El diccionario define “indiferencia” como estado de ánimo en que no se siente inclinación ni repugnancia hacia una persona, objeto o negocio determinado. Ni inclinación ni repugnancia, sencillamente “se pasa”. Y la indiferencia es uno de los grandes males de nuestras sociedades del llamado “primer mundo”. Por diferentes motivos (miedo, comodidad, falta de educación…), cada vez nos estamos volviendo más insensibles hacia males y sufrimientos que no nos afecten directamente, y nos quedamos como meros espectadores, no actuamos. Quizá hacemos algún comentario al respecto, pero pronto volvemos a “nuestras cosas”, que son las que nos importan.
La Palabra de Dios de este domingo, en la 1ª lectura y en el Evangelio, es un aldabonazo a nuestras conciencias adormecidas. Tanto las palabras de Amós como la parábola del rico y el pobre Lázaro, deben hacernos reflexionar acerca de cómo nos situamos como cristianos en nuestra sociedad.
Y para ayudarnos en la reflexión, meditemos las palabras que el Papa Francisco dirigió en la isla italiana de Lampedusa, el 8 de julio de 2013. En esta zona del Mar Mediterráneo hay un sector que los pescadores llaman el “cementerio del mar”', porque cuando tiran las redes suelen recuperar trozos de cuerpos de los ahogados en los naufragios, personas que desde el norte de África quieren llegar a Europa, huyendo de la pobreza y la miseria. Son palabras muy claras y contundentes, que sirven para muchas situaciones de necesidad, frente a las que no reaccionamos debidamente, ni siquiera como cristianos, debido a lo que él llama “globalización de la indiferencia”.
«Cuando hace algunas semanas supe esta noticia, que lamentablemente otra vez un barco había naufragado, el pensamiento me volvía continuamente como una espina en el corazón que me traía sufrimiento. Y entonces sentí que tenía que venir hoy aquí a rezar. A cumplir un gesto de cercanía, pero también para despertar a nuestras conciencias. Para que lo que sucedió no se repita.
Querría proponer algunas palabras que sobre todo provoquen a la conciencia de todos, empujen a reflexionar y a cambiar concretamente ciertas actitudes.
Tantos, entre nosotros, y me incluyo también yo, estamos desorientados, no estamos más atentos al mundo en el que vivimos, no cuidamos lo que Dios creó para todos y no somos ni siquiera capaces de cuidarnos los unos a los otros. Y cuando esta desorientación asume las dimensiones del mundo se llega a tragedias como aquella a la que hemos asistido.
Aquí nuestros hermanos y hermanas trataban de salir de situaciones difíciles para encontrar un poco de paz y serenidad, buscaban un lugar mejor para ellos y para sus familias, pero han encontrado la muerte. ¡Cuántas veces quienes buscan esto no encuentran comprensión, acogida y solidaridad! ¡Y sus voces suben hacia Dios!
¿Quién es el responsable de la sangre de estos hermanos y hermanas? ¡Nadie! Todos nosotros respondemos así: no, no soy yo, yo no tengo nada que ver, serán otros, no seguramente yo.
¿Quién es el responsable de la sangre de estos hermanos y hermanas? ¡Nadie! Todos nosotros respondemos así: no, no soy yo, yo no tengo nada que ver, serán otros, no seguramente yo.
La cultura del bienestar, que nos lleva a pensar en nosotros mismos, nos vuelve insensibles a los gritos de los otros, nos hace vivir en burbujas de jabón, que son lindas, pero no son nada, son ilusión de lo superficial, de lo provisorio, que lleva a la indiferencia hacia los otros. Más aún, lleva a la globalización de la indiferencia. ¡Nos hemos acostumbrado al sufrimiento del otro, no tenemos nada que ver, no nos interesa, no es mi problema!
Quisiera que nos planteáramos una pregunta: ¿Quién de entre nosotros ha llorado por este hecho o por hechos como éste?, ¿por la muerte de estos hermanos y hermanas? ¿Quién ha llorado por estas personas que estaban sobre la barcaza? ¿Por las jóvenes madres que llevaban a sus niños? ¿Por estos hombres que deseaban algo para apoyar a sus familias? ¡Somos una sociedad que ha olvidado la experiencia de llorar, del “sufrir con”: ¡es la globalización de la indiferencia!
Quisiera que nos planteáramos una pregunta: ¿Quién de entre nosotros ha llorado por este hecho o por hechos como éste?, ¿por la muerte de estos hermanos y hermanas? ¿Quién ha llorado por estas personas que estaban sobre la barcaza? ¿Por las jóvenes madres que llevaban a sus niños? ¿Por estos hombres que deseaban algo para apoyar a sus familias? ¡Somos una sociedad que ha olvidado la experiencia de llorar, del “sufrir con”: ¡es la globalización de la indiferencia!
Pidamos al Señor la gracia de llorar nuestra indiferencia, la crueldad que hay en el mundo, en nosotros, también en quienes en el anonimato toman decisiones socio-económicas que abren la calle a dramas como éste.
Señor, en esta que liturgia que es una liturgia de penitencia, pedimos perdón por la indiferencia hacia tantos hermanos y hermanas.
Te pedimos perdón por quien se ha acomodado, por quien se ha cerrado en su propio bienestar que lleva a la anestesia del corazón.
Te pedimos perdón por aquellos que con sus decisiones a nivel mundial han creado situaciones que llevan a este drama.»
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