El discurso del pan de vida (Jn 6, 32-66)
Estamos ante un discurso que, en la realidad cristiana, es mucho más que un discurso. ¿Por qué? Pues porque un discurso es algo que pretende ilustrar nuestras mentes, mientras que Juan, con este texto, quiere alentar nuestras vidas.
En él, Jesús se autoproclama sustentador de la vida de sus seguidores, dándonos no sólo razones y fuerzas para vivir, sino dándosenos Él mismo como alimento que nos mantiene vivos y en la senda de la Vida, la presente y la eterna. Él es “el pan vivo que ha bajado del cielo: el que come de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6, 51).
Comer el cuerpo y beber la sangre de Jesús no es una metáfora, ni sólo el rito religioso cristiano por excelencia, sino lo que sostiene y da un sentido nuevo a nuestras vidas. En la tradición católica es tan fuerte la fe en la presencia real de Jesús en el pan y el vino compartidos que hemos rebuscado en los lenguajes culturales categorías con las que hacérnosla más comprensible: “transubstanciación” o, de maneras menos completas, aunque no del todo erróneas y desacertadas: “transfinalización” o “transignificación”.
Con todo, aun aceptando la presencia real del Señor en la eucaristía, no se trata tanto de comprender lo qué pasa en ese pan y en ese vino cuando son consagrados repitiendo las palabras de Jesús, porque no es un problema para la física, la química, o las metafísicas sustancialistas, cuanto lo que pasa en nosotros después de compartir el pan consagrado, si de veras nos consagra a una vida nueva y mejor: la que procede del Espíritu y no sólo de nuestra biología.
“Es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20)
Comer el cuerpo y beber la sangre de Jesús. En esas palabras, Jesús expresa que quiere identificarnos con su persona entera, incorporarse a nuestra existencia o, dicho de otro modo, que nosotros nos incorporemos a la suya. Esto significa quedarse con nosotros en la eucaristía: que algo cambie en nosotros cuando la celebramos. Como dice San Pablo escribiendo a los Gálatas: “es Cristo quien vive en mí”. En otras palabras: sin dejar de ser yo mismo, intento orientar y alentar mi vida con las palabras de Jesús, con su espíritu y sus valores, con sus creencias y aspiraciones.
Sólo somos cristianos si compartimos con Él su experiencia de la vida. Es por una parte, experiencia de Dios, como Padre amoroso, providente y fiel. Un Dios entrañable a quien Jesús llamaba “abba”, papá. Un Dios que ha creado y ha creído en los humanos. Abandonados a nuestra suerte y a nuestras propias fuerzas nos hemos erigido en dioses. Una aventura en la que no nos ha ido del todo bien. El Padre, a través de Jesús, nos ha rescatado de nuestros abismos y nos ha incorporado a su Reino, un Reino de paz interior, de confianza, de seguridad radical: “No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros a vosotros el Reino” (Lc. 12,32).
Por otra parte, su experiencia de la fraternidad. A lo largo de la historia hemos comprobado, frecuentemente en medio de mucho dolor, cómo el hecho de considerarnos superiores unos a otros, personas y pueblos, genera desdichas. Jesús ve las cosas de otra manera: “vosotros sois todos hermanos” (Mt 23,8). Ni meros socios amables, ni cohabitantes competitivos. Ni lobos para el hombre, como nos definió Hobbes.
De la categoría “fraternidad” se derivan una antropología y una ética que nos plantean horizontes más amplios y mejores que los diseñados por nuestra mera razón.
“Haced esto en recuerdo mío” (Lc 22,19)
La eucaristía mantiene viva en nosotros la memoria de esta experiencia de Jesús. Él tomó el pan y la copa, los bendijo dando gracias al Padre por todo lo que le había permitido vivir, y los repartió diciendo “Haced esto en recuerdo mío”. Me ha gustado una versión contemporánea de la Biblia, la Nueva Tradición Viviente, que lo traduce así: “Hagan esto para que se acuerden de mí”.
¿De qué nos acordamos cuando celebramos la eucaristía? Ciertamente, de ese gesto del Señor en la cena, pero también de su vida entera y de su misterio pascual: de sus palabras anunciando el Reino y de sus gestos comprometidos con todos, pero particularmente con “los últimos”: pobres, enfermos, pecadores, mujeres y niños, por cuya dignidad apostó.
Con sus palabras eucarísticas, Jesús nos encarga hacer, no sólo pensar o sentir. Su discurso del pan de vida apunta tanto a que le asimilemos a Él en nuestro interior como a que demos continuidad a sus compromisos de fraternidad en nuestro exterior. Es pan para que nos sintamos vivos y servidores de la vida de nuestros hermanos.
¿Qué nos aporta acordarnos en la eucaristía de la vida de Jesús para sostener y orientar la nuestra? ¿Qué nos enseñan, para la vida cotidiana, los gestos de sentarnos como iguales en una misma mesa, recibir y compartir el pan de la eucaristía, y escuchar las palabras de Dios, no sólo las nuestras?
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