25 octubre 2024

Domingo de la 30ª semana de Tiempo Ordinario – 27/10/2024

 VER DESDE LA FE

La curación del ciego Bartimeo se sitúa en la larga lista de los milagros obrados por Jesús con invidentes, y es expresión de un claro mensaje teológico: Israel tiene los ojos ciegos, incapaces de ver los signos de los tiempos y la acción de Dios en la historia. Pero cuando aparezca la figura mesiánica, misteriosa, del Siervo del Señor, se abrirán los ojos de los ciegos.

Por encima de la curación física de Bartimeo hay un signo profundo y mesiánico. La ceguera interior va a ser cancelada. Y es el mismo Jesús el que declara que la fe de este pobre abandonado al borde del camino es la que le ha curado. Y Bartimeo deja manto y caminos, y sigue el itinerario de Jesús y lo acompaña en su destino de muerte y gloria. La historia de este milagro es la historia de una llamada a la fe y al discipulado.



Cristo es el sacerdote y el mediador perfecto que nos libra de nuestra ceguera, enfermedad más simbólica que real, porque manifiesta la ausencia de la luz. La curación de la ceguera es signo de salvación interior. Los seguidores de Jesús son una comunidad de salvados y curados, los pobres,
los ciegos, los cojos; los que se levantan ante la llamada del Señor, los que se acercan a él con confianza, los que piden con humildad y sin exigencias.



Hay una interacción mutua entre fe y realidad salvadora. La fe es causa de salvación y la salvación aumenta la fe. La esperanza de liberación que anima a Israel provoca esa misma salvación. La alegría con que se celebra es una alegría anticipada y anticipadora. Tener fe es ver a Dios como Padre y descubrir el camino de Jesús como camino de salvación.

Andrés Pardo

 

PALABRA DE DIOS:

Jeremías 31, 7-9Sal 125, 1-2ab. 2cd-3. 4-5. 6
Hebreos 5, 1-6san Marcos 10, 46-52

 

de la Palabra a la Vida

No está al alcance de cualquiera convertir la tristeza en alegría verdadera. La pandemia nos ha sumido, de alguna forma, en un ejemplo de tristeza larga. Una tristeza larga, de esas que parece que nunca se van a ir, y una alegría duradera, perseverante, de esas capaces de afrontar lo que venga con la confianza rebosante.

El pueblo de Israel tuvo que abandonar la tierra que Dios le había dado y lo hizo llorando. El tiempo de los grandes reyes había pasado, y sólo les quedaban los profetas para advertirles de su infidelidad y su destino. La tristeza se apoderó de todos cuando vieron lo que habían perdido, cuando cayeron en la cuenta de cómo ellos mismos habían sido los que, aunque amonestados durante años, y años, y años, perdían todo aquello que durante tanto tiempo fue su principal motivo de orgullo.

Después de cincuenta años en el destierro volvieron a la Tierra prometida, felices porque Dios no los había abandonado a pesar de tanto tiempo de tristeza y nostalgia. Los que al ir, iban llorando, volvían cantando. La tristeza, estable, duradera, daba paso a una luz nueva, a una alegría mayor, no sólo por lo recuperado, sino también porque se daban cuenta de que Dios no los había abandonado en ese tiempo. El agua y la llanura son imágenes que hablan de la alegría de la vuelta, todo parece fácil, el camino parece fácil, todo parece seguro y llevadero. Lo entendemos bien, lo tenemos a la vez tan cerca…

Así las cosas, Cristo se presenta hoy como el que ofrece el consuelo oportuno a los heridos: las heridas son algo normal en el camino de la fe. Son algo habitual en quien trata de seguir al Señor pero no siempre acierta. Lo importante en estos casos es saber poner las heridas ante el Señor, como hace el ciego del evangelio: se las confía a Él para que Él sea el que las cure, el que las convierta en huella del paso del Señor, en signo de su cercanía a pesar de la aparente desgracia.

Vivimos entre ruidos, algunos fuera de la Iglesia, otros, los más tristes, dentro de ella, que nos presentan la tentación de desistir, que hacen que ante la decepción pensemos en abandonar la llamada al Señor, la fe en Él, pero en esas circunstancias se hace mucho más necesaria la gracia del Señor, su fuerza para poder seguirle. Al Señor no le molesta que se le pida la fe, que se le pida ver, como pide el ciego Bartimeo, al contrario, quien le pide ver le pide el precioso don de la fe. ¿Qué podemos pedirle mejor? ¿Acaso nos rendiremos, haya en el camino, haciéndonos dudar, lo que haya?

La celebración de la Iglesia es lugar para acoger la oferta del consuelo, para que nuestra tristeza se transforme en alegría, para decidirnos a seguirle a pesar de las dificultades. Ciertamente, la alegría que ofrece no es algo puramente externo; no está escrito en ningún sitio que el desánimo y la tristeza se vayan en misa, pero sí que es cierto que si aprendemos a mirar en ella, descubriremos la presencia del Señor que nos acompaña, que nos anima a levantarnos con fe, a seguir adelante.

Ante la recta final del año litúrgico, la curación del ciego es una invitación a redoblar nuestro deseo de que sea el Señor, y no nuestras cosas, nuestros deseos de nada, el que transforme nuestras dificultades en fortalezas. Sin duda, un cristiano siempre puede decir que “el Señor ha estado grande con nosotros”, la cuestión está en saber reconocer, en nuestra propia vida, dónde el Señor nos ha animado a levantarnos y a perseverar con alegría, con un dinamismo nuevo y creyente.

Diego Figueroa

 

al ritmo de las celebraciones


Algunos apuntes de espiritualidad litúrgica

Las palabras y las acciones de Jesús durante su vida oculta y su ministerio público eran ya salvíficas. Anticipaban la fuerza de su misterio pascual. Anunciaban y preparaban aquello que Él daría a la Iglesia cuando todo tuviese su cumplimiento. Los misterios de la vida de Cristo son los fundamentos de lo que en adelante, por los ministros de su Iglesia, Cristo dispensa en los sacramentos, porque «lo […] que era visible en nuestro Salvador ha pasado a sus misterios» (San León Magno, Sermo 74, 2).

Los sacramentos, como «fuerzas que brotan» del Cuerpo de Cristo (cf Lc 5,17; 6,19; 8,46) siempre vivo y vivificante, y como acciones del Espíritu Santo que actúa en su Cuerpo que es la Iglesia, son «las obras maestras de Dios» en la nueva y eterna Alianza.


(Catecismo de la Iglesia Católica, 1115-1116)

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