Dt 6, 2-6; Heb 7, 23-28; Mc 12, 28b-34
Escucha, Israel: amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón (6, 29-30). El segundo es éste: amarás a tu prójimo como a ti mismo (Mc 12, 31)
Hay que agradecer al escriba que aparece hoy en el pasaje del Evangelio la pregunta que le hace a Jesús: “¿cuál es el primer mandamiento?” Y es que le brindó la oportunidad de añadirle el segundo mandamiento que está estrechísimamente unido al primero. En efecto, sólo se cumple el primero, si hacemos muy nuestro el segundo. Aquí está, por tanto, la respuesta de Jesús: “El primero es: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser. El segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay mandamiento mayor que éstos” (Mc 12, 30-31). Así de unidos y equiparados quedan ambos mandamientos; tan estrechamente unidos que nadie podrá vivirlos por separado. Si dices que amas a Dios, sólo es verdad si amas a tu prójimo.
Sí, el mandamiento del amor hay que vivirlo necesariamente en una doble dimensión: Dios y el Prójimo. Amar a Dios es escucharle, adorarle, encontrarse con Él en la oración, cumplir su voluntad, amar lo que Él ama… La verdad es que el mundo de hoy nos invita a construir altares a otros dioses, más o menos atrayentes y siempre falsos. Dios, a través de Moisés y de los profetas, no se cansaban de recordarle al pueblo: Escucha, Israel: El Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo. Amarás, pues, al Señor, tu Dios (Dt 6, 4). La llamada que Dios hacía a aquel pueblo nos la dirige hoy a cada uno de nosotros en estos términos: “Escucha, cristiano creyente, sigue en pie el primer mandamiento: no tendrás otros dioses más que a Mí”.
Pero hay un segundo mandamiento que reza así: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay mandamiento mayor que éstos (12, 31). Alguien habrá pensado que el añadido de Jesús va más allá de la pregunta que le había hecho el escriba; pero no, sencillamente Él quiso unir ambos mandamientos y hacer de ellos uno solo, por eso añadió: No hay mandamiento mayor que éstos. Es decir, sólo podemos decir que amamos a Dios, si amamos también al prójimo. Pero y ¿quién es mi prójimo? También esto se lo preguntaron a Jesús, en otra ocasión, y la respuesta se la dio en el relato del Buen Samaritano, aquel desconocido personaje, que atendió con todo esmero a quien vio malherido, yendo de camino de Jerusalén a Jericó (Lc 10, 30-37); desconocidos o no, todos somos mutuamente prójimos y son muchas las circunstancias en que hemos de hacer algo por quien nos necesita.
Llama la atención que el escriba que aparece hoy en el Evangelio subraye una cosa que el propio Jesús afirmó en otros momentos: que este amor a Dios y al prójimo vale más que todos los holocaustos y sacrificios (Mc 12, 13); es decir, que la caridad es una consigna superior incluso al culto litúrgico dirigido a Dios. Jesús, viendo que había respondido tan sensatamente, le dijo: “No estás lejos del reino de Dios” (Mc 12, 34). Acaso nosotros tengamos que aplicar a otras personas de otras razas y religiones que muestran su honradez y buena voluntad, sobre todo, en su buen corazón y en su caridad para con los demás. Son personas que dan importancia al amor en sus vidas.
Que haya que amar a Dios es claro. Como es claro también que la veracidad de este amor encuentra su expresión en la fidelidad de las obras. Nos lo dirá el propio Jesús: No todo el que me diga Señor, Señor, entrará en el Reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos (Mt, 7, 21); y también: Si me amáis, guardaréis mis mandamientos (Jn, 14, 15). La fe en Dios es vida que el creyente ha de testimoniar y difundir. Tarea fascinante y urgente, sin duda, en un mundo difícil e insolidario, como el actual. En este contexto social, proclamar y testimoniar un mensaje de vida y de amor es suscitar una brisa refrescante, que crea oasis en medio del desierto calcinado. El creyente debe ser un especialista en amar y ayudar a los demás, como lo fueron y sus mejores discípulos, los santos de todos los tiempos; como lo han sido los médicos, los enfermeros y enfermeras y tantas otras personas en medio de la pandemia que aún colea entre nosotros.
Un gramo de amor crea más vida que toneladas de fría inteligencia. La experiencia revela que el amor es la fuerza secreta de muchas personas sencillas que no llaman la atención por sus cualidades deslumbrantes, pero que irradian vida en torno suyo, y están abiertas generosamente a los demás en actitud de fraternidad y simpatía. Por otra parte, es también un hecho innegable que, por pereza, por egoísmo, por falta de un espíritu de sacrificio y de atención interior, dejamos sin explotar muchas posibilidades de amar a Dios y a los hermanos. Son talentos que dejamos sin explotar. Dice San Agustín: “Amando al Prójimo, limpias los ojos para ver a Dios” (In Johan., 17, 8).
Al terminar nuestra jornada diaria, podríamos hacernos estas preguntas: ¿he amado hoy? o ¿me he buscado a mí mismo? La respuesta sincera nos indicará lo que tenemos que hacer en consecuencia. Momentos antes de ir a comulgar se nos invita a darnos la paz, aunque no sea más que con un gesto de inclinación mutua hacia quien está a nuestro lado. Es un buen recordatorio para que unamos las dos grandes direcciones de nuestro amor.
ORACIÓN. Te reconocemos, Señor, como nuestro verdadero y único Dios, a quien debemos amar y servir con toda nuestra alma y corazón. Y queremos también cumplir el mandato y testamento de Jesús: “Amaos unos a otros como yo os he amado; así seréis discípulos míos”. Amén.
Teófilo Viñas, O.S.A.
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