«Anda, tu fe te ha salvado» (Mc 10,52).
Centra hoy nuestra atención la figura de Bartimeo (el hijo de Timeo) por su fe en Jesús como Mesías, del que se esperaba que sería capaz de dar la vista a los ciegos entre otros poderes mesiánicos. Bartimeo lo confiesa como hijo de David (que era un título mesiánico), y Jesús acepta su confesión y le restituye la vista, como signo de que Él es la Luz del mundo.
La escena es ágil y natural. Cuando Bartimeo oye que Jesús se ha detenido y lo llama, el ciego se levanta de un salto dejando caer la capa y se presenta ante Jesús. El diálogo entre los dos es breve y directo: –¿Qué quieres que te haga? –Rabunni (mi Señor), que vea. –Anda, tu fe te ha salvado. La fe es al espíritu lo que la vista es al cuerpo.
Seguramente nuestro sentido preferido sea el sentido de la vista, que nos permite captar la luz, las formas, los volúmenes, el color, y nos facilita la orientación y el movimiento. La fe, por su parte, nos sitúa en una existencia bien orientada, nos proyecta hacia el futuro con esperanza, enriquece nuestra relación con los demás, modela nuestra conducta…
¿Por qué es necesaria y útil la fe religiosa? Quienes se tambalean en la fe es quizá por confundirla con la credulidad, que les parece una abdicación de lo más característico del hombre, la racionalidad. Mas lejos de Dios el pedirnos que abdiquemos de lo más noble con que nos ha enriquecido, la inteligencia. Bien pensado, ¿hasta qué punto podemos captar la realidad con nuestros sentidos e inteligencia?
Los sentidos nos ayudan extraordinariamente a valernos en nuestra relación con el mundo. Por ceñirnos tan sólo al sentido de la vista –que es el concernido en el relato evangélico-, constatamos lo mucho que la ciencia ha contribuido a mejorar y ampliar sus prestaciones, por medio de las gafas o las operaciones de cataratas y de retina…; los telescopios amplían nuestra capacidad de percibir lo grande y lo lejano; los microscopios nos permiten bucear en lo próximo, pequeño. Es tal el desarrollo de la ciencia que tenemos que limitarnos a creer lo que los científicos nos dicen; pero aun entonces estimamos que prestamos un acto de fe razonable. Por ejemplo cuando nos dicen que toda la realidad que podemos percibir equivale a un 5% de la sustancia total del universo (el otro 95% sabemos que está ahí pero no sabemos cómo es, por lo que los científicos lo llaman materia oscura –25%– y energía oscura –70%– ).
Paralelamente, aunque el acto de fe no es la conclusión de una argumentación racional, ¿no será más razonable creer en un Dios creador, sabio, poderoso y bueno, que no creer que un mundo inmenso, bello, delicado y tierno precise que Alguien lo haya pensado, querido y llamado a la existencia? El mundo es un derroche sabiduría, la cual rige el cosmos y ha hecho evolucionar la vida hasta formar el cuerpo humano, los nervios, la circulación de la sangre, el ojo, el oído… La sabiduría que llena el universo ¿es un atributo de la naturaleza? ¿Es una de las propiedades o modos de comportarse la naturaleza o más bien la naturaleza es un sujeto personal sabio? Abiertamente: ¿la naturaleza ha sido hecha y tiene principio o es eterna? No, no es eterna. Ésta es la respuesta incontestable que hoy en día proporciona la ciencia, la cual declara con certeza que el universo es viejo pero no eterno: se le atribuyen 13.700 mill. de años. Baste esta reflexión por cuando se refiere a la relación entre la fe y la ciencia.
¿Y qué decir del ser íntimo del hombre? Aquí hay menos consenso entre los pensadores que forman la opinión de la gente. Unos dicen que los seres humanos somos sólo materia, mientras que otros creemos que no nos reducimos a un puñado de ceniza.
Aceptamos que todo lo que realizamos, incluido el pensamiento y el amor abnegado tiene su soporte y su reflejo en el cuerpo (corazón, cerebro…); pero no nos conformamos con que el ser exclusivo que somos (persona, lo llamamos) se diluya en la dispersión de sus elementos, de suyo inconexos y que podrían intercambiarse con otros átomos idénticos (por ejemplo los que contiene el hierro de una verja, iguales a los de los hematíes de la sangre).
Cada uno de nosotros tenemos una identidad que nos distingue, nos responsabiliza de nuestra vida (que nosotros no nos hemos dado), nos capacita para la entrega y nos dispone para la comunión con nuestros semejantes.
¿Cómo puede un ser no personal (si finalmente consideramos a la naturaleza como un objeto y no como un sujeto) originar seres personales que pueden incluso contravenir sus propios instintos naturales?
¿Quién conoce el espíritu humano sino el propio espíritu del hombre? Sólo la fe en el hombre nos puede conectar con el espíritu del hombre y nos puede llevar a aceptar su amor y disponernos a la comunión con él.
¿Y qué decir del Espíritu de Dios? Sólo puede conocerlo el Espíritu de Dios y aquellos a quienes Él se lo revele y lo acepten por la fe. ¿Acaso podemos estar de acuerdo con el astrofísico Stephen Hawkin en que, cuando el hombre llegue a conocer el origen y funcionamiento del universo, habrá conocido la mente de Dios? ¿También el corazón de Dios, que es Amor, un amor hasta la locura de despojarse de su condición divina para salir al encuentro del hombre e inmolarse por él?
Es momento de dar gracias por la fe, de celebrar y cuidar la fe en un Dios incomprensible, pero que se hace cercano a sus fieles.
Modesto García, OSA
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