19 mayo 2013

Pentecostés


EL  ESPÍRITU  DEL  CRUCIFICADO  RESUCITADO  EN  LA  IGLESIA      
      La fiesta de Pentecostés une el final de la vida terrena de Jesús (evangelio de hoy) con la inauguración de la misión histórica de la Iglesia a cargo del Espíritu Santo (primera lectura). Por eso se ha podido llamar al libro de los Hechos de los Apóstoles “el evangelio del Espíritu”. Mi comentario homilético pretende destacar este nexo entre la obra del Jesús terreno y la actividad de su Espíritu en la Iglesia.
     El término espíritu (de espirar, soplar) expresa en todas las lenguas una realidad invisible, pero cuya presencia y actividad se reconoce por sus efectos, que son dos:fuerza en cuanto viento y vida en cuanto aliento. Espíritu Santo o Espíritu de Dios es, por tanto, la fuerza de Dios que, por ser amor, comunica amor y produce vida.

     I. Jesús y el Espíritu Santo. Los evangelios sinópticos coincidencia en afirmar que la peripecia terrena de Jesús está impulsada por el Espíritu de Dios desde su concepción hasta su glorificación, pasando por todo su ministerio público. Asiste a su concepción en el seno de María (Lc 1,35; Mt 1,18), se revela en su Bautismo y lo conduce al desierto para aprobar su proyecto mesiánico (Mt 3,16; 4,1); con la fuerza del Espíritu se dirige a Galilea y estrena su predicación (Lc 4,1.14.18); con su poderexpulsa los demonios (Mt 12,28). De manera especial el cuarto evangelio distingue dos fases en la relación de Jesús con el Espíritu. Durante su vida terrena Jesús está enposesión del Espíritu Santo, con el doble sentido de posesor y poseído. Pero todavía no puede comunicarlo a sus discípulos; se limita a prometerlo varias veces. Sólo se convertirá en dador del Espíritu después de su crucifixión-resurrección.           
    La primera fase de posesión y promesa consta en varios textos del evangelio de Juan. En una ocasión Jesús afirma que el Espíritu se da sin medida, sugiriendo tanto la plenitud del Espíritu que él ha recibido del Padre, como la que recibirá el que acepte su testimonio (3,34). En el discurso de despedida reitera la promesa del Espíritu y explica sus funciones en la comunidad: no dejar huérfanos a sus discípulos y ser su maestro y defensor (14,17.26; 15,26; 16,13).
     En una ocasión singular Jesús invita a quien tenga sed a creer en él, asegurando que de sus entrañas manarán ríos de agua viva. Esto lo dijo refiriéndose al Espíritu que habían de recibir los que le prestaran su adhesión. Y es que -explica el evangelista- no se había dado el Espíritu, porque Jesús todavía no había sido glorificado (7,39). Tener sed implica reconocer que todas las instancias humanas o religiosas hasta él no han sido capaces de satisfacer las necesidades profundas del hombre. Y en su lugar Jesús ofrece el don de Dios, el Espíritu. Pero aplaza su comunicación vinculándola a su glorificación. Hasta entonces, el Espíritu, que se da sin medida (Jn 3,34), no ha consumado su obra en Jesús. El evangelio de hoy proclama llegado ese momento en la aparición de Jesús resucitado a los discípulos. En ella Juan anticipa el Pentecostés de la comunidad naciente destacando su origen, su realización y su finalidad.
     1. Su origen está en el Crucificado-resucitado. El que se aparece glorificado es el mismo que fue crucificado. Por eso les enseñó las manos y el costado. El paso por el martirio y su correspondiente resurrección es la consumación de la obra del Espíritu en Jesús: la prueba suprema de su amor leal y su consiguiente revalidación por el Padre; ello le confiere ahora la potestad de disponer del Espíritu para crear en los suyos el hombre nuevo, el que responde al amor con una entrega sin medida.
       2. Su realización tiene lugar con un gesto simbólico: Exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo”. El gesto repite el de Dios creador en la animación del primer hombre, convirtiéndolo en ser vivo (Gn 2,7). Ahora Jesús (el Hombre acabado o Espíritu vivificante: (1 Cor 15,45), infunde su aliento (espíritu) sobre los discípulos para hacerlos a su imagen y semejanza.
      Por otra parte no podemos olvidar la asociación del Espíritu con la función profética (Is 11,2; 61,1s). La unción del Espíritu, que Jesús reclama para sí mismo (Lc 4,18),  respalda la libertad y la audacia del portavoz de Dios, para proclamar un mensaje de denuncia social y de exhortación al cambio. Ahora Jesús comunica su Espíritu a unos      discípulos, pusilánimes y encerrados por miedo a los judíos, para fortalecerlos en orden a la misión que les va a encomendar.
    II. El Espíritu Santo y la Iglesia. La inauguración de la misión universal de los discípulos es la finalidad de la efusión del Espíritu Santo: Como el Padre me ha enviado, así os envío yo. La fórmula como el Padre, así yo equivale a la pronunciada por Jesús en la última cena: Como el Padre me ha amado, así yo os he amado. Amaos vosotros (15,9).  El adverbio como” expresa dos dimensiones de la misión apostólica. Por un lado, su origen trinitario. La misión de la Iglesia prolonga en la historia humana la misma misión de Jesús por el Padre con la fuerza vital del Espíritu común. Por otro lado, imitación. La misión de los discípulos debe acomodarse en su ejercicio concreto al paradigma revelado en Jesucristo, que los convierte en testigos del amor más fiel(15,26s), y de la Verdad por excelencia (18,37). La Iglesia, en su estructura y en sus funciones no tiene otro objetivo primordial que este testimonio del amor y la verdad.
     Con la efusión del Espíritu Jesús señala además el resultado positivo y negativo de la misión eclesial paralela con la suya: A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos (20,23). Ante todo no se trata de una función judicial de absolución o condenación, porque tampoco Jesús fue enviado para condenar al mundo (3,17; 12,47). Se trata más bien de una función profética orientada a la reconciliación como objetivo primordial. Pero ante ella la respuesta de los hombres puede ser alternativa, de adhesión o de rechazo. Habrá quienes acepten el testimonio apostólico prestando su adhesión a Jesús, y habrá quienes lo rechacen en una actitud hostil contra el hombre, llegando incluso a perseguir a los discípulos. En uno y otro caso la comunidad cristiana puede y debe actuar también alternativamente según el binomio perdonar-retener, es decir, proclamar la justicia de los primeros o imputar  a los segundos su injusticia. En ambos casos la misión de la comunidad no hace más que constatar y confirmar el juicio que el hombre da sobre sí mismo con su actitud positiva o negativa. Varias veces Jesús había pronunciado este principio: El que presta su adhesión al Hijo no está sujeto a sentencia; el que se niega a prestársela ya tiene la sentencia por su propia negativa (3,18; 5,24).
Fuente: Alforjas de Pastoral

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