Vivimos en una sociedad en la que hay muchas personas de vuelta de todo, quizás demasiadas. También de vueltas de la fe. La experiencia de Dios la ven como pasada de moda. Ni siquiera les merece la pena el llegar a cuestionarse la misma existencia de Dios. Vivimos en una sociedad saciada y muchas veces sumida en la desidia. Hay quienes tienen hambre de tantas cosas, que quizás no tienen tiempo de ocuparse de Dios. Otros están tan hartos, que tampoco tienen hambre de Dios. Sin embargo, Jesús sigue ofreciéndose como pan de vida, como el verdadero alimento que puede saciar y llenar se sentido la vida de los hombres y mujeres de este mundo.
La Iglesia del siglo XXI sigue ofreciendo a Jesús, pan de vida. Es su misión. Pero incluso muchos que habían sido seguidores de Jesús, ya no quieren cuentas con El. ¿Se habrán escandalizado como aquellos de los que hoy nos habla el Evangelio? Tal vez se hayan visto encandilados por otras realidades que les hayan apartado del camino de la fe. Les puede haber robado el corazón el afán de poder, de tener, de placer, de consumir… Todo lo que los mercados de este mundo ofrecen a cambio de la obtención inmediata de felicidad.
En una Iglesia Comunidad Cristiana, en la que cada vez somos menos, al menos en la vieja Europa, sigue vigente su pregunta: ¿También vosotros queréis marcharos?
Hay diferentes formas de marcharnos. La más radical es la de olvidarnos de todo lo que hace referencia a Jesús y al Evangelio. También hay formas más refinadas, como relegar la experiencia de Dios a lo más íntimo del corazón, pero sin que se nos note y sin influir absolutamente nada en la vida de cada día. Para otros la fe es una realidad que transformada, o mejor deformada, en simple religiosidad la sacan a pasear en ocasiones como eventos religiosos y situaciones de dificultad como el miedo ante la enfermedad o la muerte.
Es una forma cómoda de vivir lo religioso, que no nos impide contemporizar con una sociedad que se aparta frecuentemente de los valores del Evangelio, pero que no tiene nada que ver con Jesucristo.
La fe que se nos propone en el Evangelio, que tiene que pasar por una elección libre, tras sentir la llamada del Señor, nos tiene que resultar tan necesaria e imprescindible como el alimento de cada día. La fe no es una realidad que se incorpora como un añadido a nuestra vida, sino una forma diferente de ser y de vivir, que llena de gozo, alegría y esperanza al creyente. Es abrirse a una visión nueva y positiva del mundo en el que nos ha tocado vivir.
Jesús es el verdadero pan del cielo. Pero es un pan que tenemos que digerirlo, haciendo nuestra su causa y la del Evangelio. Por eso nosotros tenemos que hacer nuestra la respuesta de Pedro: “Señor, a quién iremos. Solamente tú tienes palabras de vida eterna”.
La fe cristiana no se impone. La fe se propone. La libertad es fundamental en el seguimiento de Jesús, nuestro único Maestro. Los cristianos somos la Comunidad que come y bebe con Jesús en la mesa de la Eucaristía. Una realidad sacramental que no mira exclusivamente a lo que sucedió en la última Cena y en la Cruz, como nostálgicos del pasado, sino que nos proyecta hacia la otra orilla de esa Vida Eterna, plenitud del Reino, que nos promete el mismo Jesús.
Hacer nuestra la causa del Evangelio pasa por establecer unas relaciones nuevas en todos los ámbitos de nuestra vida. En las relaciones interpersonales, en el mundo del trabajo, en el modo de entender el amor y la familia. El modelo lo tenemos en el Jesús que nos ama y que ama a la Iglesia y al mundo hasta dar la vida. Él nos impulsa a luchar por un mundo más humano y haciéndolo más humano lo hacemos más de Dios.
El pan de la Eucaristía nos da fuerzas y nos reconforta en el camino de la vida. No podemos prescindir de Jesús, de experimentar cada día su cercanía y amor. Sabemos que en el empeño nunca estamos solos. Él cumple su promesa y nos acompaña hasta la meta final.
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