Veíamos en el Evangelio del domingo pasado cómo Jesús iba recorriendo Galilea “haciendo el bien”, o sea hablando la Buena Nueva, haciendo curaciones, etc. Y en el de este domingo hemos escuchado el episodio de las cercanías de Cesárea de Filipo y cómo les preguntó a sus discípulos y a Pedro acerca de lo que decían las gentes que observaban todo eso acerca de El.
Las primeras generaciones cristianas conservaron el recuerdo de este episodio como un relato de importancia vital para los seguidores de Jesús. Su intuición era certera. Sabían que los discípulos de Jesús deberían hacerse una y otra vez esa pregunta que un día les hizo Jesús. Tanto a esas primitivas comunidades, primeras destinatarias de los Evangelios, como a nosotros hoy y a nuestras comunidades cristianas también se nos hace.
Las primeras no son solo una mera pero necesaria encuesta sociológica, sino además para que tomemos conciencia de las posturas al respecto de los que tenemos que darles testimonio sin caer en la demonización ni en la idealización.
Pero ante la pregunta: “Y vosotros ¿quién decís que soy”, no nos pregunta solo para que nos pronunciemos sobre su identidad misteriosa, sino también para que revisemos nuestra relación con él. ¿Qué le podemos responder desde nuestras comunidades?
La respuesta de Pedro: “Tú eres el Mesías”, o sea el Enviado del Padre. Es exacta: Dios ha amado tanto al mundo que nos ha regalado a Jesús. ¿Sabemos acoger, cuidar, disfrutar y celebrar este gran regalo de Dios? ¿Es Jesús el centro de nuestra vida cotidiana y de nuestras celebraciones, encuentros y reuniones?
Por fin parece que todo está claro. Jesús es el Mesías enviado por Dios y los discípulos lo siguen para colaborar con él. Pero Jesús sabe que no es así.
El Apóstol Juan insistirá en que “no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras” (lJn 15,1). Y en la segunda Lectura, el Apóstol Santiago nos decía que uno puede tener fe y otro obras, rechazando luego la fe sin obras ya que no es auténtica y verdadera fe cristiana, pues con las obras probamos nuestra fe, pero una fe sin triunfalismos y exclusiones de los que no la tienen.
Por otra parte, a aquellos discípulos y muy posiblemente a nosotros también, todavía les falta aprender algo muy importante. No sabían lo que significaba seguir a Jesús de cerca, compartir su Proyecto y su destino. Por ello Marcos dice que Jesús «empezó a instruirlos» que debía sufrir mucho. No es una enseñanza más, sino algo fundamental que ellos tendrán que ir asimilando poco a poco.
Desde el principio les habla «con toda claridad». No les quiere ocultar nada. Tienen que saber que el sufrimiento los acompañará siempre en su tarea de abrir caminos al Reinado de Dios.
Pedro se rebela ante lo que está oyendo. Toma a Jesús consigo y se lo lleva aparte para «increparlo». Había sido el primero en confesarlo como Mesías y ahora era el primero en rechazarlo. Quería hacer ver a Jesús que lo que estaba diciendo era absurdo. No estaba dispuesto a que siguiera ese camino. Jesús había de cambiar.
Y Jesús reacciona con una dureza desconocida. De pronto ve en Pedro los rasgos de Satanás, el Tentador del desierto que buscaba apartarlo de la voluntad de Dios. Se vuelve de cara a los discípulos y «reprende» literalmente a Pedro.
Quiere que todos escuchen bien sus palabras. Las repetirá en diversas ocasiones. No han de olvidarlas jamás: «Si alguno quiere venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga», que acepte el esfuerzo de vivir de acuerdo con sus enseñanzas y con sus obras.
Y es que seguir a Jesús no es obligatorio. Es una decisión libre de cada uno. Pero hemos de tomarla en serio. No bastan confesiones fáciles. Si queremos seguirlo en su tarea apasionante de hacer un mundo más humano, digno y dichoso, hemos de estar dispuestos a dos cosas. Primero, renunciar a proyectos o planes que se oponen al Reinado de Dios. Segundo, aceptar los sufrimientos que nos pueden llegar por seguir a Jesús e identificarnos con su causa.
Así pues. No es fácil intentar responder con sinceridad a la pregunta de Jesús. En realidad, ¿quién es Jesús para nosotros? Su persona nos ha llegado a través de veinte siglos de imágenes, fórmulas, devociones, experiencias, interpretaciones culturales... que van desvelando y velando al mismo tiempo su riqueza insondable. Pero, además, cada uno de nosotros vamos revistiendo a Jesús de lo que somos nosotros. Y proyectamos en él nuestros deseos, aspiraciones, intereses y limitaciones. Y casi sin darnos cuenta lo empequeñecemos y desfiguramos, incluso cuando tratamos de exaltarlo.
Y es que solo seremos testigos creíbles: si nuestra pasión convence; si nuestro amor fascina; si nuestra justicia arriesga; si nuestra fe contagia; si nuestra vida apunta hacia Él.
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