según san Juan 3, 16-21
Dijo Jesús: Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en Él no muera, sino que tenga Vida eterna.
Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él. El que cree en Él no es condenado, el que no cree ya está condenado, porque no ha creído en el Nombre del Hijo único de Dios. En esto consiste el juicio: la luz vino al mundo,
y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. Todo el que obra mal odia la luz y no se acerca a ella, por temor de que sus obras sean descubiertas. En cambio, el que obra conforme a la verdad se acerca a la luz,
para que se ponga de manifiesto que sus obras han sido hechas en Dios.
En este Miércoles encontramos en la primera lectura un relato de Hechos de los Apótoles donde se nos narra la liberación de los Apóstoles de la cárcel de Jerusalén gracias a la intervención del ángel o mensajero de Dios. Los Apóstoles habían sido capturados por orden del sumo sacerdote y sus partidarios, los saduceos. Y habían sido capturados no porque hubieran cometido un delito, sino por envidia. La razón, el motivo, pues, no es delictiva.
Hoy mientras leía la primera lectura me ha venido en mente el pasaje del evangelio de Juan cuando Pedro y Juan, van a ver el sepulcro después de que María Magdalena les hubiera predicado que el Señor no estaba allí, sino que había resucitado. Ellos fueron y vieron el sepulcro vacío, sin nadie... Aquí los carceleros encontraron también la celda vacía. Nos encontramos ante un movimiento humano: el de ir a comprobar lo que se nos ha dicho para estar seguros y saber qué es verdad lo que se nos ha dicho. Y, en contraposición, el movimiento divino que no se deja agarrar, no se deja ver, que no se deja atrapar por el movimiento humano. Es precisamente este movimiento divino el que genera la fuerza para predicar a los Apóstoles en el Templo. La Palabra de Dios, la fuerza de Dios, el Espíritu... no puede ser encadenado.
En el pasaje evangélico nos encontramos una parte del diálogo que mantuvo Jesús con Nicodemo, magistrado de Jerusalén. Nicodemo fue a visitar a Jesús por la noche donde se estaba hospedando en Jerusalen. Días antes Jesús había pasado del anonimato (un judío más que había venido a Jerusalen a celebrar la Pascua) a ser considerado entre los habitantes de la ciudad Santa, como el loco que había montado el espectáculo en el Templo tirando las mesas de los cambistas y poniendose a gritar blasfemias contra el Templo. Nicodemo, en cambio, no vió en Jesús un fanático, sino Alguién especial, al menos vió un Maestro. En este contexto hemos de encuadrar nuestro pasaje evangélico de hoy, ya que, encontramos una enseñanza que Jesús a Nicodemo. Pero es una enseñanza que no se esperaba Nicodemo, no es una enseñanza como la del resto de los maestros: Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. Jesús le ofrece, le revela un gran secreto a Nicodemo y a todos nosotros: la eficacia de la Salvación, el ser plenamente felices, se encuentra no en el inscribirse en una escuela o una doctrina o cualquier tipo de filosofía, sino el acto de creer en el Hijo.
Fray José Rafael Reyes González
Convento de San Clemente - Roma
Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él. El que cree en Él no es condenado, el que no cree ya está condenado, porque no ha creído en el Nombre del Hijo único de Dios. En esto consiste el juicio: la luz vino al mundo,
y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. Todo el que obra mal odia la luz y no se acerca a ella, por temor de que sus obras sean descubiertas. En cambio, el que obra conforme a la verdad se acerca a la luz,
para que se ponga de manifiesto que sus obras han sido hechas en Dios.
Compartiendo la Palabra
Por Dominicos.org
Hoy mientras leía la primera lectura me ha venido en mente el pasaje del evangelio de Juan cuando Pedro y Juan, van a ver el sepulcro después de que María Magdalena les hubiera predicado que el Señor no estaba allí, sino que había resucitado. Ellos fueron y vieron el sepulcro vacío, sin nadie... Aquí los carceleros encontraron también la celda vacía. Nos encontramos ante un movimiento humano: el de ir a comprobar lo que se nos ha dicho para estar seguros y saber qué es verdad lo que se nos ha dicho. Y, en contraposición, el movimiento divino que no se deja agarrar, no se deja ver, que no se deja atrapar por el movimiento humano. Es precisamente este movimiento divino el que genera la fuerza para predicar a los Apóstoles en el Templo. La Palabra de Dios, la fuerza de Dios, el Espíritu... no puede ser encadenado.
En el pasaje evangélico nos encontramos una parte del diálogo que mantuvo Jesús con Nicodemo, magistrado de Jerusalén. Nicodemo fue a visitar a Jesús por la noche donde se estaba hospedando en Jerusalen. Días antes Jesús había pasado del anonimato (un judío más que había venido a Jerusalen a celebrar la Pascua) a ser considerado entre los habitantes de la ciudad Santa, como el loco que había montado el espectáculo en el Templo tirando las mesas de los cambistas y poniendose a gritar blasfemias contra el Templo. Nicodemo, en cambio, no vió en Jesús un fanático, sino Alguién especial, al menos vió un Maestro. En este contexto hemos de encuadrar nuestro pasaje evangélico de hoy, ya que, encontramos una enseñanza que Jesús a Nicodemo. Pero es una enseñanza que no se esperaba Nicodemo, no es una enseñanza como la del resto de los maestros: Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. Jesús le ofrece, le revela un gran secreto a Nicodemo y a todos nosotros: la eficacia de la Salvación, el ser plenamente felices, se encuentra no en el inscribirse en una escuela o una doctrina o cualquier tipo de filosofía, sino el acto de creer en el Hijo.
Fray José Rafael Reyes González
Convento de San Clemente - Roma