(El justo) se opone a nuestro modo de actuar (Sab 2, 12). Pedís y no recibís, porque pedís mal (Sant 4, 3). El Hijo del Hombre va a ser entregado… y lo matarán (Mc 9,31)
En cada una de las lecturas encontramos un precioso aviso. En la primera, tomada del Libro de la Sabiduría, el malvado protesta de que el justo se opone a su modo de actuar. Su sola presencia nos resulta insoportable… y por eso lo condenaremos a muerte ignominiosa (Sab 2, 12.14.20). La Iglesia siempre vio en este pasaje al propio Jesucristo, perseguido por quienes veían en su vida y en sus palabras una condena de su conducta. Una historia que se repite, cuando sus fieles seguidores llevan una vida verdaderamente ejemplar. El citado pasaje y los hechos vividos por Jesús de Nazaret que culminaron con su condena a muerte no son acontecimientos de un lejano pasado; y es que siempre habrá justos que con su palabra y con su vida recordarán y revivirán su imagen.
En la segunda lectura el pasaje tomado de la Carta de Santiago pedís y no recibís, porque pedís mal (Sant 4, 3), seguramente tuvo su origen en los propios miembros de la Comunidad cristiana de Jerusalén, de la que era obispo el apóstol Santiago. Más de uno se había acercado al apóstol, quejándose de que había hecho su petición al Señor y no le había concedido lo que le había pedido, confiando en su promesa pedid y se os dará (Lc 11, 9). ¿Por qué no me ha escuchado? Y el apóstol debió de responderle: has pedido mal. Seguro que has vivido esta experiencia y acaso todavía hoy no te has dado cuenta de que hubo mil motivos para que el Señor no atendiese a tu petición. Hubo alguien que reaccionó mal, tan mal que fue capaz de decirle no quiero saber más de ti e incluso renunció a la fe. No sé si un día volvió a la fe o acaso continúe pensando que un Dios que no atendió a su petición estaba demás en su vida; lo que sí sé es que algunos volvieron.
Del evangelio quiero subrayar este pasaje, refiriéndose a sí mismo: El hijo del hombre va ser entregado… y lo matarán (Mc 9,31). Es la segunda vez que se lo dice a los Apóstoles y, al parecer, ellos no le dan mayor importancia, ya que su preocupación en aquellos momentos era otra: se trataba de discutir sobre los puestos que cada uno iba a ocupar en el Reino que anunciaba el Maestro. Pues bien, Jesús, al llegar a Cafarnaún, lo primero que les preguntó fue de qué habían discutido por el camino. Ellos callaban –dice el evangelista-, pues por el camino habían discutido sobre quién era el más importante (Mc 9, 33). Claro que Jesús se había dado cuenta; de ahí sus palabras: Quien quiera ser el primero que sea el último de todos y el servidor de todos (Mc, 9, 35). En grande o en pequeño, el caso se da con harta frecuencia: el hombre desea triunfar a toda costa, busca que le aplaudan y admiren, aspiración ésta que puede ser muy legítima; pero cuando ello pasa por pisar a los demás, haciendo caso omiso del “servicio a todos”, dicha aspiración no es cristiana.
La lección que les quiso dar Jesús a los Apóstoles, y en ellos, a todos nosotros, abrazando a aquel niño, no fue, en este caso, una lección de humildad, sino de servicio a los más humildes. La exigencia del servicio gratuito sólo podía reclamarlo quien hizo de él el centro de su propia vida, que no fue otro que el propio Cristo. Ahí están sus palabras: El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar la vida en rescate por muchos (Mt 20, 28). Actitud ésta que quedará bien patente, cuando en la última Cena, se levantó de la mesa y se puso a lavarles los pies a sus Apóstoles, acción que era exclusiva de esclavos. Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis (Jn 13, 15). El cristiano ha de ser siempre servidor de Cristo y de la Comunidad; ésa es su gran vocación, y su gran dignidad está en servir a los hermanos.
El ansia de poder, y no de servicio, es la fuente de la mayor parte de los males sociales y comunitarios; la búsqueda del poder, sin más, es el pecado que vicia de raíz la convivencia humana, montada sobre la lucha y la competencia. Aunque haya excepciones honrosas, el deseo de conquistar el poder suele prevalecer sobre la voluntad de servicio. Y esa ambición de dominio adquiere las más variadas formas avasalladoras y descaradas o hipócritas y sutiles. “Servir al pueblo” es lema corriente en tiempos de elecciones que, no pocas veces, quedan totalmente vacías. Habrá que liberar al verbo “servir” del secuestro que, con tanta frecuencia, padece en nuestro ambiente.
¡Ojalá! que nuestro servicio, generoso, sincero y a menudo escondido, sea acogido con alegría y deseado. Servir al hermano, quien quiera que él sea, es servir al mismo Jesús. Servir al más pequeño, al más indefenso, al más necesitado es lo mismo acercarnos al Señor. Es acoger a Jesús, es acoger al Padre de cielo. Así lo hemos escuchado en la parte final del evangelio: El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí; y el que me acoge a mí no me acoge a mí sino, al que me ha enviado (Mc 9, 37). Muy significativamente se identifica Jesús en este pasaje con los niños, para recordar, en concreto, los deberes para con ellos y en primerísimo lugar, a sus padres y maestros. Recuerdo especialmente oportuno en estos días en que ha dado comienzo el nuevo curso escolar. ¡Qué gran dignidad y qué gran vocación es servir y acoger a los predilectos de Jesús!
ORACIÓN. Prepáranos, Jesús, a recibir tu palabra con ánimo de cumplirla y cambia por completo nuestros corazones, mentalidad y conducta, para que, radicalmente convertidos de la ambición de poder, construyamos contigo un mundo nuevo de amor y fraternidad. Haz, Señor, que, siguiendo el ejemplo de Jesús, sirvamos en su nombre a todos nuestros hermanos con alegre sonrisa. Amén.
Teófilo Viñas, O.S.A
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