II Domingo del T.O - Ciclo B (Jn 1,35-42)
El evangelio de Juan enmarca el inicio de la actividad de Jesús en un relato de búsqueda y de seguimiento. Dos discípulos del Bautista empiezan a seguir al maestro de Nazaret.
El desencadenante es una palabra de Juan que proclama a Jesús como “el cordero de Dios”. Parece claro que tal afirmación procede de la fe de la comunidad joánica, que la pone en boca del asceta del Jordán.
Para la primera comunidad, la imagen del “cordero” contenía reminiscencias profundas: la “Pascua” o “paso del Señor” como liberador, que sacó al pueblo de la esclavitud de Egipto para conducirlo hasta la tierra “que manaba leche y miel”. “Cordero pascual” era, pues, sinónimo de liberación y de vida. Eso es precisamente lo que pone en marcha a aquellos dos discípulos… y lo que sigue moviendo a todos los buscadores del mundo.
El ser humano puede definirse como buscador…, hasta que llegue el momento en el que descubra que no hay nada que buscar. De nuevo, la paradoja nos sale al paso permanentemente. Pero, de entrada, la búsqueda es inevitable.
En un primer nivel, en el origen de la búsqueda podemos detectar una insatisfacción: creemos que algo nos falta, porque nos sentimos insatisfechos. Y nos lanzamos en su búsqueda.
Generalmente, los primeros pasos los dirigimos hacia fuera, en busca de “objetos” –bienes, posesiones, afectos, imagen, poder, placer…- que reclama nuestro yo. Imaginamos que, fuera de nosotros, debe haber “algo” que nos sacie y nos permita descansar en una sensación de plenitud.
Sin embargo, no tardamos en experimentar que, en lugar del descanso soñado, lo que empezamos a almacenar es frustración creciente: la búsqueda no nos aporta nada estable y pleno.
A partir de esa constatación, con frecuencia dolorosa, si no caemos en el escepticismo, empezamos a intuir dos claves que nos harán resituarnos en la dirección adecuada:
el mundo de los objetos –de las formas- es radicalmente impermanente: no hay nada estable, todo pasa; aferrarse a lo inestable es condenarse a sufrir;
la búsqueda debe orientarse hacia el interior: la Fuente que saciará nuestra sed brota en lo más profundo de nuestro ser.
Con este giro, tal vez hayamos descubierto algo, que dará una hondura nueva a toda la búsqueda. Decía que ésta nace, en un primer nivel, de nuestra insatisfacción. Ahora podemos empezar a reconocer que, en realidad, proviene de otro nivel más profundo: nada menos que del Anhelo que somos. La insatisfacción era sólo el síntoma.
El Anhelo es la voz de nuestro “maestro interior” –o Espíritu- que busca dirigir nuestra atención a lo que realmente somos y hemos olvidado. El anhelo nos hace recordar. Y, cuando eso se produzca, cesará toda búsqueda.
Una antigua leyenda judía cuenta que, cuando nace un niño, un ángel le toca en la boca para que no cuente nada del lugar de donde viene. Este toque del ángel parece ser tan eficaz que el niño, no sólo no contará nada, sino que incluso él mismo olvidará su origen. Pues bien, ese “Origen olvidado” es lo que tenemos que recordar: eso es lo que somos.
El Anhelo o maestro interior nos reclamará todo el tiempo hasta que se produzca el recuerdo. Y es entonces cuando descubrimos que no había nada que buscar, porque somos lo buscado.
Buscamos plenitud, felicidad, quietud, gozo, unidad, luz, verdad, amor, armonía… Pues bien, justo eso es lo que somos. Lo hemos olvidado porque nos hemos reducido al yo, hasta identificarnos con el ego carente e insatisfecho.
Al aquietar el pensamiento y venir al momento presente, caen todas nuestras antiguas identificaciones egoicas y queda, simplemente, lo que somos. La búsqueda ha llegado su fin el día en que descubrimos que el buscador es lo buscado. Eres ya –y siempre lo has sido- aquello que buscas.
Entre tanto, necesitaremos de medios, de personas y de herramientas. El objetivo de todas ellas no habrá de ser otro que aprendamos a escuchar a nuestro “maestro interior”. No hay que seguir a ningún maestro externo, ni hacerse adicto a ningún medio. Hay que oír y seguir al maestro interior.
Pero este maestro habla en el silencio. Por eso necesitamos también familiarizarnos con el silencio –de la mente y del ego-, para permitir que nos muestre la verdad de lo que somos, cuando se retira el velo que lo ocultaba.
En no pocas ocasiones, tendremos la sensación de quedarnos a oscuras. Pero eso forma parte también de la búsqueda. Nuestra mente necesita pasar por la noche para que podamos abrirnos a una luz nueva, que trasciende los esquemas del pensamiento. Lo expresó de una manera hermosa el poeta Luis Rosales:
“De noche iremos, de noche,
sin luna iremos, sin luna,
que para encontrar la fuente,
sólo la sed nos alumbra”.
“¿Qué buscáis?”, les pregunta Jesús a aquellos dos buscadores. De entrada, no lo saben. Simplemente intuyen que el maestro de Nazaret lo ha visto. Por eso, su respuesta es otra pregunta sabia: “Maestro, ¿dónde vives?”. Han empezado a seguirlo porque les parece que él “sabe”. Pero no le piden palabras ni esperan respuestas mentales. Lo que quieren es entrar al “territorio” donde vive Jesús y poder también ellos transitarlo. Se trata del territorio que todos andamos buscamos: la verdad de quienes somos.
Todo lo demás son “mapas”, explicaciones, creencias, informaciones, opiniones… Mapas que hemos podido necesitar durante algún tiempo, pero que no pueden saciar nuestro anhelo. La búsqueda no se detendrá –a no ser que la ahoguemos- hasta que no pisemos el territorio. “Nadie se emborracha con la palabra «vino»”, decían los místicos sufíes. Nadie puede quedar satisfecho porque posea muchos mapas.
La respuesta de Jesús es la de un verdadero maestro: “Venid y lo veréis”. Experimentadlo por vosotros mismos, recorredlo, caminadlo… No les da explicaciones, ni les pone condiciones ni tampoco les exige ningún tipo de sumisión. Lo que somos, sólo lo podemos “ver” cuando venimos a ello. Nadie nos lo puede enseñar desde fuera; nos puede ofrecer “mapas”, dar ánimos, sostenernos y acompañarnos, pero es cada cual quien debe hacer el camino.
Jesús invita a “venir” donde él ya “vive”. Porque ese “territorio” que somos es compartido: quien accede a él, descubre que “lo que somos” no deja nada ni a nadie fuera. Cuando accedemos a él, “vemos” como Jesús mismo veía.
Enrique Martínez Lozano
El desencadenante es una palabra de Juan que proclama a Jesús como “el cordero de Dios”. Parece claro que tal afirmación procede de la fe de la comunidad joánica, que la pone en boca del asceta del Jordán.
Para la primera comunidad, la imagen del “cordero” contenía reminiscencias profundas: la “Pascua” o “paso del Señor” como liberador, que sacó al pueblo de la esclavitud de Egipto para conducirlo hasta la tierra “que manaba leche y miel”. “Cordero pascual” era, pues, sinónimo de liberación y de vida. Eso es precisamente lo que pone en marcha a aquellos dos discípulos… y lo que sigue moviendo a todos los buscadores del mundo.
El ser humano puede definirse como buscador…, hasta que llegue el momento en el que descubra que no hay nada que buscar. De nuevo, la paradoja nos sale al paso permanentemente. Pero, de entrada, la búsqueda es inevitable.
En un primer nivel, en el origen de la búsqueda podemos detectar una insatisfacción: creemos que algo nos falta, porque nos sentimos insatisfechos. Y nos lanzamos en su búsqueda.
Generalmente, los primeros pasos los dirigimos hacia fuera, en busca de “objetos” –bienes, posesiones, afectos, imagen, poder, placer…- que reclama nuestro yo. Imaginamos que, fuera de nosotros, debe haber “algo” que nos sacie y nos permita descansar en una sensación de plenitud.
Sin embargo, no tardamos en experimentar que, en lugar del descanso soñado, lo que empezamos a almacenar es frustración creciente: la búsqueda no nos aporta nada estable y pleno.
A partir de esa constatación, con frecuencia dolorosa, si no caemos en el escepticismo, empezamos a intuir dos claves que nos harán resituarnos en la dirección adecuada:
el mundo de los objetos –de las formas- es radicalmente impermanente: no hay nada estable, todo pasa; aferrarse a lo inestable es condenarse a sufrir;
la búsqueda debe orientarse hacia el interior: la Fuente que saciará nuestra sed brota en lo más profundo de nuestro ser.
Con este giro, tal vez hayamos descubierto algo, que dará una hondura nueva a toda la búsqueda. Decía que ésta nace, en un primer nivel, de nuestra insatisfacción. Ahora podemos empezar a reconocer que, en realidad, proviene de otro nivel más profundo: nada menos que del Anhelo que somos. La insatisfacción era sólo el síntoma.
El Anhelo es la voz de nuestro “maestro interior” –o Espíritu- que busca dirigir nuestra atención a lo que realmente somos y hemos olvidado. El anhelo nos hace recordar. Y, cuando eso se produzca, cesará toda búsqueda.
Una antigua leyenda judía cuenta que, cuando nace un niño, un ángel le toca en la boca para que no cuente nada del lugar de donde viene. Este toque del ángel parece ser tan eficaz que el niño, no sólo no contará nada, sino que incluso él mismo olvidará su origen. Pues bien, ese “Origen olvidado” es lo que tenemos que recordar: eso es lo que somos.
El Anhelo o maestro interior nos reclamará todo el tiempo hasta que se produzca el recuerdo. Y es entonces cuando descubrimos que no había nada que buscar, porque somos lo buscado.
Buscamos plenitud, felicidad, quietud, gozo, unidad, luz, verdad, amor, armonía… Pues bien, justo eso es lo que somos. Lo hemos olvidado porque nos hemos reducido al yo, hasta identificarnos con el ego carente e insatisfecho.
Al aquietar el pensamiento y venir al momento presente, caen todas nuestras antiguas identificaciones egoicas y queda, simplemente, lo que somos. La búsqueda ha llegado su fin el día en que descubrimos que el buscador es lo buscado. Eres ya –y siempre lo has sido- aquello que buscas.
Entre tanto, necesitaremos de medios, de personas y de herramientas. El objetivo de todas ellas no habrá de ser otro que aprendamos a escuchar a nuestro “maestro interior”. No hay que seguir a ningún maestro externo, ni hacerse adicto a ningún medio. Hay que oír y seguir al maestro interior.
Pero este maestro habla en el silencio. Por eso necesitamos también familiarizarnos con el silencio –de la mente y del ego-, para permitir que nos muestre la verdad de lo que somos, cuando se retira el velo que lo ocultaba.
En no pocas ocasiones, tendremos la sensación de quedarnos a oscuras. Pero eso forma parte también de la búsqueda. Nuestra mente necesita pasar por la noche para que podamos abrirnos a una luz nueva, que trasciende los esquemas del pensamiento. Lo expresó de una manera hermosa el poeta Luis Rosales:
“De noche iremos, de noche,
sin luna iremos, sin luna,
que para encontrar la fuente,
sólo la sed nos alumbra”.
“¿Qué buscáis?”, les pregunta Jesús a aquellos dos buscadores. De entrada, no lo saben. Simplemente intuyen que el maestro de Nazaret lo ha visto. Por eso, su respuesta es otra pregunta sabia: “Maestro, ¿dónde vives?”. Han empezado a seguirlo porque les parece que él “sabe”. Pero no le piden palabras ni esperan respuestas mentales. Lo que quieren es entrar al “territorio” donde vive Jesús y poder también ellos transitarlo. Se trata del territorio que todos andamos buscamos: la verdad de quienes somos.
Todo lo demás son “mapas”, explicaciones, creencias, informaciones, opiniones… Mapas que hemos podido necesitar durante algún tiempo, pero que no pueden saciar nuestro anhelo. La búsqueda no se detendrá –a no ser que la ahoguemos- hasta que no pisemos el territorio. “Nadie se emborracha con la palabra «vino»”, decían los místicos sufíes. Nadie puede quedar satisfecho porque posea muchos mapas.
La respuesta de Jesús es la de un verdadero maestro: “Venid y lo veréis”. Experimentadlo por vosotros mismos, recorredlo, caminadlo… No les da explicaciones, ni les pone condiciones ni tampoco les exige ningún tipo de sumisión. Lo que somos, sólo lo podemos “ver” cuando venimos a ello. Nadie nos lo puede enseñar desde fuera; nos puede ofrecer “mapas”, dar ánimos, sostenernos y acompañarnos, pero es cada cual quien debe hacer el camino.
Jesús invita a “venir” donde él ya “vive”. Porque ese “territorio” que somos es compartido: quien accede a él, descubre que “lo que somos” no deja nada ni a nadie fuera. Cuando accedemos a él, “vemos” como Jesús mismo veía.
Enrique Martínez Lozano