Publicado por Corazones en Red
Jesús perdona los pecados y sana al paralítico. (Mc.2, 1-12)
Jesús sigue predicando y curando por Galilea, su patria chica. En esta ocasión llega a Cafarnaúm, a orillas del lago, donde en otras ocasiones “no había podido hacer ningún milagro porque no encontró suficiente fe”.
Pero esta vez sí que encuentra fe en aquel paralítico y aquellos portadores de la camilla, que se atreven a descolgarlo por el techo, ”porque la casa estaba repleta de gente y no podían entrar por la puerta”.
Jesús se apresta a perdonar los pecados de aquel hombre. Bastaba su fe para obtener el perdón, porque la fe lleva a la confianza, y el que confía en Dios, obtiene el perdón. Pero no queda ahí todo. Siempre hay quien encuentra motivos para criticar, incluso las buenas acciones de los demás. Y allí estaban para criticar la acción de Jesús los escribas, los que creían saberlo todo y tener razón en todo. ¿Cómo se atrevía a perdonar los pecados, que era algo exclusivamente reservado a Dios?
Jesús nunca hablaba de su divinidad, pero la demostraba. Y aquí lo hace. ¿Qué era más fácil, perdonar los pecados o curar la parálisis de aquel hombre? “Pues para que veáis que el Hijo del Hombre tiene poder para las dos cosas….” dijo al paralítico: levántate, coge tu camilla y vete a tu casa”. Eso lleva a la gente a dar gloria a Dios, porque nunca habían visto una cosa igual.
En el caso del paralítico, hay una doble curación: la del cuerpo y la del alma. Cura su cuerpo de la enfermedad, y le perdona sus pecados. Jesús, cuyo significado quiere decir “Salvador”, obra la salvación total. Salva al hombre en su totalidad, en su plenitud.
Aquel hombre, lleno de fe y confianza en Jesús, se llevó la camilla a casa, pero se llevó, también, el gran regalo del perdón. Y es posible que esto último le hiciera más feliz que el hecho de poder andar.
Cuando celebramos la Eucaristía, lo primero que recibimos es el perdón de Dios. Más tarde vendrán las peticiones, pedirle a Dios por la salud, por el bienestar… Pero el perdón se nos da sin pedirlo, como una demostración de la generosidad de Dios, como un adelanto de todo lo que después se nos va a regalar en la Eucaristía: el pan y el vino de la salvación.
Hay bastantes personas que llegan tarde a la Eucaristía, ya empezada. No se dan cuenta de que se pierden algo tan importante como es ese gratuito perdón de Dios. Se pierden lo que llamamos el acto penitencial. ¿Es que no les merece la pena ese perdón, estando tan necesitados de él por nuestros muchos fallos, por no ser agentes activos de su Reino? ¿Creen, en verdad, esas personas, en la necesidad y en la eficacia de ese perdón? Aquellos escribas del evangelio rechazaban el poder de Jesús para perdonar. Algunas personas, tal vez no nieguen ese poder a Dios, pero parece no interesarles demasiado. Ese acto penitencial del comienzo de la Eucaristía, es como prepararnos a todo lo que viene después de haber sido reconciliados; la fuerza para seguir adelante construyendo el Reino de Dios.
Jesús sigue predicando y curando por Galilea, su patria chica. En esta ocasión llega a Cafarnaúm, a orillas del lago, donde en otras ocasiones “no había podido hacer ningún milagro porque no encontró suficiente fe”.
Pero esta vez sí que encuentra fe en aquel paralítico y aquellos portadores de la camilla, que se atreven a descolgarlo por el techo, ”porque la casa estaba repleta de gente y no podían entrar por la puerta”.
Jesús se apresta a perdonar los pecados de aquel hombre. Bastaba su fe para obtener el perdón, porque la fe lleva a la confianza, y el que confía en Dios, obtiene el perdón. Pero no queda ahí todo. Siempre hay quien encuentra motivos para criticar, incluso las buenas acciones de los demás. Y allí estaban para criticar la acción de Jesús los escribas, los que creían saberlo todo y tener razón en todo. ¿Cómo se atrevía a perdonar los pecados, que era algo exclusivamente reservado a Dios?
Jesús nunca hablaba de su divinidad, pero la demostraba. Y aquí lo hace. ¿Qué era más fácil, perdonar los pecados o curar la parálisis de aquel hombre? “Pues para que veáis que el Hijo del Hombre tiene poder para las dos cosas….” dijo al paralítico: levántate, coge tu camilla y vete a tu casa”. Eso lleva a la gente a dar gloria a Dios, porque nunca habían visto una cosa igual.
En el caso del paralítico, hay una doble curación: la del cuerpo y la del alma. Cura su cuerpo de la enfermedad, y le perdona sus pecados. Jesús, cuyo significado quiere decir “Salvador”, obra la salvación total. Salva al hombre en su totalidad, en su plenitud.
Aquel hombre, lleno de fe y confianza en Jesús, se llevó la camilla a casa, pero se llevó, también, el gran regalo del perdón. Y es posible que esto último le hiciera más feliz que el hecho de poder andar.
Cuando celebramos la Eucaristía, lo primero que recibimos es el perdón de Dios. Más tarde vendrán las peticiones, pedirle a Dios por la salud, por el bienestar… Pero el perdón se nos da sin pedirlo, como una demostración de la generosidad de Dios, como un adelanto de todo lo que después se nos va a regalar en la Eucaristía: el pan y el vino de la salvación.
Hay bastantes personas que llegan tarde a la Eucaristía, ya empezada. No se dan cuenta de que se pierden algo tan importante como es ese gratuito perdón de Dios. Se pierden lo que llamamos el acto penitencial. ¿Es que no les merece la pena ese perdón, estando tan necesitados de él por nuestros muchos fallos, por no ser agentes activos de su Reino? ¿Creen, en verdad, esas personas, en la necesidad y en la eficacia de ese perdón? Aquellos escribas del evangelio rechazaban el poder de Jesús para perdonar. Algunas personas, tal vez no nieguen ese poder a Dios, pero parece no interesarles demasiado. Ese acto penitencial del comienzo de la Eucaristía, es como prepararnos a todo lo que viene después de haber sido reconciliados; la fuerza para seguir adelante construyendo el Reino de Dios.
Félix González