Es insólito que un animal llegue a destruir a otro de su misma especie. La explicación científica es sencilla. En los animales, la agresión está controlada por mecanismos biológicos que impiden su mutua destrucción.
No sucede así en la especie humana. En nosotros, la agresividad puede convenirse en ataque destructor que llega, incluso, hasta eliminar a otro ser humano.
Nosotros no estamos defendidos por ningún dispositivo biológico que nos impida destruirnos mutuamente. ¿Qué es lo que puede salvar a las personas de la mutua agresión y el exterminio?
Esta pregunta no es hoy algo teórico y sin importancia, sino una cuestión angustiosa en una sociedad cuya agresividad está creciendo hasta límites insostenibles.
La respuesta de Jesús es clara. No basta convenir el homicidio en «tabú», con la prohibición divina del «no matarás». Es necesario, además, liberamos de todo lo que nos lleva a destruir al otro y reorientar nuestras energías agresivas hacia la construcción de la fraternidad.
Es una equivocación y una incoherencia condenar con toda clase de repulsas las muertes violentas y avivar, al mismo tiempo, entre nosotros, una agresividad tan estéril como peligrosa.
Parece que no podemos confrontar nuestras posiciones políticas, sin degenerar en ataques poco nobles al adversario. No acertamos a defender nuestras opciones sin despreciar las de los demás. No sabemos criticarnos mutuamente, sin caer en la acusación desleal, el insulto o la injuria.
Los dirigentes políticos no contribuyen a crear un clima social de diálogo, colaboración y búsqueda solidaria del bien común. Al contrario, enzarzados, con frecuencia, en agresiones inútiles, producen la impresión de estar más enfrentados que los mismos ciudadanos a los que representan.
¿Qué sentido pueden tener estos enfrentamientos estériles, cuando estamos necesitando aunar más que nunca los esfuerzos de todos para acometer juntos la solución de nuestros graves problemas?
Hay en el evangelio de Jesús un mensaje que tampoco hoy deberíamos olvidar: los seres humanos caminan hacia la salvación, cuando convierten su «agresividad», no en ataque destructor al hermano sino en energía positiva, orientada a construir una sociedad más justa y fraterna.
No sucede así en la especie humana. En nosotros, la agresividad puede convenirse en ataque destructor que llega, incluso, hasta eliminar a otro ser humano.
Nosotros no estamos defendidos por ningún dispositivo biológico que nos impida destruirnos mutuamente. ¿Qué es lo que puede salvar a las personas de la mutua agresión y el exterminio?
Esta pregunta no es hoy algo teórico y sin importancia, sino una cuestión angustiosa en una sociedad cuya agresividad está creciendo hasta límites insostenibles.
La respuesta de Jesús es clara. No basta convenir el homicidio en «tabú», con la prohibición divina del «no matarás». Es necesario, además, liberamos de todo lo que nos lleva a destruir al otro y reorientar nuestras energías agresivas hacia la construcción de la fraternidad.
Es una equivocación y una incoherencia condenar con toda clase de repulsas las muertes violentas y avivar, al mismo tiempo, entre nosotros, una agresividad tan estéril como peligrosa.
Parece que no podemos confrontar nuestras posiciones políticas, sin degenerar en ataques poco nobles al adversario. No acertamos a defender nuestras opciones sin despreciar las de los demás. No sabemos criticarnos mutuamente, sin caer en la acusación desleal, el insulto o la injuria.
Los dirigentes políticos no contribuyen a crear un clima social de diálogo, colaboración y búsqueda solidaria del bien común. Al contrario, enzarzados, con frecuencia, en agresiones inútiles, producen la impresión de estar más enfrentados que los mismos ciudadanos a los que representan.
¿Qué sentido pueden tener estos enfrentamientos estériles, cuando estamos necesitando aunar más que nunca los esfuerzos de todos para acometer juntos la solución de nuestros graves problemas?
Hay en el evangelio de Jesús un mensaje que tampoco hoy deberíamos olvidar: los seres humanos caminan hacia la salvación, cuando convierten su «agresividad», no en ataque destructor al hermano sino en energía positiva, orientada a construir una sociedad más justa y fraterna.
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