Hoy es domingo, 29 de septiembre.
Este fin de semana me pongo a orar, dedicando un tiempo al encuentro con el Señor. Lo hago consciente de que a veces no tengo un momento para la escucha y de que el evangelio, en algunas ocasiones, pasa a segundo plano en mi vida. Por eso hoy quiero dedicar un momento de calidad a la escucha. Respiro despacio. Me hago consciente de que alguien me acompaña. El Señor está conmigo. A su manera misteriosa, está cerca de mí y quiere caminar conmigo.
La lectura de hoy es del evangelio de Lucas (Lc 16, 19-31):
En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos: «Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba espléndidamente cada día. Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico. Y hasta los perros se le acercaban a lamerle las llagas. Sucedió que se murió el mendigo, y los ángeles lo llevaron al seno de Abrahán. Se murió también el rico, y lo enterraron. Y, estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantando los ojos, vio de lejos a Abrahán, y a Lázaro en su seno, y gritó: "Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas." Pero Abrahán le contestó: "Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces. Y además, entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que no puedan cruzar, aunque quieran, desde aquí hacia vosotros, ni puedan pasar de ahí hasta nosotros." El rico insistió: "Te ruego, entonces, padre, que mandes a Lázaro a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que, con su testimonio, evites que vengan también ellos a este lugar de tormento." Abrahán le dice: "Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen." El rico contestó: "No, padre Abrahán. Pero si un muerto va a verlos, se arrepentirán." Abrahán le dijo: "Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto."»
Esta parábola que acabo de escuchar es un relato duro. Un relato que habla de oportunidades desperdiciadas, de egoísmo, de muerte y castigo. En parte brota una protesta al escuchar un texto así. ¿Dónde queda la misericordia de la que hablas otras veces, Señor? Entonces, ¿es que cabe la posibilidad de que no halla perdón para todos?
La palabra de Jesús hay que entenderla en su contexto. Lo que quiere enseñar con este relato no es cómo es Dios, sino cómo podemos ser las personas. Y sobre todo, quiere hacernos conscientes de que el bien no puede esperar. ¿Cuántas veces se me cuelan las urgencias, las prisas y otras prioridades y no presto atención a quien de verdad me necesita? Ahí es donde encaja la palabra de Jesús, recordándome que ya tengo toda la llamada que necesito.
Hay también un sufrimiento que nace de ver lo que uno no ha hecho. Las oportunidades que uno ha desperdiciado. El mal que uno no ha sabido o no ha querido afrontar. Cuando te das cuenta de eso, duele. Pero es mejor esa lucidez arrepentida, que la indiferencia.
Pienso ahora en cuántos Lázaros y Epulones hay en nuestro mundo y en nuestra vida. Cuántas personas que no quieren ver, cuántos silencios cómplices con las tragedias de ellas solas en el mundo. Y lo convierto en oración para que el Señor nos abra los ojos.
Ahí está Lázaro, sentado a la puerta de la casa del rico que festeja y banquetea. Y como Lázaro, tantos hombres y mujeres tirados hoy en las cunetas, alzando sus voces y sus brazos para pedir ayuda, para pedir alivio, para pedir compasión. Víctimas de cadenas y esclavitudes. De pobreza y hambre. De explotación y abusos. Gente de ojos gastados y gesto triste. Que miran, y quizás, esperan que alguien tenga tiempo para ellos.
Ahí está en el rico que banquetea, indiferente a la necesidad de su vecino. Y como él, tantos hombres y mujeres perdidos en dinámicas absurdas. Son los insaciables, los frívolos, los acaparadores. Siempre pendientes de sus propios apetitos y aficiones. Siempre empezando las frases con un “yo”. Siempre encontrando excusas para no abrir los ojos, la puerta o el corazón al prójimo.
Algún día será tarde para desandar el camino, para poner remedio, para gritar que otro mundo es posible. Algún día. Pero no hoy. Hoy todavía estamos a tiempo. Hoy todavía es momento de mirar alrededor, y trenzar redes de compasión y cordura, de justicia e igualdad, de dignidad para todos, pues todos somos hijos del mismo Dios y hermanos. Ahora, hoy, es el tiempo. Para que, un día, no tengamos que decir, con tristeza: «Ojalá lo hubiera sabido».
adaptación de Lc 16, 19-31, por José Ma Rodríguez Olaizola, sj
Termino este rato de oración. Le hablo al Señor de lo que se ha removido en mí ante la escucha de su palabra. Lo convierto en petición, en ofrecimiento o en acción de gracias. Me doy cuenta de que sus palabras siguen siendo hoy un relato sobre nuestro mundo, sobre mi mundo y antes de volver a lo cotidiano, a la vida, los nombres, las dinámicas de cada día, convierto esta oración en deseo. Un deseo que repetiré a lo largo de esta semana al pedir: Señor, ábreme los ojos y el corazón…. Señor, ábreme los ojos y el corazón…
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