"Podríamos en esta Cuaresma reconvertir la ceniza en yemas, viviendo atentos para descubrir quiénes necesitan sentir el apoyo de nuestro dedo en forma de ánimo, afecto o acogida. Qué espléndido remedio para espantar quejas, agravios o resquemores que a veces pululan por nuestro interior y sustituirlos por el agradecimiento a esos dedos en nuestra espalda que nos permiten creer en nosotros y desplegar lo mejor que somos» No piensen que se trata de las riquísimas yemas de san Leandro, sino de otras yemas: las de los dedos. Me cuenta una de mis hermanas, que trabaja con discapacitados profundos en un hospital de los Hermanos de San Juan de Dios, que, en el grupo en que está, solo se mantiene en pie una niña alta y grande, pero que solo camina si le ofrecen un dedo para agarrarse. Ese contacto mínimo hace que se sienta segura y capaz de andar, pero sin él, se queda quieta y no hay manera de que se mueva. Últimamente han descubierto que no necesita ver el dedo tendido y agarrarse a él: le basta sentirlo en su espalda para caminar. En el fondo, es a lo que se dedicó Jesús toda su vida, desde que creció y sus manos fueron lo suficientemente grandes como para que se agarrara a ellas toda aquella gente que necesitaba sentirse sostenida: les bastaba el roce de la yema de su dedo (su palabra, su mirada, su ternura…) para que se despertara en lo más hondo de ellos mismos la energía secreta que les ponía en pie y les hacía capaces de moverse: soltaban redes, daban un brinco fuera de la cuneta como Bartimeo, repartían como Zaqueo sus dineros, tocaban el borde de su manto y se sentían de nuevo vivos y en camino.
Podríamos en esta Cuaresma reconvertir la ceniza en yemas, viviendo atentos para descubrir quiénes necesitan sentir el apoyo de nuestro dedo en forma de ánimo, afecto o acogida. Qué espléndido remedio para espantar quejas, agravios o resquemores que a veces pululan por nuestro interior y sustituirlos por el agradecimiento a esos dedos en nuestra espalda que nos permiten creer en nosotros y desplegar lo mejor que somos.
“Tu fe te ha salvado”, decía Jesús. “Y a la yema de los dedos de mis hermanos en mi espalda”, podríamos responderle cada uno de nosotros.
Dolores Aleixandre
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