Por Alessandro Pronzato
Estar de morros no va de acuerdo con la sonrisa de Dios
Estar de morros no va de acuerdo con la sonrisa de Dios
Con frecuencia estos días tengo que ir al hospital, donde está internado un pariente mío. No me limito a esa visita, sino que me muevo también por otras salas para saludar a algunos amigos.
Durante mis recorridos, me he cruzado y he observado a dos religiosas, muy distinta una de otra por su actitud, por su estilo y su modo de comportarse, algo que llama la atención inmediatamente. Entendámonos: no hay nada que decir acerca de su dedicación a los enfermos. Pero una siempre lleva el rostro iluminado por una sonrisa, mientras que la otra aparece con el ceño fruncido y realiza su servicio -repito, de una manera impecable- con una cara triste y casi sombría, como si ella y no los enfermos tuviera que tragar la medicina amarga. Anteayer, aprovechando que tenía que preguntarle sobre las condiciones de mi familiar, en el curso de la conversación le he lanzado allí mismo, confidencialmente, la pregunta que desde hace tiempo tenía ganas de hacerle: «Perdone, hermana, ¿pero, por qué tiene ese aire enfadado, afligido, melancólico? Me gustaría verla sonreír alguna vez...» Su respuesta inmediata me ha dejado helado:
«Ahora le pregunto yo a usted: ¿le parece que tenemos tantos motivos que nos permitan sonreír en un mundo tan malvado y descompuesto como éste en que desgraciadamente nos toca vivir?...»
No he sido capaz de replicar; además ella, con un resorte casi militaresco, se había dado media vuelta y se había marchado, con el ceño fruncido como siempre, o más aún, convencida de tener todas las razones para llevar esa cara entristecida...
Y motivos para sonreír...
Sólo espero que el domingo haya prestado atención a la invitación de Pablo: «Estad siempre alegres». Y no me parece que la Iglesia de Tesalónica (hoy Salónica, si he entendido bien) estuviese establecida en un mundo mejor que el nuestro. También yo estoy convencido de que no hay muchas razones que autoricen la alegría. Tengo los ojos abiertos y no se me escapan ciertos espectáculos deplorables. Tengo los oídos atentos y oigo ciertas cosas infames y me hieren dolorosamente. No ignoro el mal presente en el mundo, que asume, además, formas ofensivas y repugnantes. Y mucho menos olvido el cúmulo espantoso de sufrimientos que se abaten diariamente sobre tanta gente, las tragedias, las violencias, las injusticias de que son víctimas un número inmenso de mis semejantes. Sigue leyendo...
Durante mis recorridos, me he cruzado y he observado a dos religiosas, muy distinta una de otra por su actitud, por su estilo y su modo de comportarse, algo que llama la atención inmediatamente. Entendámonos: no hay nada que decir acerca de su dedicación a los enfermos. Pero una siempre lleva el rostro iluminado por una sonrisa, mientras que la otra aparece con el ceño fruncido y realiza su servicio -repito, de una manera impecable- con una cara triste y casi sombría, como si ella y no los enfermos tuviera que tragar la medicina amarga. Anteayer, aprovechando que tenía que preguntarle sobre las condiciones de mi familiar, en el curso de la conversación le he lanzado allí mismo, confidencialmente, la pregunta que desde hace tiempo tenía ganas de hacerle: «Perdone, hermana, ¿pero, por qué tiene ese aire enfadado, afligido, melancólico? Me gustaría verla sonreír alguna vez...» Su respuesta inmediata me ha dejado helado:
«Ahora le pregunto yo a usted: ¿le parece que tenemos tantos motivos que nos permitan sonreír en un mundo tan malvado y descompuesto como éste en que desgraciadamente nos toca vivir?...»
No he sido capaz de replicar; además ella, con un resorte casi militaresco, se había dado media vuelta y se había marchado, con el ceño fruncido como siempre, o más aún, convencida de tener todas las razones para llevar esa cara entristecida...
Y motivos para sonreír...
Sólo espero que el domingo haya prestado atención a la invitación de Pablo: «Estad siempre alegres». Y no me parece que la Iglesia de Tesalónica (hoy Salónica, si he entendido bien) estuviese establecida en un mundo mejor que el nuestro. También yo estoy convencido de que no hay muchas razones que autoricen la alegría. Tengo los ojos abiertos y no se me escapan ciertos espectáculos deplorables. Tengo los oídos atentos y oigo ciertas cosas infames y me hieren dolorosamente. No ignoro el mal presente en el mundo, que asume, además, formas ofensivas y repugnantes. Y mucho menos olvido el cúmulo espantoso de sufrimientos que se abaten diariamente sobre tanta gente, las tragedias, las violencias, las injusticias de que son víctimas un número inmenso de mis semejantes. Sigue leyendo...