El profeta Daniel (1ª. lectura) anticipa los tiempos finales de la presente historia humana, el “fin del mundo”. Serán tiempos difíciles, dice el profeta, tiempos de angustia como nunca antes ha habido en la historia de la humanidad. Aún así, será un tiempo de salvación: «se salvará tu pueblo: todos los inscritos en el libro». Daniel asegura que entonces muchos despertarán de la muerte, «unos para vida eterna, otros para el castigo eterno». Quienes resuciten para la vida, brillarán por toda la eternidad como las estrellas en el firmamento, es decir, participarán de la misma gloria y fulgor divino.
De aquél «libro» mencionado por Daniel habla también San Juan en el Apocalipsis (ver Ap 3.15; 5, 9-10; 13, 8; 17, 8; 20, 12.15; 21, 27). Se trata del «Libro de la Vida» en el que están inscritos los nombres de aquellos que han de salvarse y participar de la vida eterna, en la comunión con Dios. Se trata de aquellos que han sido comprados para Dios por la sangre del Cordero degollado (ver Ap 5, 9-10), es decir, por la sangre de Cristo derramada en la Cruz para el perdón de los pecados (2ª. lectura). Ese sacrificio único ha cancelado los antiguos sacrificios: ya no hay necesidad de otra ofrenda, pues esa sola ofrenda «ha perfeccionado para siempre a los que van siendo consagrados a Dios.» Inscritos en el Libro de la Vida están aquellos que, habiendo sido redimidos y reconciliados por la sangre del Cordero, responden a ese Don y cooperan con la gracia recibida, dando frutos de conversión y santidad.
También el Señor Jesús habla de “aquellos días” que vendrán al final de los tiempos. Utilizando un lenguaje propio de la apocalíptica judía anuncia un cataclismo cósmico que evidencia la inestabilidad de todo aquello que parece ser tan firme y estable. Si el sol se apaga, si el universo entero “se desmorona”, ¿qué podrá permanecer en pie y con vida en la tierra?
Mas aquellos días terriblemente angustiosos no serán sino la antesala de la venida triunfal del «Hijo del hombre», Cristo mismo. Él entonces volverá «con gran poder y gloria». Su poder está por encima de las fuerzas del cosmos.
El Señor Jesús es Dios, es Señor de todo lo creado y permanece más allá de la inestabilidad de las cosas visibles, por ello afirma: «El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán.» Frente a la fugacidad de todo lo creado sólo permanecerán sus palabras, porque Cristo, que es la Palabra eterna del Padre, permanece para siempre. Como Cristo, tampoco “pasará” o dejará de existir quien cree en Él y guarda fielmente su palabra. Éste nada tiene que temer cuando venga el fin del mundo, pues su nombre está inscrito en el Libro de la Vida.
LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
¿Cuándo será el fin del mundo? Siempre han mentido y mienten o desvarían aquellos que anuncian el fin del mundo “para tal día”. Jamás podrán ser dignos de crédito. Es al Señor a quien nosotros escuchamos y creemos. Él ha dicho que «el día y la hora nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sólo el Padre».
¿Y por qué Dios no ha querido revelar cuándo será aquél momento? Si tenemos la certeza de que aquél día llegará, pero también la absoluta incertidumbre del momento preciso, ¿no será lo sensato vivir en un estado de continua vigilancia, un estar preparados en todo momento y no adormecerse nunca? Ciertamente.
Ahora bien, quizá no nos toque ver el fin del mundo, como no les tocó vivirlo a las generaciones de cristianos que nos han antecedido. Quizá la muerte nos llegue antes, por ello, es conveniente que consideremos que si el fin del mundo anunciado por el Señor no llega primero, para nosotros el fin del mundo será el momento de nuestra propia muerte.
Conviene, pues, meditar en aquello a lo que tanto tememos y evadimos, en aquél acontecimiento último de nuestro peregrinar en la tierra: nuestro morir. Nada hay más cierto que el hecho futuro de mi muerte. Ese momento llegará, es absolutamente ineludible, aunque busquemos estar tan ocupados o divertidos en el día a día para olvidarnos de ella, aunque pensemos que es “para los demás”, para los ancianos, y no para mí. Nada hay mas cierto que la muerte, y a la vez, nada hay más incierto que la hora de mi muerte. ¿Quién viene al mundo sabiendo a qué día y a qué hora morirá? Sólo los condenados a muerte conocen el día de su ejecución. Más, salvo algunas raras excepciones como esas, el momento de nuestra muerte es absolutamente desconocido. Y si eres joven, no debes llevarte a engaño. También existe “la muerte joven”, la que por una u otra razón llega en la juventud, en la edad vigorosa, llena de vida, sorpresiva, inesperada totalmente. ¿Quién, conociendo la fragilidad humana, puede decir que vivirá por largos años? La certeza de que moriremos y la incertidumbre del momento en que moriremos no debe llevarnos a la angustia, sino a asumir nuestra vida de cara a lo que viene: ¡detrás de la muerte está Cristo! ¡Detrás de la muerte viene Él a mi encuentro! Por tanto, mi vida debe ser un caminar hacia Él viviendo una vida como la suya, pues «todo el que tiene puesta su esperanza en Él se purifica a sí mismo, como él es puro.» (1Jn 3,3) Quien así vive, quien vive como Cristo, será hallado finalmente semejante a Cristo, y nada tiene que temer. El momento de la muerte pierde entonces su carga de angustia para convertirse en el momento anhelado en el que finalmente Él viene a nosotros para hacernos partícipes de su misma vida y amor.
En el camino hacia nuestro destino glorioso, para recorrer esta vida con sensatez y tino, es esencial cultivar la visión de eternidad, es decir, juzgar y valorar todo lo presente desde lo que va a permanecer para siempre.
La visión de eternidad es magnífica consejera, un catalejo que permite ver a la distancia para saber hacia dónde dirigir el navío de nuestra frágil existencia y llevarlo a su feliz destino. La visión de eternidad es la clave de discernimiento que permite ubicar y valorar rectamente todos los acontecimientos de nuestra vida presente, del día a día, clave que permite darle a cada cosa o acontecimiento sus justas dimensiones, su justo peso y valor.
La visión de eternidad nos permite tener una mirada profunda y serena sobre la realidad y sus diversas circunstancias, es medio excelente que nos permite redimensionar lo que exageramos o disminuimos, contribuyendo así al realismo necesario para recorrer el sendero sin equivocar el camino y perder el rumbo. Ella lleva a trascender la imagen de este mundo que pasa pero que a tantos ingenuos seduce, diluye la ilusión pasajera que de lo contrario tiene la fuerza de fascinarnos y anclarnos en lo finito, haciendo que pongamos en riesgo nuestra vida eterna.
La visión de eternidad, necesaria en nuestra vida cristiana, nos permite asimismo hacer un recto uso de las diversas realidades temporales en vistas a conquistar las eternas, y nos impulsa a buscar transformar las diversas realidades humanas con la fuerza del Evangelio, cooperando así decididamente con Dios para la realización de su designio divino: «hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra» (Ef 1, 9-10).
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Deja tu comentario