1. – Es la ciudad más baja del mundo, a 300 metros bajo el nivel del mar. Separada de Jerusalén por 37 kilómetros de desierto. La ciudad de las palmeras constituye un oasis de preciosos jardines y mansiones de descanso. Es Jericó, la Niza de Judea.
Jesús pasa Jericó, camino de Jerusalén, al otro lado del desierto de Judea. Lleva prisa. Con Él los discípulos caminan. En la travesía de Jericó una muchedumbre se les ha pegado. La que se le pegaría si atravesase Marbella. Son curiosos, deseosos de ver un número de circo. No irán muy lejos tras Él. Charlotean como cotorras, hacen muecas como payasos, solo les molesta el grito desgarrador del ciego: “¡Cállate! No nos recuerdes tu molesta existencia, quédate ahí sentado, al margen del camino. Ya es bastante que de vez en cuando te echemos una moneda”.
En medio de toda aquella algarabía solo hay dos corazones que sintonizan. Jesús oye el grito. Jesús que a pesar de sus prisas, se para y busca. Jesús que pregunta. Y el ciego que se sabe escuchado. El ciego que ha sentido en su corazón la onda de cariño de Jesús. El ciego que pide con ansia: “¡Maestro que pueda ver!” El ciego que ve y sigue a Jesús.
2. – Sentados en la cuneta, sin ánimos para caminar, junto a preciosos jardines del oasis de las palmeras, hay millones y millones de hermanos nuestros que gritan al paso de Jesús: “¡Qué podamos ver!”
Sí, son los que viven en el tercer mundo, si es vivir ir muriendo poco a poco por falta de lo necesario para ser seres humanos. A ellos, esa extrema pobreza no les deja ver el rostro del Dios bueno que cuida de los pajarillos y de las flores del campo.
Pero hay otros muchos millones de ciegos que viven en las naciones que van a la cabeza de la economía mundial, que también gritan “¡Qué podamos ver!”. Porque lo tienen todo, menos lo más importante, esa lucecilla tenue del corazón, ese contacto directo entre Jesús y yo, y que da fuerzas para sobrellevar los problemas de la vida, y para vivir en alegría, al sentirse amados por Dios.
3. – ¡Que podamos ver! En más de dos mil años de cristianismo son hoy todavía muchísimos más los que no conocen a Jesús que los que le conocen. Lo hemos oído el domingo pasado con motivo de la celebración del Domund. Pero todos los domingos –y todos los días—son Domund. Es verdad que han faltado misioneros y ayuda. Tal vez. ¿Pero es que no hay otras razones más profundas por las que no pueden ver a Jesús? No será porque hemos vestido a Jesús con ropas europeas y occidentales, y hemos vertido su doctrina en también moldes occidentales. ¿Y no es que mantenemos una liturgia europea y occidental que a otros pueblos no les puede decir nada? ¿O es que hay hacerse extranjero para ser cristiano?
“Qué podamos ver”. ¿No será que somos nosotros los discípulos los que causamos su ceguera al ver que nuestras creencias no concuerdan con nuestra vida? ¿Dónde está ese pueblo de hermanos que Jesús vino a formar y que sería testimonio de la verdad de su doctrina? En Madrid cada vez hay más extranjeros. Están, desde luego, los numerosos turistas, pero cada vez hay más gente de fuera que trabaja entre nosotros. Algunos serán católicos o cristianos. Otros, no. Y, por supuesto, muchos serán trabajadores, pero otros serán ejecutivos. Y redondeo el ejemplo. En Madrid hay 2000 japoneses residiendo. ¿Cuántos de ellos habrán tenido la suerte de encontrar amistades realmente cristianas que les hayan hecho pensar?
¿Cuántos de esos hombres de negocios metidos en el ambiente de zancadillas, fraudes, sobornos, maledicencias, estarán pensando que, al fin y al cabo no son peores los “paganos”, los “infieles” que estos cristianos que los rodean?
“Que podamos ver” y que no seamos nosotros, los cristianos los que causamos la ceguera de tantos millones de no cristianos que quieren “poder ver”
José María Maruri SJ
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