Fidel Aizpurúa Donázar
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