14 febrero 2025

Misa del domingo: domingo 16 de febrero

 “Maldito” y “bendito” son categorías que definen dos maneras de vivir, ya sea en este mundo o también después de esta vida.

Es calificado como “maldito” quien marginando totalmente a Dios se fía de su propio ingenio, de su capacidad y de sus solas fuerzas, o de las de otros. Se hace “maldito” quien espera encontrar su seguridad y significación en lo pasajero, en la vanidad del mundo, quien busca en sí mismo su grandeza y su realización. Se torna en un “maldito” porque en su egocentrismo se hace a sí mismo dios cuando no lo es. La maldición que en este proceso de rechazo de Dios y de endiosamiento de sí mismo trae sobre sí es la aridez del espíritu, el sinsentido de su existencia, el corazón inhóspito y vacío, solo, roto y dividido. La negación de Dios y de sus designios, abierta en el caso del rechazo frontal, o solapada en el caso de la indiferencia o del agnosticismo funcional, lleva inexorablemente al ser humano a su propia destrucción, a su muerte.

“Bendito” en cambio es aquél o aquella que confiando en Dios entra en contacto con la fuente de su vida, de su amor y felicidad. El ser humano, porque es criatura de Dios, no puede vivir sin Dios. Sólo en Dios puede realizarse, llegar a ser quien está llamado a ser, llegar a amar como está llamado a amar. Al reconocer humildemente esta dependencia, su ser permanece en Dios, se abre a su fuerza y amor divino, y se despliega poco a poco hasta alcanzar su plenitud humana. Es entonces cuando la persona encuentra su máxima felicidad o bienaventuranza.

Quien confía en Dios se asemeja así a un árbol que permanece «plantado al borde de la acequia»: arraigado en Dios, permanece firme en los momentos más arduos y difíciles de la existencia, incluso en momentos de “sequía” «da fruto a su tiempo y no se marchitan sus hojas; y cuanto emprende tiene buen fin» (Salmo responsorial). Esta imagen del árbol plantado al borde del arroyo es clásica en la Sagrada Escritura. Expresa que el ser humano se desarrolla plenamente cuando se arraiga en Dios, en su Ley y en su Palabra. Lo que el agua es para la planta, eso es Dios y su Palabra para el ser humano. Separarse de Dios es condenarse no sólo a la esterilidad, sino a la sequedad y a la muerte lenta. En cambio, la aceptación de los designios divinos trae consigo el pleno despliegue de todo lo que él es y le conduce a la “bienaventuranza”, es decir, la máxima felicidad posible para el ser humano: «lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, [es] lo que Dios preparó para los que le aman» (1Cor 2,9).

Dios, por sobreabundancia de amor, ha creado al ser humano a su imagen y semejanza, con el fin de que participe de su misma comunión divina de amor y comparta con Él la misma felicidad y gozo que Dios vive en sí mismo, por toda la eternidad. Pero el amor no puede ser impuesto, ni obligado. Por ello Dios crea al ser humano libre: cada cual debe responder a la invitación divina desde su propia libertad. Cada cual es libre para decirle “sí” o “no”. Dios respetará la respuesta libre de cada cual, pero advierte y aconseja: «te pongo delante vida o muerte, bendición o maldición. Escoge la vida, para que vivas, tú y tu descendencia, amando al Señor tu Dios, escuchando su voz, viviendo unido a Él; pues en eso está tu vida» (Dt 30,19-20).

El “no” dado a Dios tiene consecuencias terribles para la criatura humana: trae sobre sí la muerte, porque Él es la vida misma y la fuente de toda vida y felicidad. Para el ser humano apartarse de Dios equivale al suicidio, es traer sobre sí mismo la muerte, la maldición, la infelicidad. Ante el “no” dado por nuestros primeros padres y las terribles consecuencias que ese “no” trajo sobre toda la humanidad, Dios preparó en la historia el envío de su propio Hijo «para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). Jesucristo, el Señor, es para todo ser humano «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14,6). Él es quien ha venido a reconciliar al ser humano y a abrir para él nuevamente el camino a la bienaventuranza, a la felicidad plena que deriva de la comunión con Dios y de la participación de su misma naturaleza divina (ver 2Pe 1,4).

Es al Señor Jesús a quien escuchamos en el Evangelio de este Domingo proclamar un elenco de “bienaventuranzas” junto con un elenco de “ayes”, “bienaventuranzas” y “ayes” que equivalen a aquellos “benditos” y “malditos” de Jeremías. El pasaje invita a considerar el contraste entre dos escalas de valores completamente opuestas: la del mundo y la de Dios. Las “bienaventuranzas” y los “ayes” propuestos por el Señor chocan frontalmente con la visión del mundo, tan llevada por la apariencia y la vanidad de las cosas, y descubren la jerarquía de valores a los ojos de Dios.

¿Qué garantiza que la promesa de la bienaventuranza para el ser humano se va a realizar en quienes confían en Dios? El acontecimiento histórico e incontestable de la Resurrección de Cristo, del que nos habla el apóstol Pablo en la segunda lectura. Cristo verdaderamente ha resucitado, y en su resurrección se fundamenta la esperanza del creyente de poder participar un día de aquella plenitud de gozo y felicidad que Dios le tiene prometida, pues en Cristo resucitarán para la Vida los que en Él vivan y mueran.

LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

Dios, que te ha creado, quiere para ti tu máximo bien, tu vida, tu felicidad. ¡Para eso te ha creado! Y te ha creado libre para que haciendo un recto uso de tu libertad puedas elegir bien y así participar ya ahora y luego de tu muerte por toda la eternidad de su misma vida y felicidad, en la comunión divina de su amor. ¿No consiste en esto la felicidad de todo ser humano: poder amar y ser amado sin límites ni medida? Es en la comunión con Dios y con todos los santos como este anhelo profundamente inscrito en el corazón humano será plenamente saciado.

El mundo, cuando opta por apartar a Dios del camino para erigirse a sí mismo como dios, trae sobre sí mismo su propia maldición. Las sociedades en las que vivimos, sociedades de raíces cristianas aunque cada vez más enemigas de Cristo y de su Iglesia, son sociedades signadas por el materialismo, el consumismo, el hedonismo, sociedades en las que se impone cada vez más el relativismo moral, ofrecen seductoras propuestas de felicidad, alternativas a la felicidad que Dios ofrece al ser humano. Así, según los criterios del mundo, será feliz aquel que pueda gozar de salud, de dinero, de bienes, de fama, éxito y reconocimiento, de poder, de placeres sin restricción o límite moral. Yendo tras esos ídolos ciertamente se experimentan intensos gozos, emociones y placeres, pero que al estar marcados por la fugacidad se parecen a lindas burbujas de jabón: nos fascinan por sus cambiantes colores pero de pronto estallan y desaparecen para no dejar sino un enorme vacío y tristeza, vacío que buscará llenarse con más experiencias similares, cada vez más intensas, para nunca jamás salir de un círculo vicioso que hunde cada vez más en el abismo del sinsentido y de la desesperanza a quien se deja esclavizar por su dinamismo. ¡Qué vacíos nos descubrimos, luego de alcanzar todo aquello que el mundo ofrece y promete que nos hará “grandes”, que nos llevará a sentirnos “como dioses”!

Dios conoce bien el camino que debes recorrer para alcanzar tu felicidad. Por el amor que te tiene, Dios envió a su propio Hijo para mostrarte en Él el Camino que has de recorrer para alcanzar tu felicidad. El Señor Jesús, que te conoce mejor que tú mismo, que tú misma, sabe bien de ese anhelo que palpita intensamente en lo profundo de tu ser. Él ha venido justamente a responder a esa ansia de felicidad y te ofrece también a ti esa «agua viva» (Jn 4,10) que apagará tu sed de infinito, regalándote una felicidad que nada ni nadie podrá arrebatarte jamás (ver Jn 16,22). Él mismo es «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14,6): Camino y Verdad sobre ti mismo que te conducirá a tu plena realización, a la felicidad y gozo que tanto buscas y anhelas. Por medio de Él el Padre te irá mostrando el Plan que Él tiene para ti, es decir, el camino que recorrido con fidelidad te llevará a la plena felicidad, a la bienaventuranza total.

Así, pues, ¿quieres ser feliz? No te dejes engañar por las seductoras pero falsas promesas de felicidad: si el mundo te ofrece riquezas, placeres, fama y poder con la condición de que te olvides de Dios, de sus promesas y de sus mandamientos, ten la certeza de que por una gloria vana y furtiva estarás trayendo sobre ti la “maldición”, la desgracia, la soledad y la muerte eterna.

Si verdaderamente quieres ser feliz confía en el Señor y sigue el camino que Él te señala, aunque a primera vista parezca contradictorio y arduo de seguir, aunque lo que aparezca ante ti sólo sea la cruz. Recorrido con el Señor, ese Camino te llevará a la alegría presente y luego a la bienaventuranza eterna. ¡Confía plenamente en Él y haz lo que Él te diga (ver Jn 2,5), hoy y siempre!

Y si por creer en Dios y mostrarte cristiano sufres pruebas o experimentas situaciones adversas y difíciles, abrázate firmemente a la Cruz del Señor y ejercítate en la virtud de la paciencia, es decir, en la vigorosa disposición de ánimo que no sucumbe ante el sufrimiento, sino que sabe esperar en el Señor y en la realización de sus promesas. Nunca permitas que las pruebas o dificultades sufridas por Cristo, experimentadas en tu esfuerzo diario de vivir según las enseñanzas de Cristo, te aparten del Señor. Tú, repite siempre como San Pablo: «¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?… en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó» (Rom 8,35-37).

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