1.- “Esto dice el Señor: Gritad de alegría por Jacob, regocijaos por el mejor de los pueblos, alabad y bendecid: el Señor ha salvado a su pueblo, al resto de Israel” (Jr 31, 7) El profeta de los lamentos, el hombre de las maldiciones duras, Jeremías, el plañidero. En este pasaje su alma se derrama en exclamaciones de gozo. Ante su mirada clarividente de profeta se despliega el espectáculo maravilloso de la Redención. Ese pueblo que ha sido destrozado, ese pueblo que tuvo que abandonar la tierra, y caminar hacia países lejanos bajo el yugo del extranjero, ese pueblo deportado a un exilio deprimente, ese pueblo, el suyo, ha sido salvado, ha recobrado la libertad.
Todo parecía perdido. Como si Dios hubiera desatado totalmente su ira y el castigo fuera el aniquilamiento definitivo. Pero no, Dios no podía olvidarse de su pueblo. Le amaba demasiado. Y a pesar de sus mil traiciones, le perdona, le vuelve a recoger de entre la dispersión en donde vivían y morían… Esta realidad palpitante que se sigue repitiendo sin cesar, debe mantenernos en la confianza en el amor de Dios. Nunca es tarde, nunca es mucho, nunca es demasiado. Nada puede apagar nuestra esperanza. Nada ni nadie puede cerrarnos al amor. La capacidad infinita de perdón que tiene Dios, su actitud permanente de brazos abiertos, pide y provoca espontáneamente una correspondencia generosa, un sí decidido y constante a cada exigencia de nuestra condición de hijos de Dios.
“Se marcharon llorando, los guiaré entre consuelos; los llevaré a torrentes de agua, por un camino llano que no tropezarán” (Jr 31, 9) Caminar por una ruta retorcida, dura y empinada. Dejando el hogar cada vez más lejos, los rincones que nos vieron crecer, los recuerdos de los momentos decisivos, las alegrías y las penas, la tierra donde la vida propia echó sus raíces y sus ramas, sus flores y sus frutos. Marchar. Teniendo por delante un horizonte desconocido, un paisaje envuelto en el azul difuso de las distancias, con unas personas diferentes, entreviendo situaciones difíciles, con la inquietante duda de lo que se ignora. Una caravana que avanza perezosamente entre cantos de nostalgias, en el silencio de las lágrimas.
Pero Dios nos traerá nuevamente hasta nuestra buena tierra. Nos guiará entre consuelos. Y las lágrimas se cambiarán en risas, los lamentos en canciones alegres. Dios nos devolverá el gozo del corazón. Nos colocará junto al torrente de las aguas, nos llevará por un camino ancho y llano, en el que no hay posible tropiezo.
Señor, mira nuestra vida afincada en el destierro, sembrada en este valle de lágrimas. Compadécete de nosotros, de este pueblo que camina doliente por esta tierra extraña y triste. Allana el camino, abre nuevas sendas, deja que nos apoyemos en ti. Estate siempre muy cercano, quédate con nosotros que la tarde se muere y la noche negra nos atemoriza.
2.- “Cuando el Señor cambió la suerte de Sión, nos parecía soñar” (Sal 125, 1) Hoy el canto interleccional está pletórico de gozo. El divino trovador habla de cantares y de risas que llenan su boca y mueven su lengua. Y la razón última de todo está en que el Señor ha estado grande con su pueblo, tanto que los mismos pueblos limítrofes se han dado cuenta y comentan unos con otros: El Señor ha estado grande con ellos.
Piensa un poco en tu misma vida, en cuanto tienes, en cuanto te rodea. No sé si será mucho suponer, pero creo que tú también puedes decir al Señor que ha estado grande contigo, que te ha dado más de lo que mereces, que te ha otorgado su gracia a manos llenas. Si no lo ves así, cabría pensar que estás ciego, o que eres un desagradecido que no sabe valorar lo que tiene, todo eso que, directa o indirectamente, te ha venido de lo Alto.
Sí, mira otra vez más despacio lo que eres y cuanto posees. Seguro que podrás elevar tu corazón hacia Dios, llenar la boca de risas y cantares, para decirle que estás contento y reconoces todos sus beneficios.
“Que el Señor cambie nuestra suerte” (Sal 125, 4) Y si en realidad estás pasando por un mal momento, si de verdad estás sufriendo por la razón que sea, si tienes miedo de algo o de alguien, eleva también tu corazón hacia Dios y dile con los versos de este salmo: Que el Señor cambie nuestra suerte como los torrentes del Negueb, que estando secos y áridos se tornan verdes y frescos en cuanto cae la lluvia sobre ellos.
Sé tú, Señor, la lluvia blanda y menuda que penetre suavemente los secos yermos de nuestras vidas quebrantadas. Y entonces renacerá otra vez la esperanza, los cantares brotarán de nuevo de nuestra lengua y la risa volverá a resonar alegre.
Confía en Dios, sea cual sea la pena que te queme el alma, levanta tu mirada, llena de lágrimas quizá, hacia el Señor. Escucha las estrofas finales de este poema inspirado por el Espíritu Santo: Los que sembraban con lágrimas, cosechan entre cantares. Al ir, iba llorando, llevando la semilla. Al volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas… Ojalá que estas palabras, a unos por una razón y a otros por otra, nos confieran hoy y siempre la paz y el gozo de Dios.
3. – “Nadie puede arrogarse este honor: Dios es quien llama” (Hb 5, 4) Honor de ser sacerdote de Cristo, grandeza de representar a Dios hecho hombre, que se inmola a sí mismo para redimir a la Humanidad. Actuar en la persona de Cristo de tal forma que hay momentos en que quien habla, a través de la torpe voz del hombre, es el mismo Dios encarnado. Esto es mi cuerpo, dice el sacerdote; pero en realidad no es el suyo sino el de Cristo. Porque no es él quien habla, sino Dios en él. Yo te absuelvo de tus pecados, dice también. Cuando en realidad nadie puede perdonar los pecados sino sólo Dios.
En vasos de barro llevamos este tesoro, es verdad. Pero lo llevamos. Tesoro de las ternuras del Dios amor, tesoro de la comprensión, del perdón, de la palabra que redime y reanima, de la vida que vence a la muerte… Hemos de tener fe para comprender la grandeza inefable, la maravilla inenarrable e indescriptible del sacerdocio. Ese misterio de poder y de gloria, oculto tras la torpe y a veces sucia vasija de barro. Y agradecer a Dios con toda el alma este don fabuloso del sacerdocio, esta posibilidad de que un hombre, tocado por Dios, transmita el amor salvífico de Cristo, aun cuando él sea un pobre desgraciado.
“Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec” (Hb 5, 6) Tocado por Dios, quemado por el fuego del Espíritu, marcado por el amor entrañable de Cristo. De tal forma que esa marca, ese carácter, es imborrable. Y ese hombre, una vez consagrado, queda constituido como sacerdote por toda la eternidad. Marcado de tal modo que nada ni nadie le quitará ya su condición sacerdotal.
Sí, aquellos que se volvieron atrás, aquellos que se dejaron vencer por el cansancio o por la incomprensión, aquellos que se han secularizado, siguen siendo sacerdotes. Y hagan lo que hagan, nunca podrán dejar de serlo. Se olvidarán -¿será posible?- de lo que vivieron como sacerdotes, pero no por eso dejarán de serlo. Sacerdote para siempre.
Ojalá todos nos apercibamos de lo que eso significa, ojalá todos luchemos por el sacerdocio. Los que ejercemos el ministerio permaneciendo fieles, por encima de todo, a nuestro compromiso de amor. Y los que no sois sacerdotes, o siéndolo no ejercéis el ministerio, rezando por quienes siguen en la trinchera, sacrificados, ayudándoles, comprendiéndoles, animándoles con vuestro cariño, con vuestro respeto, con vuestra veneración.
4.- “Hijo de David, ten compasión de mí” (Mc 10, 47) Bartimeo era un pobre ciego que pedía limosna al borde del camino que, procedente de Jerusalén, llega a Jericó. Hasta que un día pasó Jesús cerca de él. Al principio, el ciego sólo percibía el rumor de la gente que pasaba, más bulliciosa que de costumbre. Extrañado ante aquel alboroto preguntó qué ocurría: Es Jesús de Nazaret que pasa, le dijeron. Entonces la oscuridad que le envolvía se tornó luminosa y clara por la fuerza de su fe, y lleno de esperanza comenzó a gritar con todas las fuerzas: “Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí…”
También nosotros somos muchas veces pobres ciegos sentados a la orilla del camino, pordioseando a unos y otros un poco de luz y de amor para nuestra vida oscura y fría. Sumidos como Bartimeo en las tinieblas de nuestro egoísmo o de nuestra sensualidad. Quizá escuchamos el rumor de quienes acompañan a Jesús, pero no aprovechamos su cercanía y seguimos sentados e indolentes, tranquilos en nuestra soledad y apagamiento. Es preciso reaccionar, es necesario recurrir a Jesucristo, nuestro Mesías y Salvador. Gritarle una y otra vez que tenga compasión de nosotros.
La voz del ciego se alzaba sobre el bullicio de la gente, tanto que era una nota discordante y estridente, molesta para todos. Cállate ya, le decían. Pero él gritaba aún más. Jesús no quiso hacerle esperar y llevado de su inmensa compasión llamó a Bartimeo. Cuando el mendigo escuchó que el Maestro lo llamaba, arrojó su manto, loco de contento, dio un salto y se acercó como pudo a Jesús.
Eran sentimientos de júbilo indescriptible, que también han de embargar nuestros corazones, pues también a nosotros nos llama Cristo para preguntarnos como a Bartimeo: “¿Qué quieres que haga yo por ti?”. Bartimeo no dudó ni un momento en suplicar: “Maestro, que pueda ver”. Jesús tampoco retarda su respuesta: “Anda, tu fe te ha curado”. Y al instante la oscuridad del ciego se disipa bajo una luz que le permite contemplar extasiado cuanto le rodea, ese espectáculo único que es la vida misma.
Vamos a seguir clamando con la misma plegaria en el fondo de nuestra alma, sin cansarnos jamás: Señor, que yo vea. Señor, que pueda contemplar tu grandeza divina en las mil minucias humanas y materiales que nos circundan, que tu luz mantenga encendido nuestro amor y brillante nuestra esperanza.
Antonio García Moreno
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Deja tu comentario