Domingo de la Ascensión del Señor (Mt 28,16-2) - Ciclo A
En la fiesta de la Ascensión de este año, se nos propone la lectura del final del evangelio de Mateo, aunque no habla expresamente de la “elevación” de Jesús al cielo.
En realidad, el tema de la “ascensión” es exclusivo de Lucas (Es cierto que en Mc 16,19, se lee: “Después de hablarles, el Señor Jesús fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios”. Pero no hay que olvidar que Mc 16,9-20 es un “Apéndice”, añadido en el siglo II). Sólo Lucas ha separado los tiempos: así, aunque en su primer libro (el evangelio) se da por supuesto que Jesús asciende al cielo el mismo día de la resurrección (“aquel mismo día”: Lc 24,1.13.36.50), en el segundo (Hechos de los Apóstoles) crea una separación temporal de “cuarenta días” entre ambos acontecimientos (Hech 1,3), y de diez días más para la venida del Espíritu o Pentecostés (2,1). Esa periodización, que se impondría finalmente en la vida de la Iglesia, es una creación de Lucas. Más bien habría que decir que todo ocurrió simultáneamente: la muerte, la resurrección, la ascensión y el don del Espíritu suceden a la vez; más aún, en cierto sentido, no son sino “perspectivas” diferentes de una única realidad, la que se conoce como “acontecimiento pascual”. Mateo, siguiendo a Marcos, sitúa en “Galilea” el encuentro del Resucitado con los discípulos. Galilea remite a la vida histórica de Jesús y a los confines de la tierra: el Resucitado espera en la vida cotidiana cuando se vive desde el amor y la entrega.
Y en un “monte”: el Maestro vive ya en el ámbito de la divinidad. No hay que pensar este encuentro en clave “física”. De hecho, el mismo texto se apresura a decir que, aunque los discípulos “se postraron” –es la actitud que se adopta ante Dios-, “algunos vacilaban”. La fe nunca es imposición; ante los mismos hechos, unos pueden “ver” y otros no. Tal “vacilación” sólo es explicable si admitimos que el encuentro con el resucitado no tuvo lugar de un modo “palpable”. Se trató de una experiencia de otro tipo. Las palabras que se ponen en boca de Jesús merecen un comentario más detenido, teniendo en cuenta que, con ellas, concluye Mateo su evangelio. El comienzo no puede ser más solemne: “Se me ha dado pleno poder…”. Se trata de una fórmula que se inspira en los decretos reales. El segundo Libro de las Crónicas se cierra con estas palabras de Ciro, rey de Persia (al que el judaísmo consideraba como un mesías, tal como puede leerse en el libro de Isaías 45,1: “Así dice Yhwh a su mesías Ciro…”): “Yhwh, el Dios de los cielos, me ha dato todos los reinos de la tierra” (2 Cr 36,23). Aquellos decretos reales presentaban la siguiente forma: 1) He recibido todo el poder, por tanto, 2) doy tal orden. Es el mismo esquema que se aplica aquí. Con aquella solemne declaración, Mateo está mostrando la “realeza” o el señorío del Mesías Jesús, a la vez que prepara la escucha del mandato que viene a continuación. El mandato (“Id y haced discípulos de todos los pueblos bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”) es peculiar. Se trata de un texto exclusivo de Mateo: sólo él, a diferencia de los otros tres evangelios canónicos, propone esta fórmula bautismal trinitaria. Con seguridad, la ha tomado del uso litúrgico de su propia comunidad.
Es realmente improbable que haya salido de los labios de Jesús. Por un lado, porque se trata de una fórmula elaborada e incluso estereotipada, que no parece tener lugar en el pensamiento de Jesús. En él, aunque hable constantemente del Padre y nombre al Espíritu, no se da en ningún caso una afirmación de tipo “trinitario”. Por otro lado, cuando Jesús envía a los discípulos, según el mismo evangelio de Mateo, lo que les dice suena muy diferente: “No vayáis a regiones de paganos ni entréis en los pueblos de Samaria. Id más bien a las ovejas descarriadas de Israel. Id anunciando que está llegando el reino de los cielos. Curad a los enfermos, resucitad a los muertos, limpiad a los leprosos, expulsad a los demonios; gratis lo recibisteis, dadlo gratis” (Mt 10,5-8). ¿Qué ocurrió entre este mensaje y el que escuchamos al cierre del evangelio? Que, en la comunidad de Mateo, se ha producido un doble deslizamiento. En primer lugar, el mensaje se ha universalizado: sus destinatarios no son sólo los miembros del pueblo de Israel –como pensaban los judíos observantes y, probablemente, en algún momento, el propio Jesús-, sino “todos los pueblos”. Sin duda, el impulso universalista de Pablo había prendido ya con fuerza en la mayor parte de las comunidades. En segundo lugar, se ha modificado el “contenido” de la misión. En el envío por parte de Jesús, en su vida histórica, el acento se pone en una sola cosa: comunicar vida. Así hay que leer, tanto el anuncio del reino, como todo lo relacionado con las curaciones: se trataba de continuar la propia misión de Jesús, haciendo lo mismo que él hacía. En el último texto, por el contrario, el acento está puesto en lo que hoy designaríamos como “proselitismo”. Se trata de un riesgo que acecha a todo grupo (no sólo al religioso): se empieza pensando en el bien de los otros, y se termina queriendo fortalecer el grupo propio o tratando de imponerse sobre los demás. Esto, que se observa con facilidad en los partidos políticos –en los que, generalmente, parece primar el triunfo electoral por encima del servicio a los ciudadanos-, acontece también en las iglesias: nacidas de una intuición de servicio desinteresado, suelen terminar centradas en ellas mismas, en muchos casos absolutizándose. Ya no importa tanto el servicio a las personas, sino que la propia iglesia se afiance, crezca, logre reconocimiento y ocupe espacio público, sea respetada u obedecida… De ese tipo de deslizamiento no estamos libres ninguno, porque es característico del ego; se comprende que se manifieste en todos aquellos ámbitos en los que se mueve. Es el ego el que necesita absolutizarse, creerse superior, tener razón, ser portador de la verdad definitiva, convencer a los otros, constituirse en “medida” de todos los demás… Cuando vemos cualquiera de estos comportamientos podemos estar seguros de que es el ego quien ha tomado las riendas…, aunque proclame hacerlo en nombre de Dios y para bien de la humanidad (el ego es también sumamente hábil para buscar justificaciones). Parece claro que, en la intención de Jesús, no figuraba la idea de convertir a todos los pueblos, ni que todos ellos se integraran en la Iglesia católica (parece claro también que él no pensó en fundar ninguna iglesia). Lo que ocupaba su corazón era el “reino de Dios”, un proyecto de nueva sociedad, caracterizado por la vivencia de la fraternidad, basada en la experiencia gozosa de percibir a Dios como “Abba” (Padre). En cierto sentido, podría decirse que el mensaje de Jesús es totalmente abierto e inclusivo; lo que se empieza a implementar en la comunidad cristiana, por el contrario, tiene un color exclusivista, tal como suele ocurrir en todas las religiones. Y el texto termina con una frase que recoge el nombre propio de Jesús, tal como se leía ya en el comienzo mismo del evangelio, en la cita de Isaías, que Mateo coloca en el contexto del anuncio a José. El texto de Isaías decía: “La virgen concebirá y dará a luz un hijo, a quien pondrán por nombre Enmanuel (que significa: Dios con nosotros)” (Isaías 7,14, citado en Mateo 1,23). Para Mateo, Jesús es Enmanuel: Dios-con-nosotros. De hecho, en este nombre se condensa todo su evangelio, formando lo que se conoce como una gran “inclusión”. Su relato se abre y se cierra con él. Por eso, cuando concluye poniendo en labios de Jesús la frase citada, no sólo está dando forma a una promesa (“yo estaré con vosotros…”), sino que está revelando la identidad del Maestro. Esa Identidad –lo vemos claro desde una perspectiva no-dual- es una identidad compartida: todos somos “Enmanuel”, porque Dios-es-en-y-con-nosotros, sin confusión, pero también sin distancia ni separación. De ese modo, una vez más, en Jesús se nos revela la verdad última de lo que somos y de lo que es. Por eso puede decirse, con razón, que él es “espejo” de lo que somos todos.
En realidad, el tema de la “ascensión” es exclusivo de Lucas (Es cierto que en Mc 16,19, se lee: “Después de hablarles, el Señor Jesús fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios”. Pero no hay que olvidar que Mc 16,9-20 es un “Apéndice”, añadido en el siglo II). Sólo Lucas ha separado los tiempos: así, aunque en su primer libro (el evangelio) se da por supuesto que Jesús asciende al cielo el mismo día de la resurrección (“aquel mismo día”: Lc 24,1.13.36.50), en el segundo (Hechos de los Apóstoles) crea una separación temporal de “cuarenta días” entre ambos acontecimientos (Hech 1,3), y de diez días más para la venida del Espíritu o Pentecostés (2,1). Esa periodización, que se impondría finalmente en la vida de la Iglesia, es una creación de Lucas. Más bien habría que decir que todo ocurrió simultáneamente: la muerte, la resurrección, la ascensión y el don del Espíritu suceden a la vez; más aún, en cierto sentido, no son sino “perspectivas” diferentes de una única realidad, la que se conoce como “acontecimiento pascual”. Mateo, siguiendo a Marcos, sitúa en “Galilea” el encuentro del Resucitado con los discípulos. Galilea remite a la vida histórica de Jesús y a los confines de la tierra: el Resucitado espera en la vida cotidiana cuando se vive desde el amor y la entrega.
Y en un “monte”: el Maestro vive ya en el ámbito de la divinidad. No hay que pensar este encuentro en clave “física”. De hecho, el mismo texto se apresura a decir que, aunque los discípulos “se postraron” –es la actitud que se adopta ante Dios-, “algunos vacilaban”. La fe nunca es imposición; ante los mismos hechos, unos pueden “ver” y otros no. Tal “vacilación” sólo es explicable si admitimos que el encuentro con el resucitado no tuvo lugar de un modo “palpable”. Se trató de una experiencia de otro tipo. Las palabras que se ponen en boca de Jesús merecen un comentario más detenido, teniendo en cuenta que, con ellas, concluye Mateo su evangelio. El comienzo no puede ser más solemne: “Se me ha dado pleno poder…”. Se trata de una fórmula que se inspira en los decretos reales. El segundo Libro de las Crónicas se cierra con estas palabras de Ciro, rey de Persia (al que el judaísmo consideraba como un mesías, tal como puede leerse en el libro de Isaías 45,1: “Así dice Yhwh a su mesías Ciro…”): “Yhwh, el Dios de los cielos, me ha dato todos los reinos de la tierra” (2 Cr 36,23). Aquellos decretos reales presentaban la siguiente forma: 1) He recibido todo el poder, por tanto, 2) doy tal orden. Es el mismo esquema que se aplica aquí. Con aquella solemne declaración, Mateo está mostrando la “realeza” o el señorío del Mesías Jesús, a la vez que prepara la escucha del mandato que viene a continuación. El mandato (“Id y haced discípulos de todos los pueblos bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”) es peculiar. Se trata de un texto exclusivo de Mateo: sólo él, a diferencia de los otros tres evangelios canónicos, propone esta fórmula bautismal trinitaria. Con seguridad, la ha tomado del uso litúrgico de su propia comunidad.
Es realmente improbable que haya salido de los labios de Jesús. Por un lado, porque se trata de una fórmula elaborada e incluso estereotipada, que no parece tener lugar en el pensamiento de Jesús. En él, aunque hable constantemente del Padre y nombre al Espíritu, no se da en ningún caso una afirmación de tipo “trinitario”. Por otro lado, cuando Jesús envía a los discípulos, según el mismo evangelio de Mateo, lo que les dice suena muy diferente: “No vayáis a regiones de paganos ni entréis en los pueblos de Samaria. Id más bien a las ovejas descarriadas de Israel. Id anunciando que está llegando el reino de los cielos. Curad a los enfermos, resucitad a los muertos, limpiad a los leprosos, expulsad a los demonios; gratis lo recibisteis, dadlo gratis” (Mt 10,5-8). ¿Qué ocurrió entre este mensaje y el que escuchamos al cierre del evangelio? Que, en la comunidad de Mateo, se ha producido un doble deslizamiento. En primer lugar, el mensaje se ha universalizado: sus destinatarios no son sólo los miembros del pueblo de Israel –como pensaban los judíos observantes y, probablemente, en algún momento, el propio Jesús-, sino “todos los pueblos”. Sin duda, el impulso universalista de Pablo había prendido ya con fuerza en la mayor parte de las comunidades. En segundo lugar, se ha modificado el “contenido” de la misión. En el envío por parte de Jesús, en su vida histórica, el acento se pone en una sola cosa: comunicar vida. Así hay que leer, tanto el anuncio del reino, como todo lo relacionado con las curaciones: se trataba de continuar la propia misión de Jesús, haciendo lo mismo que él hacía. En el último texto, por el contrario, el acento está puesto en lo que hoy designaríamos como “proselitismo”. Se trata de un riesgo que acecha a todo grupo (no sólo al religioso): se empieza pensando en el bien de los otros, y se termina queriendo fortalecer el grupo propio o tratando de imponerse sobre los demás. Esto, que se observa con facilidad en los partidos políticos –en los que, generalmente, parece primar el triunfo electoral por encima del servicio a los ciudadanos-, acontece también en las iglesias: nacidas de una intuición de servicio desinteresado, suelen terminar centradas en ellas mismas, en muchos casos absolutizándose. Ya no importa tanto el servicio a las personas, sino que la propia iglesia se afiance, crezca, logre reconocimiento y ocupe espacio público, sea respetada u obedecida… De ese tipo de deslizamiento no estamos libres ninguno, porque es característico del ego; se comprende que se manifieste en todos aquellos ámbitos en los que se mueve. Es el ego el que necesita absolutizarse, creerse superior, tener razón, ser portador de la verdad definitiva, convencer a los otros, constituirse en “medida” de todos los demás… Cuando vemos cualquiera de estos comportamientos podemos estar seguros de que es el ego quien ha tomado las riendas…, aunque proclame hacerlo en nombre de Dios y para bien de la humanidad (el ego es también sumamente hábil para buscar justificaciones). Parece claro que, en la intención de Jesús, no figuraba la idea de convertir a todos los pueblos, ni que todos ellos se integraran en la Iglesia católica (parece claro también que él no pensó en fundar ninguna iglesia). Lo que ocupaba su corazón era el “reino de Dios”, un proyecto de nueva sociedad, caracterizado por la vivencia de la fraternidad, basada en la experiencia gozosa de percibir a Dios como “Abba” (Padre). En cierto sentido, podría decirse que el mensaje de Jesús es totalmente abierto e inclusivo; lo que se empieza a implementar en la comunidad cristiana, por el contrario, tiene un color exclusivista, tal como suele ocurrir en todas las religiones. Y el texto termina con una frase que recoge el nombre propio de Jesús, tal como se leía ya en el comienzo mismo del evangelio, en la cita de Isaías, que Mateo coloca en el contexto del anuncio a José. El texto de Isaías decía: “La virgen concebirá y dará a luz un hijo, a quien pondrán por nombre Enmanuel (que significa: Dios con nosotros)” (Isaías 7,14, citado en Mateo 1,23). Para Mateo, Jesús es Enmanuel: Dios-con-nosotros. De hecho, en este nombre se condensa todo su evangelio, formando lo que se conoce como una gran “inclusión”. Su relato se abre y se cierra con él. Por eso, cuando concluye poniendo en labios de Jesús la frase citada, no sólo está dando forma a una promesa (“yo estaré con vosotros…”), sino que está revelando la identidad del Maestro. Esa Identidad –lo vemos claro desde una perspectiva no-dual- es una identidad compartida: todos somos “Enmanuel”, porque Dios-es-en-y-con-nosotros, sin confusión, pero también sin distancia ni separación. De ese modo, una vez más, en Jesús se nos revela la verdad última de lo que somos y de lo que es. Por eso puede decirse, con razón, que él es “espejo” de lo que somos todos.
Enrique Martínez Lozano
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